¿Libertad o seguridad?: el peligro histórico de la tiranía
Es en las emergencias cuando se demuestra la autoridad del soberano, que hace prevalecer la coerción, la fuerza y el dominio político como necesidades oficiales por razones de disturbios, graves violencias o epidemias. Pero, ¿cuáles han sido sus límites a lo largo de la historia?
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La célebre definición de soberanía –soberano es aquel que decide el estado de excepción– con la que el famoso y controvertido jurista y politólogo Carl Schmitt empezaba su «Teología política» (1922) se ha mostrado crucial una y otra vez a lo largo de la historia. Hoy es preciso volver a la discusión fundamental sobre esta suspensión del derecho en nuestros días, cuando estamos inmersos en la excepcionalidad del estado de alarma por el coronavirus. Es justo en las emergencias cuando se demuestra la autoridad del soberano, que hace prevalecer la coerción, la fuerza y el dominio político en momentos como necesidad oficial por razones de disturbios, graves violencias o epidemias, entre otras. Pero, ¿cuáles han sido sus límites en la historia del derecho y las instituciones? ¿Cómo regular el ejercicio de este poder omnímodo cuando se suspenden las libertades? El del estado de excepción se antoja un marco vacío en el que todo es posible, pero en que solo uno decide. Los recursos, la propiedad, la comunidad, e incluso la familia o la vida humana, se hacen depender de ese poder decisorio y soberano. Es la interrupción de la normatividad general y la emergencia de una fuerza primigenia, que, con la excusa del bien colectivo, puede mostrar la verdadera faz del poder de una manera inquietante.
El Derecho comparado en las democracias actuales reconoce varios regímenes de excepción para afrontar situaciones graves, catástrofes naturales o violencias internas o externas, que implican unos poderes extraordinarios para el «soberano» y la restricción de derechos fundamentales: el estado de alarma, el de sitio, el de excepción, emergencia o guerra, que equivale a la ley marcial, bajo la advocación del viejo dios de la guerra romano. Para los teóricos del Derecho, el origen del concepto se suele situar en la Francia revolucionaria, que reguló la ley marcial en 1789 y el estado de sitio en 1791. Pero ciertamente es posible rastrear más atrás esa noción clave con la que se demuestra realmente quién ostenta el poder y cuál es su capacidad de maniobra.
Espejo de las revoluciones
De hecho, los más antiguos regímenes participativos de la historia, en cuyo espejo se miraron las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII para construir sus regímenes, contaron también con ese tipo de procedimientos. La democracia ateniense poseía mecanismos extraordinarios de suspensión de derechos individuales, como se ve en el llamado «ostracismo», que permitía expulsar durante un tiempo a un ciudadano ante la sospecha de que tendiera a la tiranía. Pero fue seguramente la legislación anti-tiránica de Atenas, sobre todo durante la Guerra del Peloponeso y tras el intento de golpe de estado de 411 a.C., el precedente más claro del estado de excepción: la respuesta a la emergencia política y la suspensión del Estado de derecho se ven en el juramento contrario a la tiranía de los ciudadanos atenienses y en las medidas de purga de los oligarcas atenienses y, viceversa, cuando cambian las tornas. E
n el Derecho político romano el estado de excepción estaba definido por el nombramiento de una magistratura extraordinaria: el dictador. En momentos de peligro para la República Romana, invasiones o emergencias, se investía a un magistrado con el «imperium» máximo y el encargo específico y excepcional de salvar la República. La dictadura era parte del entramado constitucional romano, por lo que, pese a su excepcionalidad, también estaba sometida a limitaciones como salvaguarda para evitar el poder absoluto: en el tiempo (6 meses) y en la «res», su campo de aplicación. Tras su uso la época de la II Guerra Púnica, los tiempos tardorrepublicanos de su declive traen a los ejemplos más conocidos de esta magistratura, Sila y César.
Otro mecanismo de excepción en Roma era el «senatus consultum ultimum», que consistía en otorgar plenos poderes al ejecutivo, los cónsules, para que salvaran la República de un peligro inminente («videant consules ne quid res publica detrimenti capiat»). Los poderes de este «decreto extremo» incluían disponer de la vida y los bienes de los ciudadanos en momentos en los que el Senado veía peligrar la supervivencia del Estado, como la crisis de los Graco o la conspiración de Catilina: el ejemplo de las extralimitaciones de Cicerón en esta última, ejecutando a ciudadanos sin juicio, evidencian de nuevo el problema del control legal de la excepcionalidad. Ya en el siglo XX, Carl Schmitt, inspirado en el caso romano, publica «Die Diktatur» (1921) sobre la necesidad de contar con un mecanismo de poder para declarar un estado de excepción («Ausnahmezustand») en la República de Weimar. Seguirá su desarrollo citado en su «Teología política». Schmitt fue criticado sobre todo después de entenderse su obra como una justificación de las violaciones del derecho que llevaron al desmantelamiento de la mencionada república por parte de Hitler y del «estado de excepción continuo» que, en palabras del filósofo italiano Giorgio Agamben, constituyó el III Reich.
En lo moderno, fue Agamben quien más se ha preocupado de los regímenes de excepción y sus límites: en la sombra está siempre el peligro del totalitarismo como estado de excepción perenne, más allá de la suspensión del derecho que supone la violencia «revolucionaria» de Walter Benjamin. Partiendo también del derecho romano –y de la posibilidad excepcional de expulsar de la sociedad a ciertos criminales como «homines sacri»– Agamben estudió la primordial relación entre ritualismo y derecho en el caso de la excepcionalidad.
No debemos bajar la guardia
En el estado de excepción el individuo cede parte de sus libertades en aras de un bien mayor, pero, como vio Agamben en su «Homo sacer», no debemos bajar la guardia pues, en los últimos años, el aumento del poder de los gobiernos para tiempos de crisis –más o menos justificadas– ha ido directamente en detrimento de los derechos y garantías. Piénsese en el uso de diversos lemas para ello, ayer y hoy. Por ejemplo, la «War on Terror» de la Administración Bush en Estados Unidos justificó flagrantes violaciones de derechos en Irak, Afganistán o Guantánamo. El riesgo es que, so pretexto de la seguridad, el ciudadano no solo ceda su propia libertad sino que abdique de muchos principios democráticos y le pasen inadvertidos –o directamente tolere– aberraciones como los juicios sumarísimos, la tortura, la delación o la violencia extrema, entre otras cosas.
En suma, el estado de excepción se configura como una irrupción de lo necesario en el orden jurídico, pero la problematización de sus límites y regulación es, como en la época de la política clásica, lo más urgente. Y no solo en la filosofía sino, especialmente, en la conciencia ciudadana. Los mecanismos de control constitucionales de los regímenes de excepción –que conocemos hoy bien gracias a las prórrogas quincenales del estado de alarma en el Congreso– no son garantía total para evitar abusos puntuales, que debemos esforzarnos por identificar a la primera ocasión. Por ello, la reflexión histórica y filosófica sobre casos como los mencionados –desde la democracia ateniense y la República romana a los estados de las revoluciones burguesas– es fundamental para no incurrir en ningún riesgo de que las decisiones del sujeto de soberanía atenten contra lo que constituye la esencia de occidente desde el alba de la democracia antigua: las libertades individuales.