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La Argelia de los 90, entre el integrismo y los bares de copas

La ópera prima de Mounia Meddour rescata uno de los episodios más cruentos de la historia argelina reciente conocida como la “década negra”. A través de una narración de rebeldía y lucha, cuenta cómo una joven universitaria soñó con la posibilidad de cambiar las cosas en su país

La actriz Lyna Khoudri (a la dcha. de la imagen) protagoniza junto a Zahra Doumandji (izda.) y Amina Hilda (centro) el debut de Mounia Meddour, "Papicha, sueños de libertad"
La actriz Lyna Khoudri (a la dcha. de la imagen) protagoniza junto a Zahra Doumandji (izda.) y Amina Hilda (centro) el debut de Mounia Meddour, "Papicha, sueños de libertad"La RazónLa Razón

La conversión meteórica del cine en una herramienta política de largo alcance es una opción de militancia artística que no todos los cineastas tienen porqué abrazar, pero que, sin embargo, muchos observan con simpatía desde los diferentes enfoques que les procuran sus lugares de origen. La directora Mounia Meddour pertenece sin ningún tipo de duda a la segunda categoría. Forma parte de esa parcela de realizadores comprometidos con su raigambre y condicionados por su tierra que encuentran en el ejercicio de lo creativo la vía más efectiva y efectista de lanzar un mensaje contra las injusticias.

Y de paso, construir obras luminosas como “Papicha, sueños de libertad”, la celebrada ópera prima de Meddour que funciona como un pretexto, más que estimulante, para adentrarse en las contradicciones históricas argelinas y conocer la magnética rebeldía de una joven que aspira a cambiar las reglas de una sociedad misógina de la que no se siente parte activa.

En la década de los noventa, Argelia era un país de contrastes en donde convivía la introducción inicialmente silenciosa del integrismo islámico –que terminaría poco tiempo después detonando en una escalada de violencia sin precedentes– con una enérgica y desinhibida juventud que empezaba a familiarizarse con la libertad de los locales nocturnos y la bendita irracionalidad que suelen llevar aparejadas las cosas que se hacen por primera vez.

Libertad y muerte

“El contexto que recreo en la película es completamente real. Yo misma lo viví con una edad parecida a la de la protagonista y sé que puede parecer sorprendente la contradicción de libertades que había en ese momento, pero fue así. Por un lado hay que tener en cuenta que existía un integrismo brutal, se producían atentados, asesinatos casi diarios, había toque de queda…Y sin embargo fue una época para muchos jóvenes maravillosa. Discotecas, fiestas, influencias musicales de otros países, ambientes universitarios...”, explica la directora al otro lado del teléfono sobre el escenario temporal en el que transcurre la cinta. “Cuando estrenamos la película en Francia, un lugar donde hay muchísima población argelina, los propios argelinos que iban a ver la cinta con sus hijos se reconocían en lo que estaban viendo y decían: “es que realmente fueron los mejores años de nuestra vida””, añade.

El paralelismo que presenta Mounia con Nedjma, el personaje femenino capital sobre el que se asienta toda la historia, a quien da vida Lyna Khoudri (un auténtico descubrimiento interpretativo que obtuvo el Premio César a la Mejor Actriz Revelación por su papel en esta cinta), es de todo punto relevante. La protagonista vive, al igual que la cineasta en su momento, en una residencia de estudiantes en la que surge con facilidad el hermanamiento entre mujeres. Nedjma canaliza todo el dolor que le procura la violencia social que la rodea –incluyendo la crudeza del asesinato de su hermana periodista a manos de una integrista– acariciando las telas y concentrándose en las agujas.

A raíz de la inesperada tragedia familiar, la joven añade a la pasión y al sustento que le proporciona la costura (gracias a la confección de vestidos consigue agenciarse un dinerillo) un componente de lucha y reivindicación ideológica que termina convirtiéndose en un grito simbólico con el que acallar el dolor de la pérdida.

Meddour subraya la implicación emocional que hay en el relato: “Para mí ha sido más fácil hablar de una historia que conocía de primera mano y más tratándose de una ópera prima. Pero reconozco que también ha sido complicado. En mi época de estudiante en Argelia viví momentos traumáticos, violentos, desagradables…Por eso el arranque para mí fue doloroso. Revivir todo, volver a pensar en los 150.000 muertos que causó el integrismo en cuestión de ocho años, escarbar de nuevo en la realidad de mi país… Fue un proceso inicialmente duro. Pero una vez superada esta etapa, toda la parte de documentación y de realización se fue convirtiendo en algo muy enriquecedor”, comenta.

“Me gustó la idea de retarme a través del relato. Analizando tan de cerca la violencia me preguntaba ¿hasta dónde puedo ir? ¿hasta dónde puedo llegar?”, prosigue. Esa violencia de la que habla la argelina se refleja de una forma muy atrayente y oscura en el grupo de mujeres que irrumpe continuamente en las aulas de la residencia, lanzando carteles que exigían el uso del hiyab e intimidando a las estudiantes con sus proclamas moralistas.

El refugio moral de las telas

La presencia de esas patrullas de mujeres con velo, que llegaban a meterse incluso en las habitaciones de las estudiantes para comprobar que no se estaban llevando a cabo conductas impropias como reírse en voz alta, desnudarse, fumar, beber o emitir cualquier sonido que indicara la presencia de algo parecido a la felicidad o a la mera existencia, actúa como añadido a una situación de enajenación religiosa contra la que Nedjma se rebela organizando un desfile de moda. ¿El material elegido para la creación de los modelos? El “haik”. Una prenda tradicional que la joven observa con atención en casa de su madre, consistente en una larga pieza de tela que se enrolla alrededor del cuerpo y que en su día fue el símbolo de la resistencia nacional argelina contra el colonialismo francés.

Por entonces, explica la cineasta, las mujeres escondían las armas de los combatientes en sus haiks. Un dato que le pareció simbólicamente aprovechable: “Era una buena manera de mostrar que la mujer siempre ha resistido, codo con codo junto a los hombres, ya sea frente al colonialismo o frente al terrorismo islámico. Otra cosa de vital importancia era el color elegido por Nedjma. El blanco representa la pureza y la elegancia de la mujer argelina. Si lo piensas es la antítesis perfecta del negro impenetrable del nicab, importado de los países del Golfo”, indica.

Las pinceladas feministas que salpican “Papicha, sueños de libertad”, no están trazadas en ningún caso con brocha gorda. La forma de trasladar el mensaje, lejos de resultar propagandística en exceso o incluso oportunista, a pesar de que resultaría fácil adscribirse en la actualidad al machacón y desvirtuado concepto de empoderamiento femenino por aquello de las modas, es limpia, directa, envolvente. Pero sobre todo, pretendidamente actual.

El papel de la mujer argelina en la actualidad

Uno de los elementos que adquieren mayor fuerza en el transcurso de la cinta, es el papel que jugaba la mujer en los noventa en el territorio argelino. Un rol que no dista mucho del actual, tal y como comenta Meddour: “En Argelia existe el conocido como Estatuto Familiar, a través del cual la mujer siempre está bajo la tutela del marido o del padre. Y si no es del padre, del tío. Pero no está emancipada, no tiene derechos como persona autónoma”. Además “la mujer y el hombre argelino están segregados desde que nacen. Las mujeres están con mujeres, los hombres están con hombres. Esto genera consecuencias psicológicas y de otra índole, como comprenderás”, remarca. En Argelia existe una cosa que se llama el Estatuto Familiar, a través del cual la mujer siempre está bajo la tutela del marido o del padre. Y si no es del padre, del tio. Pero no está emancipada, no tiene derechos como persona autónoma. Sin embargo actualmente hay muchas asociaciones que están luchando para que esto cambie cuanto antes, ya que como apunta la directora “Argelia necesita tiempo. Tiempo para poder conseguir algo”.