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Alarico, el bárbaro que terminó con Roma

Douglas Boin pubica una biografía donde reivindica su figura y cuenta los motivos que le llevó a tomar la ciudad, una gesta que supuso para muchos un antes y después para la Ciudad Eterna
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La Razón

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Algunas de las figuras más importantes de la historia, aquellas cuyo nombre ha resonado como encarnación de un cambio en el proceso histórico, se encuentran en ocasiones teñidas de tonalidades tan vivas que condicionan enormemente la memoria posterior acerca de sus vidas y de su importancia. Esos colores admiten pocos matices y están muy dados a la polarización absoluta entre héroes y traidores, ángeles y demonios. Y hay quienes, en la tradición occidental, han venido a simbolizar a veces el mal absoluto: tal es el caso de personajes como el que nos ocupa, Alarico el Godo. Su caso es el de uno de los grandes villanos de la historia antigua, por decirlo de alguna manera, los grandes adversarios que se enfrentaron a Grecia y Roma en una sucesión de guerras y enfrentamientos con pretensiones a veces quintaesenciales que llevaron a muchos historiadores contemporáneos y posteriores a ver en ellos la encarnación de los valores opuestos a la civilización clásica: Jerjes, Darío, Mitrídates, Aníbal, Atila y Odoacro, entre otros. Pero que poco sabemos, en realidad, de la vida y personalidad de aquellos que han simbolizado para nosotros el otro lado, la alteridad opuesta al mundo blanco y de rectas formas tan íntimamente ligado a lo que hemos aprendido desde jóvenes que es la antigüedad clásica. Y, sin embargo, lejos están griegos y romanos de toda esa carga mítica e ideológica que llega desde la Europa positivista e imperialista del siglo XIX para una idea excluyente de la cultura occidental. Es esta una imagen dualista en exceso deformada y manipulada que parece buscar un choque de civilizaciones con la alteridad, ya venga de Oriente, África o el mundo semítico. Ahí está la mirada del otro, como ya se ve en Heródoto, según la interesante lectura del escritor polaco Ryszard Kapuściński, la buena lección de tolerancia del clásico.
El problema del otro aflora especialmente en la fascinante época conocida como antigüedad tardía: gran parte del debate en torno a la alteridad y a lo que define a un griego y a un romano frente a un bárbaro se ve impugnado en esos años en los que se produce una la intensa entrada y convivencia con pueblos extranjeros en las regiones primero limítrofes del imperio y luego en el propio corazón de sus capitales en Oriente y en Occidente, desde Roma a Constantinopla, Rávena, Tréveris o Nicomedia: en campos, ciudades y palacios también. Es la época crucial que quizá tenga como punto culminante el siglo IV, aquel que el historiador Pedro Barceló ha llamado con acierto “el siglo más largo de Roma”. Entonces se pone de manifiesto que el concepto de romanidad, el de frontera étnico-cultural, está siendo objeto de profundas transformaciones. La antigüedad tardía es idónea para intentar capturar en las fuentes literarias e históricas la “mirada del bárbaro” y redefinir el proceso de transformación histórica y cultural que está teniendo lugar en estos siglos convulsos de encuentros y desencuentros con los pueblos de más allá de las fronteras.

Emperadores y antipaganos

La ecúmene y que habla griego y latín va encontrando una realidad muy diferente de pueblos que empiezan a tener presencia no solo en intercambios comerciales o culturales sino incluso en el centro decisorio de la política y que hablan otras lenguas –desde el godo al copto o al siríaco– mientras empiezan a superponerse las identidades religiosas y étnicas en un cambio enorme en la historia de las mentalidades. El siglo IV había empezado con un mundo antiguo aun pagano, creyendo en sus viejos dioses, con la tetrarquía de Diocleciano y las persecuciones a los cristianos; y acababa con una furibunda legislación antipagana de Teodosio y la obligación casi fundamentalista de profesar el credo de Nicea. Pero la problemática étnica del mundo romano que hereda Teodosio, sobre todo tras la derrota romana ante los godos en Adrianópolis (378), la iban a experimentar con fuerza sus hijos Arcadio y Honorio, en un imperio partido y azacaneado por las disputas internas. Ambos emperadores, de poca personalidad, estarán dirigidos por influyentes personajes de origen germánico, godos, vándalos, alanos o armenios, desde Gainas a Eutropio o Estilicón, que se convierten en generales o válidos y consejeros de gran peso. También los historiadores que se interesan por los godos, como Amiano o Jordanes, y se genera entre la población grecorromana mayoritaria del imperio un sentimiento de rechazo al extranjero. En este magma aparece una figura tantas veces demonizada por haber hecho que Roma cayera: es Alarico, rey de los godos, cuyo nombre resuena etimológicamente ya como “rey de todos”. Su gobierno sobre los visigodos, discutido pero sugerente, antes del asentamiento de este pueblo en Aquitania y luego Hispania, abre la vía a un profundo cambio histórico inaugurado por la resonante toma de Roma en 410.
Lo que las fuentes y la historiografía tradicional han llamado la caída de Roma o las invasiones bárbaras o incluso la migración de los pueblos germánicos, desde el punto de vista de estos inmigrantes “velis nolis” en el Imperio, es revisitado ahora por un libro reciente de Douglas Boin, “Alarico el godo” (Ático de los libros 2021). Boin, profesor en la Universidad de Saint Louis, ha logrado un estupendo fresco histórico de la época, escrito con aire moderno y en ocasiones provocador, que transmite el impulso de la época con un tono narrativo. Un imperio romano en profunda transformación, entre la irrupción del cristianismo y los diversos pueblos germánicos, aparece marcado por las correrías de Alarico y sus tropas, desde su participación como mercenarios en la guerra entre Teodosio y el usurpador Eugenio, con una notable masacre de godos, hasta los altibajos en la relación con Oriente y Occidente, entre la tolerancia, el servicio y el conflicto: todo desemboca en el episodio del 410. Alarico se debatía entre el servicio al imperio y la oposición y parece perfilarse como rey, pero no es una monarquía estable aún como será después, sino bandas militares errantes. Fuentes posteriores, como el alano Jordanes, lo presentan en una estirpe de linajes aristocráticos godos, pero esto es una construcción posterior. Las hostilidades entre Alarico y el imperio empiezan en torno a 395 y tienen origen en la falta de subsidios y reconocimiento. Arcadio logra desviarlo a Oriente, en la disputada región del Ilírico, y luego será célebre su enfrentamiento con Estilicón. A la caída en desgracia de este – ejecutado por orden del emperador Honorio– se produce la huida hacia adelante de Alarico. El maltrato general a los godos, en Roma y las provincias, iba a acabar en un estallido concretado simbólicamente con el saqueo de 410, que sacudió las mentalidades a lo largo del Imperio.

Anglosajones y españoles

Es una narración vibrante la de Boin, pero es triste que, como siempre, los historiadores anglosajones –también los que venden sus libros para traducción en editoriales españolas– no citen ningún estudio de los excelentes que hay aquí. Diversos libros han estudiando la fascinante peripecia histórica de los godos en nuestros lares: pienso en el excelente estudio de conjunto de Rosa Sanz (”Historia de los Godos, una epopeya histórica de Escandinavia a Toledo”, 2009), el de Luis García Moreno (”Historia de España visigoda”, 1989), la síntesis de Santiago Castellanos (”Los Visigodos”, 2018), el libro de Ana Jiménez Garnica (”Nuevas Gentes, Nuevo Imperio: los Godos y Occidente en el s. V”, 2010), el de José Soto Chica (2Los Visigodos: hijos de un dios furioso”, 2020) o el de Fernando Domínguez (”Los Godos: desde sus orígenes bálticos hasta Alarico”, 2010). Todos ellos excelentes investigadores sobre el tema, que han tratado la figura de Alarico como un punto de inflexión. Revisando la bibliografía de los historiadores británicos o estadounidenses, a los que otorgan prestigio nuestros provincianas clasificaciones y obsesión por el inglés, no hay citas de los grandes libros italianos, alemanes, franceses y españoles.
Pero ¿cómo puede escribirse historia antigua sin leer los estudios en esos grandes idiomas de la investigación? Otra cosa es que los conozcan o los lean, por pensar mal, y no los citen: los anglosajones siguen tristemente la regla del “quod non anglicum est non legitur” que impera en nuestra universidad actual. Boin obvia libros excelentes como los de M. Meier o W. Giese en alemán, R. Mussot-Goulard, en francés o V. Vecchione y M. Cesa en italiano. El investigador en humanidades debe rebelarse contra este nuevo imperio, esperamos que pronto en decadencia. Con todo, pese a esto y a algunas erratas menores, el libro de Boin sobre Alarico es apasionante porque intenta contar la historia desde el punto de vista de los godos, haciendo hincapié en la dificultad de la integración de este contingente tan heterogéneo de pueblos en el marco del mundo tardorromano.