Cien años de Fellini, el domador del circo del cine
Cien años después del nacimiento del director queda su huella en forma de adjetivo, la de una carrera que parte del neorrealismo hacia la consgtrucción de un mundo mágico y, finalmente, de sí mismo
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Ante el olvido, es difícil saber qué queda del «mito Fellini» cien años después de su nacimiento: Rímini, 20 de enero de 1920. En la historia del cine figura como uno de los grandes creadores del cine de autor, quizá el más radical y desconcertante, con permiso del estrafalario Godard. Ambos, por esas cosas de la fortuna -y la crítica-, trocaron sus nombres en los adjetivos gentilicios «godardiano» y «felliniano», que denominan su mundo personal. El primero por su intelectualizada desfachatez y el segundo por su galería de insólitos y bizarros personajes friquis.
No han sido los únicos en merecer la justa adjetivación por su imaginario singular. También Kafka y su absurdo mundo «kafkiano», y, en España, el «berlanguiano» Berlanga, indicativo del delirio coral con un trasfondo disparatado de sainete y esperpento fallero. Uno de los primeros que mereció en vida ser considerado como un creador personal con un universo poético propio, gracias a la «política de los autores» de la revista «Cahiers du Cinéma», fue Federico Fellini. Los componentes de la Nouvelle Vague contraponía su teoría del cineasta como autor al cine industrial en cadena de los estudios de Hollywood.
Desde entonces el director es la estrella. Su poética se transfiere a su cine mediante una visión estética y moral que lo impregna todo. Roberto Rossellini ascendió a los altares del Arte como el gran maestro del neorrealismo, pero nadie llevó a los extremos de delirio personal la teoría del autor como Federico Fellini. Con él comienza la hipertrofia del «cine de autor» como autorrealización del director, que llega hasta Almodóvar y su «Dolor y gloria» (2019), versión poco «almodovariana» de «Fellini 8½» (1963), previo paso por el director Bob Fosse, que la adaptó al cine en la versión musical «All That Jazz/Empieza el espectáculo» (1973), sin acreditarlo.
Jardín de «freaks»
Numerosos directores han confesado la influencia de este filme seminal. Desde Woody Allen con «Stardust Memories» (1980) a Truffaut con «La noche americana» (1973); hasta integrar lo felliniano como rasgo de estilo en «La gran belleza» (2013), de Paolo Sorrentino, donde la insólita belleza de Roma se mezcla con su monstruario de romanos, que lindan con los «freaks» del circo que tanto amaba Fellini.También fue Bob Fosse el primero que dirigió en Broadway «Sweet Charity» (1966), versión musical de «Las noches de Cabiria» (1957) de Federico Fellini, y la llevó al cine en «Noches de la ciudad» (1969), con Shirley MacLaine en el papel que hizo famosa a Giulietta Masina.
Pier Paolo Pasolini, que ajustó los diálogos al dialecto romano de Cabiria, rindió su homenaje a Fellini en «Mamma Roma» (1962). Anna Magnani es la otra cara de Cabiria: agresiva, desgarrada, dicharachera y deslenguada, pero honesta y desprendida como Cabiria.
La influencia en el cine de Berlanga es evidente en «Los jueves, milagro» (1957), directamente extraída de la secuencia de la peregrinación a la Madonna del Amor Divino para rogarle un milagro y en Bardem, «Calle Mayor» (1956) bebe de «Los inútiles» (1953). Como la obra teatral de Miguel Miura «Maribel y la extraña familia» (1960), en la que un honesto e ingenuo soltero es incapaz de distinguir a una peripatética de una chica moderna.
Aunque en sus comienzos Fellini encontró en el neorrealismo su fuente de inspiración, con su toque de denuncia social y crítica del mundo miserable que vivían los italianos tras la IIGM, sin embargo, las «constantes» que apunta Federico Fellini reflejan sus manías y gustos por las mujeres de formas desbordadas y las situaciones insólitas en un mundo mágico.
Pasó, en una década, del melodrama neorrealista, saturado de una poética miserabilista conmovedora, a una hiperrealidad desmesurada, en consonancia con el mundo contestatario que se imponía con la contracultura hippie y mayo del 68. Frente al mundo caótico de las brigadas rojas y el terrorismo de los años de plomo, Fellini reacciona exacerbando su mitología bizarra y alejándose de la realidad. Si la contracultura exaltaba el filme «Freaks» (1932) como metáfora de la monstruosidad interior hippie, Fellini exacerba su narcisismo con una galería de friquis que reflejaban de forma extravagante el mundo exterior del autor.
«La dolce vita» (1960) es un resumen de su mundo personal disperso en sus películas anteriores, a medida que avanza el boom industrial. Roma es vista como un pulpo que avanza por las afueras de forma amenazante. Un escenario en el que ha desaparecido la crítica humanista y católica sobre la culpa, la redención y el amor a la vida.
En los 60, su mundo se viste de lujos mundanos y se puebla de voluptuosas mujeres, como Anita Ekberg, prototipo de la exuberancia mamaria, la frivolidad y el desenfreno nocturno en un mundo vacío, repleto de neuróticos y depresivos. La diva bañándose en la Fontana de Trevi —«¡Marcello, come here!»— es la escena cumbre de su cine. Con la posterior bofetada a lo Gilda, Fellini rinde homenaje al cine de Hollywood.
El director-artista
A partir de entonces, Fellini se debate entre la subjetividad biográfica y la crónica, y tomará como objeto artístico su propia experiencia vital fantaseada. El circo será el entorno y los monstruos de feria los protagonistas colectivos del circo felliniano. La estructura del viaje da paso a la fragmentación del relato posmoderno, en el que las jerarquías se someten al capricho del creador, como el «Ulises» de Joyce.
Con Fellini nace la fantasía del demiurgo en el cine que crea su propio mundo. «Fellini 8½» es la película que trata de ese nuevo héroe moderno. Un «héroe irrisorio» que, según Lacan, «vive en una continua situación de extravío»: el director-artista, responsable de su creación. Fuera de foco, queda un amplio equipo que trabaja para lograr que ese director-artista «cree» sus obras maestras.
Lo felliniano aparece ya en «La strada», donde conviven el monstruo sin conciencia Zampanó y la pura e inocente Gelsomina. Y envolviéndolos, el mundo del circo con sus enanos, saltimbanquis y friquis, que irán invadiendo su cine al mismo tiempo que Fellini abandona la conciencia social, la denuncia política de las desigualdades e injusticias y adapta sus melodramas neorrealistas a una narcisista exhibición de sí mismo, como quien hace de su vida fabulada el mayor espectáculo del cine. En «Fellini 8½» el protagonista es directamente Fellini, convertido en un domador de circo, restallando el látigo con el que dirige a sus actores, meros figurantes de su imaginación desbordada. Esa realidad distorsionada que el público reconocerá como lo felliniano rezuma un gusto barroco por lo ornamental y decorativo, la caricatura, la fantasía onírica y la autorreferencialidad.
En «Amarcord» (1973), autobiografía imaginativa de sus recuerdos juveniles, Fellini presenta como seres fantásticos los mismos personajes que en sus comienzos no eran más que seres cotidianas poetizados. Ahora la estanquera es una voluptuosa mujerona con pechos descomunales que sacian al joven que fue Fellini y la Gradisca la burla del ensueño infantil. La galería de personajes exóticos se repiten, como en «Fellini Satyricon» (1969) y «Y la nave va» (1983), de un dislocado manierismo, extraídos del expresionismo de Otto Dix y George Grosz.
Poco a poco la pantalla se va poblando de personajes extraños, ahora proyectados en la pantalla de su realidad subjetiva con ironía y hasta con crueldad: artistas y famosos, paparazzi, prostitutas callejeras y de lujo, aristócratas decadentes, mujeres voluminosas y desagradables, un retrato hiperreal de un grotesco barroquismo mediterráneo. Se consolida así lo felliniano, donde «todo y nada es autobiográfico».
De Chaplin a Fellini
Si en «La strada» la actuación de Giuletta Masina (en la imagen) es «chaplinesca», en «Las noches de Cabiria» lo chaplinesco pasa a fellinesco. Como un ensayo general de «La dolce vita», las putas del extrarradio compiten con las altivas fulanas de lujo de Vía Véneto. Lo felliniano aparece con ese ricachón que come espaguetis en la barra del nightclub, rodeado de perfiles de mujeres inquietantes. O la estrella de cine que utiliza a Cabiria como acicate para el sexo, repetido en la escena de Anouk Aimée y Marcello Mastroianni en casa de la fulana en «La dolce vita». La música de Nino Rota es parte esencial del éxito de lo felliniano.
Inventor de sí mismo
Fellini hizo cine de su vida. Él fue su argumento principal. Tan importante como sus películas fue su promoción personal. Era un narcisista que hizo de sí mismo un espectáculo popular. Inventó los paparazzi, «la dolce Vita» y la Vía Véneto. Se inventó a sí mismo como un director-artista con un mundo personal, repleto de seres estrafalarios, a la medida de la fantasmagorías barrocas de su autor. Lo felliniano es un rasgo de estilo que definen a todos los directores estrella.