Johnny Cash, un abismo negro infinito
La leyenda del rock y del country, al desnudo. Una nueva biografía se adentra en los precipicios de un músico excesivo y único dominado por su adicción a las anfetaminas y su profundo sentimiento religioso
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Johnny Cash fue un héroe de los que más nos gustan: capaz de portarse peor que ninguno de nosotros. Incluso que todos nosotros juntos. Su historia se ha contado en una buena película («En la cuerda floja», con un espléndido Joaquin Phoenix), tres autobiografías, y centenares de leyendas que los músicos adoran contarse entre sí, aunque muchas de ellas sean puras exageraciones. El mito del hombre de negro es infinito, y eso justifica una nueva semblanza, de reciente publicación en EE UU, que trata de separar los hechos de la construcción fabulosa de su vida. «Johnny Cash. The Life» (Robert Hilburn, editada en España por EsPop ediciones) es una ventana a los días y a los abismos de un músico que es leyenda y síntesis de un país y su cultura. Cash es América (entiéndase, EE UU), porque en su historia se cuenta la del hijo de granjero, el perdedor, el drogadicto, el devoto cristiano, el forajido, el buen soldado, el defensor de los derechos y de la paz, y una excepcional presencia para la música popular. Ningún héroe fue tan auténtico.
Como se sabe, Cash nació en las tierras baldías de Arkansas de familia humilde y padre estricto. Son los años de la Gran Depresión. Faenas interminables y penosas, dólares contados y una educación en el bien y el mal fueron el bagaje del músico, que creyó durante toda su vida en el cielo y el infierno. Asistió a la pérdida del hermano bueno (Jack sufrió un terrible final cuando la sierra giratoria con la que trabajaba se incrustó en su vientre) y siempre se sintió un Frankenstein, una decepción andante ante su padre, que le preguntaba a Dios por qué se llevó al hijo equivocado. Nunca, ni cuando vendió millones de discos, logró de él un gesto de afecto, y por eso se alistó en el Ejército, donde nuestro héroe se dio nombre a sí mismo. De repente, dejó de ser el pequeño J.R. y empezaron a llamarle Johnny.
Cash asistió al día en que se inventó el rock & roll en los estudios Sun Records. Fue un tal Elvis quien grababa dentro. Cash, devoto cristiano, estaba interesado en el gospel, y junto a Luther Perkins y Marshall Grant se presentaron ante Sam Phillips, el dueño. Tenían un sonido personal, sincopado y lento, porque no eran capaces de tocar mejor. Pero Cash tenía impronta en la voz. «Se preocupaba de corresponder su arte con su vida, ser fiel a su historia», dice Hilburn en el libro. Con su primer disco, y al calor del éxito de Elvis, compartió gira con el Rey, Roy Orbison y Jerry Lee Lewis. Al contrario que Elvis, al que vio tener sexo en su camerino con nueve mujeres una noche, Cash no bebía ni tocaba en clubes de alterne por sus convicciones religiosas. Se sentía afín a Carl Perkins, que llevaba en las manos las mismas cicatrices que él de recoger el algodón. Detestaba a los músicos cínicos. Pero en esos comienzos del rock como feriantes las giras eran absurdas. Cientos de kilómetros al día deshaciendo la distancia de la jornada anterior, en un coche, sin descanso.
El primer día del fin
Hasta que siente que no puede más. Y Gordon Terry, otro músico de la caravana, le tendió una pastilla. Aquella noche actuó confiado, dominó su pánico escénico. Y abrió las puertas del infierno. Al día siguiente, fueron doce píldoras. «Te tomas una y eres un hombre nuevo. Y ese hombre nuevo quiere otra pastilla», describía Cash su adicción. «Una pastilla era demasiado y mil no eran suficientes». El de Arkansas nunca fue un hombre de moderación y desde entonces pasó 15 años con los bolsillos repletos de anfetaminas (incluso se le iban cayendo) que en aquel tiempo cualquier médico recetaba para adelgazar u otro motivo sin preguntas.
El éxito de Cash es considerable. No hacía música adolescente como Elvis, sino adulta, pero enfrentaba la presión de las giras, las ventas, y de su desilusionante matrimonio tomando más y más pastillas. Se volvió impredecible, un espectro pálido con la mirada vidriosa, un esqueleto fuera de control. Sus discos tienen desigual éxito, aunque hablan de un artista especial. Dedica un álbum al trabajador anónimo americano (leñadores, mineros y granjeros, los perdedores ignorados por el entretenimiento y la política), otro al Oeste y discos de gospel que no suenan a sermón de domingo sino a vivencias auténticas. «Se tomaba la música como una misión», dice el autor. Tiene cuatro hijas pero apenas le conocen. Fuera de sí, llega a pedirle matrimonio a Billie Jean Thornton, viuda de Hank Williams, quien le rechaza porque lo último que quería era sustituir a un drogadicto por otro. Su corazón se va llenando de amargura, y aquella voz poderosa, el punzón con el que llegaba al fondo del alma del viandante, languidece.
Cash ama a June Carter y siente que es un hipócrita que canta gospel y lleva a su mujer al borde del colapso nervioso. Cuando no estaba de gira huía de casa. Conducía cientos de millas por los desiertos que rodean Los Ángeles. Paraba el motor y dejaba a las pastillas hacer efecto mirando el cielo estrellado. Llegaba hasta el Valle de la Muerte conduciendo febril con el subidón de anfetaminas. Se despertaba al día siguiente. En una ocasión regresó con un trozo de valla incrustado en el morro del coche que había arrollado al cruzar una base aérea. Otra vez, terminó cayendo a un socavón gigante producido por el estallido de un misil. Unas millas más adelante, un soldado le paró, incrédulo. Había miles de explosivos sin detonar en el campo de tiro que acababa de cruzar a toda velocidad. Regresaba a casa y no consentía que le hablasen. Parece como si el músico, atrapado en un torbellino de su adicción, no fuese consciente de que la historia del rock se estaba escribiendo, y él era parte de ella.
Un héroe en la Casa Blanca
Su música nacía con un significado propio: el hombre tratando de salir de la pobreza. No era una cuestión de un divertimento, sino de una forma vital de expresión cultural con la que Cash se identifica, porque habla a los perdedores, a los desheredados como él. La élite cultural ignoraba el folk, igual que el country y los discos de Cash. En el festival folk de Newport, muchos temían otro esperpento del hombre de negro, pero su concierto fue apoteósico y en él trabó una estrecha amistad con Bob Dylan. Desde 1965, la administración americana endureció los controles de anfetaminas y atrapan a Cash en El Paso con un cargamento. Sus fotos, esposado, maldiciendo a un fotógrafo y pateando a otro, salen en toda la Prensa. Es un hombre humillado ante la nación. Está al borde de la sobredosis. En esos meses, la consigna es clara: «Déjale dormir 24 horas. Si no despierta, es que se ha muerto». Se divorcia, cede el 50% de sus derechos a su ex mujer, e inicia una relación con June Carter. A veces iba a casa de los padres de Carter tan colocado que ni se molestaba en llamar. Rompía la puerta o una ventana y se echaba en el sofá. Por la mañana, Eck, el padre de June, arreglaba los desperfectos y le preguntaba: «Johnny, ¿qué quieres para desayunar?». Pero como en todo mito americano que se precie, llega la redención. Cash publica el memorable «Folsom Prison Blues», el concierto grabado en la cárcel que concluye cantando un tema escrito por un interno. Resulta que la sociedad americana ha cambiado en 1968 y, ahora, ser un delincuente no está tan mal visto. Vende millones de discos y, solo cinco años después de aparecer como un yonqui, es un héroe al que invitan a la Casa Blanca. Actúa en cruzadas cristianas y se pronuncia contra la guerra de Vietnam. Viste de luto como declaración política y aún tendrá que vivir una nueva penitencia: una recaída en las pastillas de las que volverá a salir con terribles cicatrices cardiacas pero que le permitirá disfrutar de la vida y de su decadencia creativa, porque no todo el mundo sale dos veces del infierno para contarlo.