Ciencia
El misterio de los neutrinos solares: por qué parecían esfumarse en su camino a la Tierra
Durante décadas el interior del Sol fue un enigma para los físicos: igual que produce luz y calor tenía que producir neutrinos, una partícula subatómica. Pero el 70% de esos neutrinos parecían perderse por el camino.
El neutrino ha sido, de toda la vida, una partícula díscola. Nos dimos cuenta de que existía de prestado, por cómo afectaba a las desintegraciones nucleares. Tardó veintiséis años en presentarse como es debido, porque parece que le gustaba vivir en las sombras. Y cuando ya empezábamos a conocerlo resulta que no venía solo, sino que traía a dos amigos. Era, sin duda, un gamberro que se nos había colado en casa. Pero nada de todo esto se puede comparar al show que montó en la segunda mitad del siglo XX. Cuando le dio por desaparecer.
La historia empezó como empiezan tantos descubrimientos científicos: con una búsqueda rutinaria. A finales de la década de 1950 ya habíamos aprendido a detectar neutrinos. Sabíamos que los neutrinos se producían en las reacciones nucleares, así que los habíamos buscado poniendo un detector al lado de un reactor nuclear. Y ¡hurra!, ahí estaban: los habíamos encontrado. Pero, hecho esto, un reactor nuclear se nos quedaba corto: queríamos encontrar neutrinos de origen natural, ver si podíamos usarlos para estudiar la naturaleza. ¿Dónde podríamos mirar? Necesitábamos un lugar en el que se produjeran muchas reacciones nucleares. Cuantas más, mejor.
Luminaria de neutrinos
El candidato evidente pasaba por encima de nuestras cabezas todos los días: el Sol estaba impulsado por fusión nuclear, y muchas de esas reacciones de fusión emitían neutrinos. Por ejemplo, en una de las más sencillas dos protones se fusionan para dar lugar a un núcleo de deuterio, un protón y un neutrón. En el proceso, uno de los dos protones se transforma en un neutrón, y escupe su carga eléctrica en forma de un positrón, la antipartícula del electrón. Junto con ese positrón se emite un neutrino.
Igual que ésta, otras reacciones en el Sol emitían neutrinos. Nuestra estrella, de repente, ya no era sólo una luminaria en el cielo: era también una “neutrinaria”. Y una bastante potente, por cierto: cada segundo, 700 billones de neutrinos procedentes del Sol atraviesan nuestro cuerpo. Como apenas interaccionan con la materia, ni nos enteramos: a lo largo de nuestra vida sólo un millón de ellos chocarán con alguna partícula de nuestro cuerpo; para el resto, somos transparentes.
Y esto último no es baladí: nuestros cuerpos son transparentes, pero también lo es la mayoría de la materia, incluida la que hay en el Sol. Así que los neutrinos son una bala directa, llegan en línea recta desde dondequiera que hayan aparecido hasta nosotros. Y aparecen en el núcleo del Sol, la zona más profunda donde las temperaturas son altas y se produce la fusión nuclear. Conclusión: si detectamos los neutrinos solares estamos abriendo una línea directa con el núcleo del Sol.
Sin duda ésa era una buena motivación, pero en ciencia suele haber una mejor: queríamos detectarlos porque podíamos detectarlos, y porque cuando uno abre una ventana que siempre ha estado cerrada... puede que al otro lado haya algo inesperado. Pocas veces esa máxima resultó ser tan cierta como en esta ocasión.
Disolvente en una mina
Los encargados en esta ocasión fueron el químico Raymond Davis y el astrofísico John Bahcall. Bahcall era un experto en física solar, y calculó de forma detallada cuántas reacciones nucleares cabía esperar en el núcleo del Sol y, por tanto, cuántos neutrinos cabía esperar que llegaran a la Tierra. Con esa información, Davis diseñó un experimento capaz de identificarlos.
El experimento era ambicioso. Diez años antes, Reines y Cowan habían usado 200 litros de agua para detectar los primeros neutrinos. Davis y Bahcall iban a necesitar 375.000 litros, y no precisamente de agua. Usarían tetracloroetileno, un disolvente común que se utiliza regularmente para limpieza en seco. No eran sus virtudes como quitamanchas lo que Davis buscaba, sino su contenido en cloro: cada molécula de tetracloroetileno tiene, como su nombre indica, cuatro átomos de cloro. El impacto de un neutrino contra un núcleo de cloro debería transformar uno de sus neutrones en un protón, y el átomo se convertiría entonces en argón. El argón es un gas noble y no le gusta jugar a la química con otros niños, así que se quedaría flotando a su aire en el interior del tanque de disolvente. El plan de Davis era filtrar periódicamente los 375.000 litros del tanque en busca de unos cuantos átomos de argón.
Y “unos cuantos átomos” era lo que esperaban encontrar. Según los cálculos de Bahcall, cada día entre cuatro y once átomos de cloro serían golpeados por un neutrino. Al cabo de unas semanas esperaban tener unos pocos cientos de átomos de argón dentro de un tanque de 20 metros de longitud. Para extraerlo debían agitar el líquido del tanque usando burbujas de helio y esperar que el argón prefiriera irse arriba, con el helio, en lugar de quedarse flotando en medio del disolvente. Esa atmósfera de helio es la que era filtrada para separar el argón. El proceso duraba unas 20 horas.
Por si esto no fuera poco, todo este montaje no podía estar instalado en un lugar cualquiera. Nuestro planeta está sometido a una “lluvia” continua de partículas del espacio exterior, los rayos cósmicos, que son perfectamente capaces de atravesar las paredes de un tanque de metal. Una vez dentro, esas partículas pueden producir reacciones similares a las que haría un neutrino y dar lugar a falsos positivos. Era imperativo aislar el experimento de esta lluvia ruinosa, y qué mejor manera que cubrirlo con tierra y roca: había que enterrar el detector. Profundo, muy profundo. En una mina, a 1500 metros bajo el suelo. Había nacido el experimento de Homestake: cientos de toneladas de disolvente y trillones de neutrinos que debían regalarnos unos pocos átomos por día.
En el año 1967 el experimento estaba listo para echar a andar. Sabían lo que tenían que hacer, y sabían lo que cabía esperar. Se dispusieron a levantar acta y… levantaron acta de un átomo de argón al día. Algunos días, ninguno. Davis escribió a su colega Willy Fowler y le dijo “Aquí estamos listos. Podéis encender el sol”.
Lista de sospechosos
Los ánimos en Homestake no estaban para celebraciones. Estaban viendo sólo un 30% de los neutrinos predichos por los modelos solares. Solemos pensar que cuando uno hace un descubrimiento así de sorprendente se debe de emocionar, porque ha encontrado algo potencialmente revolucionario. La realidad suele ser más bien al revés. Uno piensa “¿Qué estaré haciendo mal? Creía que lo tenía todo bajo control”. Eso es lo que pasó por la cabeza de la mayoría de los físicos: Homestake debe de tener algún error; vamos a ver si lo resuelven.
La siguiente idea más popular tampoco era muy halagüeña: los cálculos de Bahcall estarán mal. Al fin y al cabo el Sol es un sistema complejo. Quizá se han dejado fuera algo importante.Fuera por un lado o por otro, llovían chuzos de punta para Davis y Bahcall. Y era lógico que así fuera: los experimentos que nunca se han hecho antes y los cálculos que están en el límite del conocimiento siempre son más frágiles que los que llevan décadas funcionando. Estas ideas, aunque duras, eran sencillamente las más probables.
A lo largo de los siguientes veinte años Davis y Bahcall se esforzaron por localizar posibles fuentes de error. El primero hizo todo tipo de comprobaciones en su montaje experimental, y todo parecía estar… frustrantemente correcto. El segundo siguió refinando los modelos sobre el interior del Sol, y nuevos datos que fueron llegando a lo largo de los 70 y los 80 seguían apuntando en la misma dirección.
A medida que Davis y Bahcall reafirmaban sus posturas, la comunidad científica empezaba a tomarse más en serio que quizá algo raro estaba pasando. Se propusieron todo tipo de ideas, desde que tal vez los neutrinos se desintegraban durante su viaje a la Tierra, y por eso sólo veíamos el 30%, a que quizá el núcleo del Sol se había “parado” y por eso veíamos menos neutrinos. Esta idea, que puede parecer una locura, en realidad tenía sentido: los neutrinos salen inmediatamente del Sol y llegan hasta nosotros, mientras que la luz tarda millones de años en atravesar la densa materia solar. Era posible, aunque muy difícil de justificar, que el núcleo del Sol estuviera ahora mismo trabajando al 30% y nosotros no viéramos un cambio en el brillo hasta dentro de varios millones de años.
Neutrino va, neutrino viene
Entre todas estas propuestas había una que era atractiva, pero no terminaba de encajar. Esta idea proponía que los cálculos de Bahcall estaban bien, y del Sol salía el número correcto de neutrinos, y que el experimento de Davis también estaba bien. Lo que ocurría es que por el camino el 70% de los neutrinos se transformaban en otra cosa, algo que Homestake no era capaz de detectar.
En los años 60 ya estaba establecido que había varios tipos de neutrinos. Uno de ellos estaba asociado al electrón, y es el que se produce en las reacciones nucleares, el que es producido en grandes cantidades en el Sol: lo llamamos neutrino electrónico. Pero el descubrimiento de una partícula similar al electrón, el muón, llevó a concluir que tenía que existir un segundo neutrino, uno que tomara parte en las interacciones del muón de la misma forma que el primer neutrino participaba en las del electrón. A este nuevo neutrino se lo llamó, claro, neutrino muónico. Ambos eran partículas sin carga, ambos podían atravesar la materia como si fuera transparente, pero eran partículas distintas.
Lo que a nosotros nos interesa de este segundo neutrino es que no dejaban ninguna huella en el experimento de Davis. Para transformar el núcleo de cloro en argón, los neutrinos habían de pagar un precio: se habían de transformar en electrones, “absorbiendo” la carga que el núcleo había expulsado. Los neutrinos muónicos también podían absorber carga, pero era a costa de transformarse en un muón, y eso no podía ocurrir en este caso, porque el muón pesa 200 veces más que el electrón. Sencillamente, en los neutrinos del Sol no había energía suficiente para fabricar un objeto tan pesado. Los neutrinos muónicos atravesarían el disolvente sin dejar marca.
Pero ¿por qué debería preocuparnos esta posibilidad? ¿No habíamos dicho que los neutrinos que produce el Sol eran todos electrónicos? Aquí llega la trampa: a finales de los años 60 el físico italiano Bruno Pontecorvo había propuesto que los diferentes tipos de neutrinos podían transformarse unos en otros. Si ambos neutrinos tenían masa y esas masas tenían las propiedades adecuadas, los neutrinos electrónicos se convertirían en neutrinos muónicos sólo por moverse. Esencialmente, un neutrino que se mueve por el espacio estaría continuamente cambiando: ahora es un neutrino electrónico, ahora es muónico, ahora electrónico otra vez, ahora de nuevo muónico. Este fenómeno se bautizó como oscilaciones de neutrinos.
En los años 70 ésta era una idea aún un poco especulativa, porque se sabía poco sobre los neutrinos y nada sobre sus masas, pero el cuadro que nos pintaba tenía sentido: del Sol salían un montón de neutrinos electrónicos, pero al llegar a la Tierra el 70% se había transformado en neutrinos muónicos que no interaccionaban con el experimento de Davis. Limpiamente, gracias a la transmutación de neutrinos, uno podía conciliar que el Sol producía lo que tenía que producir pero nosotros no podíamos verlo.
La idea era atractiva. Con pocos elementos permitía entender por qué ni los modelos solares ni el experimento de Homestake daban su brazo a torcer, y aunque las oscilaciones parecían un fenómeno un poco exótico ya se había encontrado evidencias de ellas en otras partículas, los kaones. Pero en su estado presente esta idea tenía un problema serio: los números no cuadraban. Las ecuaciones de las oscilaciones permitían transformar un 50% de los neutrinos electrónicos en muónicos, pero no más. Nosotros, en cambio, veíamos que nos faltaban el 70% de los neutrinos que debía estar produciendo el Sol. Una y otra vez, este problema se resistía a ser resuelto. ¿Quizá la verdadera respuesta estaba, al fin y al cabo, en otro sitio?
La materia lo cambia todo
Las piezas que hicieron encajar el puzle llegaron a finales de los años 70 y durante los 80. En primer lugar, el físico estadounidense Lincoln Wolfenstein se dio cuenta de algo importante: aunque la materia sea “transparente” para los neutrinos eso no significa que no tenga ningún efecto sobre ellos. El agua, por ejemplo, es transparente para la luz, y ésta puede atravesarla sin grandes problemas, pero la velocidad de la luz en el agua no es la misma que en vacío: en el agua la luz se mueve más lenta. Eso se debe a que la luz interacciona con las moléculas de agua; lo que se mueve por el agua no es sólo un rayo de luz, sino “un rayo de luz sometido a la influencia de las moléculas de agua”. Podemos ver este “rayo de luz + agua” como un objeto compuesto que se parece mucho a un rayo de luz, pero es un poco diferente, como su velocidad nos revela.
A un neutrino que se mueve a través de la materia, pensó Wolfenstein, le tiene que ocurrir algo parecido. Es verdad que el neutrino difícilmente chocará con una partícula de materia, pero eso no quiere decir que no “sienta” que esa materia está ahí. Y, efectivamente, al hacer el cálculo obtuvo que un neutrino moviéndose a través de materia también se mueve ligeramente más lento. Lo que se mueve, de nuevo, es una combinación de “neutrino + materia”, que es muy parecido a un neutrino pero se comporta como si tuviera una masa mayor: por eso se mueve más lento. En definitiva, podíamos entender esa interacción del neutrino con la materia que le rodea como una “masa postiza” que el neutrino obtiene mientras está nadando por la materia.
Pero la cosa no terminaba ahí. Lo importante para lo que nos ocupa es que esa masa postiza es diferente para los neutrinos electrónicos y los muónicos. Esto era completamente lógico: los neutrinos electrónicos interaccionan preferentemente con los electrones, y en la materia hay muchos electrones; los neutrinos muónicos, por su parte, interaccionan preferentemente con los muones, y en la materia no hay prácticamente ningún muón. Así que cuidado: la materia modifica las masas de nuestros dos neutrinos, y esto abre la puerta a que las oscilaciones funcionen de manera diferente en materia y en el vacío. A nadie se le escapaba que los neutrinos del Sol llegan hasta la Tierra atravesando un gran vacío, pero antes de eso… antes de eso tenían que atravesar toda la materia del Sol, que no es poca. ¿Es posible que en ese corto recorrido la materia nos estuviese cambiando las reglas del juego?
La respuesta final llegó en 1985 de la mano de los físicos soviéticos Stanislav Mijéyev y Alexéi Smirnov, que se dieron cuenta de que la clave estaba en que la densidad del Sol no es constante. Esto es importante, porque la influencia de la materia sobre los neutrinos depende de cuánta materia tengan alrededor. En el núcleo, donde el neutrino nace, la densidad es muy alta y las propiedades de los neutrinos van a ser muy diferentes a las que tienen en el vacío. Mijéyev y Smirnov se hicieron los cálculos y se dieron cuenta de que los neutrinos electrónicos que nacen en el núcleo del Sol nacen con una masa bastante grande, debido a la presencia de mucha materia en sus cercanías. En el vacío, en cambio, los neutrinos electrónicos tienen una masa menor, y esas masas grandes son más parecidas a las de los neutrinos muónicos. Así, lo que sucede es que en el núcleo del Sol se crean neutrinos electrónicos “pesados”, pero cuando salen fuera esos mismos neutrinos pesados… ¡resulta que son muónicos! Esto explicaría la transformación del 70% de los neutrinos solares en algo que el experimento de Homestake no puede detectar.
El fin de un misterio
Hasta ahora hemos pasado un rato presentando los argumentos que permiten entender la “desaparición” de los neutrinos solares, pero realmente han sido sólo eso: argumentos. La única evidencia experimental que tenemos sigue siendo los tozudos resultados de Homestake, que una y otra vez nos decían que aquí hay menos neutrinos de los que debería haber. Esto no cambió hasta los años 90, en los que una nueva generación de experimentos, con técnicas diferentes a la de Davis, confirmó que algo extraño estaba pasando. Kamiokande II en Japón, SAGE en Rusia y GALLEX en Italia encontraron unánimemente menos neutrinos de los que el Sol debía emitir. El déficit era diferente al de Homestake, pero también es verdad que estos experimentos eran capaces de ver neutrinos con menos energía, que se podían ver afectados de forma diferente por lo que quiera que estuviera pasando.
Recordemos, además, que en este punto seguía siendo posible que viéramos menos neutrinos porque había menos neutrinos. Seguía abierta la opción de que los neutrinos fueran inestables y se desintegraran en su camino entre la Tierra y el Sol. Seguía abierta la posibilidad de que se transformaran en otra cosa que no conseguía llegar hasta la Tierra. Fue a finales de los 90, cuando el experimento Super-Kamiokande confirmó que los neutrinos efectivamente oscilaban, que la idea empezó a coger tracción. Super-Kamiokande había observado oscilaciones en neutrinos procedentes de la atmósfera terrestre, pero si esos oscilaban ¿por qué no también los del Sol?
El debate se cerró finalmente gracias al experimento SNO, en Canadá, a principios de la década de los 2000. Este experimento podía hacer algo que ninguno de los anteriores había podido: ver todos los tipos de neutrinos. Homestake estaba limitado porque sólo podía detectar neutrinos electrónicos, así que no sabía si los neutrinos desaparecidos estaban ahí, en forma de neutrinos muónicos, o si no estaban en absoluto. SNO, por su parte, tenía la capacidad de ver los neutrinos electrónicos, igual que Homestake, pero además también podía detectar el número total de neutrinos, fueran del tipo de que fuesen. Una vez en marcha su veredicto fue definitivo: efectivamente, había menos neutrinos electrónicos de los que el Sol debía emitir, pero el número total, contando electrónicos, muónicos y del tau, cuadraba a la perfección con lo esperado. Los neutrinos solares estaban ahí. Habían estado ahí todo el tiempo, pero hasta ahora no habíamos podido verlos. No se perdían ni desaparecían por el camino: lo que ocurría es que su interacción con la materia del Sol los hacía oscilar hasta transformarse en otro tipo de neutrino.
Así terminó una historia de endiablada complicación, en la que la física pareció ponernos la zancadilla prácticamente a cada paso. Una historia con sorpresas, dudas, hipótesis alocadas, giros de última hora y momentos eureka. La historia en la que el neutrino se coronó como el truhán de las partículas.
Este artículo es el quinto en una serie dedicada a la historia del neutrino por su nonagésimo aniversario. Podéis encontrar aquí el primero, el segundo, el tercero y el cuarto.
QUE NO TE LA CUELEN
- Las grandes historias científicas, como ésta, son complejas y a menudo un poco confusas cuando se viven en directo. Aquí hemos intentado presentarla de forma secuencial, pero en la realidad muchas cosas estaban pasando al mismo tiempo y la cuestión sólo se resolvió cuando varios experimentos aportaron evidencias fuertes de que las oscilaciones eran una realidad.
- Aunque a veces se habla de este problema como la “desaparición de los neutrinos solares”, en realidad no estaban desapareciendo: se estaban convirtiendo en otro tipo de neutrino, que durante un tiempo no sabíamos cómo detectar.
- El mecanismo fundamental para entender la transmutación de los neutrinos solares es la oscilación, pero muy en concreto la oscilación en el interior de la materia del Sol. Sin ese detalle, que le añade una complicación adicional, no podríamos entender el déficit que observaba el experimento de Homestake
REFERENCIAS
- Sergio Pastor. Los neutrinos. CSIC-Libros de la Catarata (2014)
- Raymond Davis. A Half-Century with solar neutrinos. Discurso de aceptación del Premio Nobel (2002)
- John Bahcall y Raymond Davis. Solar Neutrinos: A Scientific Puzzle. Science, vol. 191, nº 4224, pp. 264-267 (1976)
- Tzee-Ke Kuo y James Pantaleone. Neutrino oscillations in matter. Reviews of Modern Physics, vol. 61, pp. 937-979 (1989)
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