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1945: Los últimos días de Berlín

A finales de abril de ese año, seis ejércitos soviéticos comenzaron su avance hacia la ciudad alemana para iniciar la última gran batalla de la Segunda Guerra Mundial
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La Razón

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Los soldados soviéticos del XXVI Cuerpo de Fusileros de la Guardia esperaban ocultos tras la esquina de un edificio a que les llegara la señal de ataque. Todos estaban ansiosos por asaltar la posición enemiga, listos para dar un paso más hacia el corazón de Berlín, la “guarida de la bestia fascista”. Llegó la orden y se lanzaron a través de las vías que se extendían más allá de Storkowerstrasse, buscando el refugio que ofrecían los vagones abandonados, los muros derruidos de las casetas, cualquier cosa que les permitiera permanecer un momento a cubierto y recuperar fuelle. Otros, en cambio, en su prisa por trabar combate, osaron recorrer la pasarela que cruzaba todo el conjunto ferroviario. Al otro lado los esperaba un grupo variopinto de soldados, muy mayores, muy jóvenes; ninguno de ellos tendría que haberse enfrentado al Ejército Rojo, pero eran combatientes del Volkssturm, más concretamente del 3/115 Batallón de Siemensstadt, una de las unidades más famosas de esta milicia local formada unos meses antes para ser la última reserva de las Fuerzas Armadas alemanas.
Los soviéticos no tardaron en entrar en el complejo, mientras los carros de combate y más infantería se extendían por los flancos y lo rodeaban. Aun así, los defensores, acorralados, resistieron defendiéndose en todas direcciones hasta que, por la noche, pudieron escapar de su posición copada para redesplegarse un poco más atrás. Tras un terrible día 24 de abril, estaban listos para combatir el 25. En plena primavera, Berlín se habían convertido en un mar de fuego y de muerte, escenario de una batalla final cuya extraordinaria violencia iba mucho más allá de lo propio en un combate urbano. Desde que el Primer Frente de Bielorrusia y el Primer Frente de Ucrania desencadenaran la Operación Berlín, el asalto definitivo contra la capital nazi, la ciudad se había convertido en la apuesta definitiva, en el último golpe contra el Reich de Hitler.
Todos los distritos de la capital habían sido, estaban siendo o iban a ser asaltados. Ese mismo día, pero más al sur, en el distrito de Treptow, los soviéticos tuvieron que enfrentarse a un enemigo mucho más fanático que las levas desesperadas del Volkssturm, se trataba de tropas de las SS, muy motivadas, de la división Nordland. Los asaltantes del IX Cuerpo de Ejército tuvieron que avanzar con cautela, incendiando con gasolina las casas desde las que les disparaban, esperando a que la aviación atacara con racimos de bombas de pequeño tamaño las azoteas donde se ocultaban los francotiradores, aguantando hasta que los carros de combate despejaban cada calle para luego seguirlos en grupos de treinta a cuarenta hombres, todos equipados con armas semiautomáticas, granadas o explosivos aún más potentes.
A pesar del tesón de «Iván», el soldado soviético, muchas posiciones defensivas alemanas iban a aguantar durante horas, días, algunas hasta el final de la batalla. Pero había una que tenía que ser tomada para poder dar por terminada la batalla. Berlín no podía rendirse antes de que la bandera roja ondeara sobre el Reichstag, un edificio triplemente arruinado: por el incendio de 1933, por los bombardeos aéreos durante la guerra y por la artillería durante los combates.
Sala a sala
En la noche del 30 de abril, tras un asalto frenético a través de una zanja contracarro inundada, a través de las trincheras defendidas por combatientes del Volkssturm, de las SS, del Ejército regular e incluso de la Marina, a través de las puertas cerradas por tabiques del edificio y, una vez dentro, sala a sala y de escalera en escalera, la bandera roja ondeó por fin sobre el objetivo definitivo. Oficialmente, el 1 de mayo se anunció la conquista de la capital alemana, pero aún quedaban, al menos, veinticuatro horas de combates.
La última jornada de Berlín fue un día de caos interminable para todos aquellos que lo sufrieron. Todavía murieron muchos soldados del Ejército Rojo ante la que tenía que ser la última barricada, y muchos alemanes perdieron la vida tratando de escapar de las ruinas de la ciudad acabada. Mientras, en el Führerbunker bajo la Cancillería, Hitler se había suicidado hacía ya más de un día, y otros lo seguirían, como el propio Goebbels, tras haber tratado en vano de negociar una rendición que le permitiera escapar, o Martin Bormann, que se quitó la vida entre los escombros, junto a la estación Lehrter. Al final quedaron los civiles, para sufrir la ira de los vencedores durante días, antes de que la guerra terminara por fin para los berlineses.
Para saber más:
Desperta Ferro Contemporánea, Nº 39
68 páginas,
7 euros

El sucesor de Hitler

Desde el momento de la fundación del Tercer Reich, los políticos que rodeaban a Hitler habían actuado siguiendo dos principios complementarios: trabajar en la dirección del Führer y acaparar poder. Hasta tal punto que, cuando Hitler anunció su voluntad de quedarse y morir en Berlín, muchos fueron incapaces de entender que ya no había poder por el que luchar, que todo había acabado y, a pesar del desastre que se cernía sobre Alemania, actuaron para convertirse en los sucesores del Führer. Göring, el fracasado jefe de la Luftwaffe (entre otros muchos cargos), se ofreció con la excusa de que Hitler, incomunicado, ya no sería capaz de gobernar. Mientras, “el fiel” Himmler negociaba a espaldas de su Führer la rendición con los aliados occidentales y la deposición de Hitler por medio de un golpe de Estado. Cuando la noticia fue conocida en Berlín, el dictador, ya agotado mental y físicamente, los depuso de todos sus cargos, los expulsó del partido y los condenó a muerte por traición. No fueron los únicos megalómanos de aquella historia de locos. También Joseph Goebbels, una vez muerto el dictador, se puso, con la complicidad de Martin Bormann, el manto de canciller, y trató de negociar la rendición con los soviéticos a cambio de que reconocieran el nuevo Gobierno. Solo después de fracasar informaron a Karl Dönitz, el jefe de la Marina, de que Hitler lo había elegido como sucesor.