“Apocalipsis Now” vuelve al cine : todos los secretos de una obra maestra
El director estrena «Apocalypse Now: Final Cut», el montaje definitivo de su obra maestra este fin de semana en los cines españoles. Una manera de volver atraer el público a las salas y celebrar el 40 aniversario del filme, uno de los más controvertidos y polémicos de la historia.
Creada:
Última actualización:
Francis Ford Coppola quería guerra y por Dios que tuvo una. En el cine bélico existen dos clases de películas: las que narran la naturaleza de una contienda, que tienen como ejemplo la glorificada «Salvad al soldado Ryan», de Steven Spielberg, para la Segunda Guerra Mundial; la magnífica «Senderos de gloria», de Stanley Kubrick, que abordaba las miserias de 1914 o la comprometida «Platoon», de Oliver Stone, para el caso de Vietnam, entre un millar, todas excelentes y que podrían ser citadas. Pero después existen otro tipo cintas, más infrecuentes y excepcionales, que procuran aproximarse a los conflictos a través de las heridas y huellas psicológicas que dejan en los soldados, aunque sin renunciar a la espectacularidad que ofrecen los combates. Ahí estarían «La delgada línea roja», de Terrence Malick (que el lector decida si el director lo logra o fracasa en su intento por un exceso de pedantería) y, por supuesto, «Apocalypse Now».
Francis Ford Coppola hacía tiempo que había decidido escuchar a su megalomanía y dar el golpe definitivo para conquistar el cielo del séptimo arte retomando uno de esos proyectos tomados por imposibles que rondaban por la meca del cine y que todos consideraban gafados de antemano. Después de los éxitos recientes de sus dos padrinos, que lo convirtieron en uno de los mayores renovadores de su generación (denominada la del 70 y compuesta, entre otros, por Martin Scorsese, Peter Bogdanovich, Michael Cimino, George Lucas o el citado Steven Spielberg), decidió ponerse a la altura de los grandes maestros y abordar la adaptación cinematográfica de «El corazón de las tinieblas», de Joseph Conrad. Un sueño que en el pasado ya había acariciado con los dedos ese «enfant terrible» que fue Orson Welles, tan genialoide y anticipador como insoportable, agradecido de sí mismo y envidiado por haber sido marido de Rita Hayworth, para muchos, Gilda.
Sabor a infierno
Toda grandeza tiene su inicio en la desmesura, como si poseer la suficiente magnitud para permanecer en la historia requiriera también un alto grado de inconsciencia. Sucedió con Alejandro Magno, cuando quiso conquistar el imperio persa, ocurrió con Miguel Ángel, cuando aspiró a cincelar una montaña (no le dejaron) y, en el humilde plano del cine, lo hizo Francis Ford Coppola. Más que un rodaje lo que emprendió el 1 de marzo de 1976 fue una batalla contra los elementos y consigo mismo que todavía hoy no ha terminado. El estreno el 3 de julio de «Apocalypse Now: Final Cut», el montaje perfecto, el más adecuado, el que se acerca más a la perfección que él anhelaba, según ha reconocido el director, es el tercero que el realizador hace de este título. Lo han precedido la versión original que llegó a los cines, la versión extendida, «Apocalypse Now Redux», un exceso de minutos, pero que dejaban en el paladar el incombustible sabor de un descenso al infierno, y la que llega ahora a cincuenta salas españolas, coincidiendo con su 40 aniversario, y que ha supuesto la recuperación del original y la restauración de más de 300.000 fotogramas para imprimirla la calidad de 4K que pretendían darle.
La producción de este filme descansa en los anales por su indiscutible y robusta calidad, a pesar de sus flaquezas evidentes, como en casi cualquier clásico, sino por tener el raro privilegio de haber sido uno de los rodajes más accidentados y malditos de la historia. Nada salió bien. Como si se tratara una maldición del propio Kurtz, el coronel que los protagonistas buscan a través de las aguas del río que remontan, todo estuvo envuelto en una especie de locura. La desmesura de los gastos, que superaron al final los treinta millones de dólares (a Marlon Brando le pagaban uno por semana de rodaje: así que se levantó tres kilos en total), los continuos retrasos que padecieron, el ambiente de irritación, caos y crispación que prevalecía, como describe Peter Biskind en «Toros salvajes, moteros tranquilos» (Anagrama), y la sucesión de enfermedades que contrajo el equipo a lo largo de meses trabajo, hizo que esta película fuera una experiencia inolvidable para todos. Vittorio Storaro, el director de fotografía, que venia de trabajar en la elegantísima «Novecento» con el maestro Bernardo Bertolucci, debió de alucinar con el caos que había organizado el americano y la aleatoriedad que prevalecía en el ambiente, comenzando por la selección de actores.
Vaya rodaje
Coppola, que parecía raptado por algún tipo de posesión, según sus compañeros, despidió a Havey Keitel y apostó para el papel protagonista por Martin Sheen, un novato en ese tiempo, que se sumaría a una nómina encabezada, aparte de Brando, con Robert Duvall (¿Alguien puede olvidar su reflexión sobre el Napalm en la playa?), Dennis Hopper o unos jovencísimos Laurence Fishburne y Harrison Ford, en una de sus primeras apariciones. Pero los problemas con el «casting» no se limitaron a esto. Martin Sheen, en su primera escena, no tuvo que fingir que estaba borracho, porque realmente lo estaba. No tuvo que interpretar nada, porque no tuvo nada que fingir: ni la tajada ni tampoco que rompió con la mano el espejo, porque, efectivamente, lo rompió con ella. De hecho, la sangre que se ve es real y es la suya. Si no era eso suficiente, sufrió un infarto y tuvo que ser ingresado en un hospital hasta que se recuperó y pudo retomar el trabajo. A eso hay que añadir la rivalidad o los recelos o lo que fuera que existía entre Marlon Brando y Dennis Hopper: el primero no podía ver al otro y las escenas que compartían derivaron en un delirio.
«No es una película sobre Vietnam, sino Vietnam», declaró el realizador sobre ella. Y probablemente lo dijo porque todo fue una batalla, comenzando por las localizaciones. Después de infinitud de negativas, y la imposibilidad de acudir a Vietnam, optó por Filipinas, entonces bajo la dictadura de Ferdinand Marcos. El país estaba inmerso en una serie de problemas internos y en medio de esa tensión política, pidió al ejército que le prestaran helicópteros. Lo que pocos suponían entonces es que eran los mismos que participaban para aplastar a la guerrilla. Así que durante la mañana se usaban como armas de guerra y por la tarde como atrezo a las órdenes de Coppola. Y si no era suficiente con intentar trabajar con esos helicópteros, un huracán arrasó el set de rodaje y acabó con los decorados y lo sumergió todo en un verdadera demencia.
Conrad en Vietnam
Todo discurría entre ataques de nervios y reveses. Ni siquiera el final del filme estaba demasiado claro. El guión original lo firmaba John Milius, el director de «Conan, el bárbaro» y un conocido ultraconservador y defensor de las armas de fuego (algunos aseguran que el personaje de John Goodman en «El gran Lebowski» está basado en él), pero al final se sumaría el propio Coppola. La razón: no le convencía cómo terminaba la historia. Se conservan, de hecho, diversos montajes. Cómo rematar la cinta fue un verdadero quebradero para el realizador, que no lograba darle una salida convincente: en un principio, Martin Sheen y Marlon Brando terminaban disparando a la aviación americana. Pero esta posibilidad, con toda la lógica, a Coppola le pareció una majadería. Así que optó por distintos hasta que se decantó por el actual.
El objetivo real del filme era adaptar «El corazón de las tinieblas», más que denunciar la guerra de Vietnam -«Apocalypse Now» y «El cazador», de Michael Cimino, que se estrenó un año antes, fueron las dos primeras que se atrevieron a tocar este tema en el cine, un tabú para la sociedad americana de entonces-. Al final, de alguna manera y también de alguna forma, lo consiguió. La odisea del capitán Willard (Martin Sheen) se ha convertido en un mito del cine. Su aventura por quitar de en medio al enloquecido Kurtz es un viaje a la deshumanización. A lo largo de su trayecto los personajes van desposeyéndose de los principios y la lógica, y la razón, sin los asientos que ofrece la civilización, se torna salvaje, iracunda, instintiva y arbitraria. El camino de los protagonistas se convierte en una investigación de lo humano y está salpicado de pruebas y tentaciones, desde el sexo, a la muerte, el contacto con la locura y la última posición de los franceses, un barco de colonos y soldados al borde del delirio, hasta llegar al campamento de Kurtz, donde las reglas que prevalecen en los países supuestamente civilizados, carecen de sentido y han desaparecido bajo las armas de fuego y la brutalidad. Es un auténtico periplo al horror cuando se encuentra con su naturaleza desnuda, sin los límites de la educación, ese momento en que el hombre, por los azares de la existencia o los devenires de la guerra, se queda solo para que pueda contemplarse, como delante de un espejo, cómo es en realidad él mismo. Y lo único que encuentra, no son luces, sino tinieblas.