Woodstock 99′: cuando ardió la angustia adolescente
Netflix y HBOMax se lanzan, a través de sus propias producciones documentales, a establecer el relato definitivo sobre el desastre de uno de los conciertos más infames y polémicos de la historia de Estados Unidos
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Apenas pasan unos minutos de las seis de la mañana del lunes 26 de julio de 1999. En Rome, en el Estado de Nueva York, una caravana de asistentes abandona lo que prometía ser el festival de sus vidas. Decepción y resaca se mezclan con la sensación de alivio. Han sobrevivido. Entre kilómetros de basura, barro y heces, los bomberos apagan las últimas cenizas de un incendio que ha consumido más de diez camiones, varias torres de electricidad y algún que otro vehículo utilitario. Un reportero de la MTV, impactado aún y sobre el terreno, se acerca a una chica joven para buscar testimonios de lo ocurrido: «Por supuesto que repetiría», alcanza a responder todavía emocionada. Lo que acaba de ocurrir se convertirá para siempre en la guía de cómo no actuar en un evento masivo y, para cuando se disipa el humo, el espíritu de Woodstock de paz y amor estará completamente muerto.
Para entender cómo el evento destinado a ser eje cronológico de la Generación X acabó en un desastre de altercados, incendios y hasta varios casos de violación, hay que remontarse hasta 1969, verano del amor y fecha mítica de celebración del Woodstock original, organizado por el infame Michael Lang. Tras el éxito contracultural del mismo, el promotor del evento se vio, de repente, con una propiedad intelectual de millones de dólares en sus manos y a su entera y libre disposición. Así, y desde ya la década de los setenta, Lang se dedicó a explotar la marca Woodstock, bien a través de objetos de coleccionista y festivales patrocinados, bien a través de documentales y réplicas del concierto original, como en 1979 y, más notoriamente, en 1994, año en el que cedieron las vallas de seguridad del evento y el festival se convirtió espontánea (e ilegalmente) en gratuito.
El verde dólar
Tras el fracaso comercial de su última aventura (el público acabó, eso sí, encantado con la recuperación material del espíritu comunero del evento), Lang decidió buscar a alguien más experimentado, y así es como conoció al también promotor John Scher. Viejo zorro de la industria de los directos, su mirada se iluminó en verde dólar ante la oportunidad y así, con una antigua base militar como recinto (por si no fuera suficiente la ironía), se comenzó a poner en marcha «Woodstock 99′». Con la ansiedad del final del milenio como arma arrojadiza los promotores se lanzaron a por las bandas más codiciadas del momento, intentando capitalizar el espíritu MTV de rock casi rapeado y pop, por momentos, endurecido. Grupos como Limp Bizkit, Red Hot Chilli Peppers, Rage Against The Machine o The Offspring se confirmaron rápidamente y las más de 400.000 entradas a la venta volaron en días.
Tras convencer a autoridades, artistas y público, el festival comenzó a desarrollarse con relativa normalidad en el fin de semana del 23 de julio. Para intentar hermanarse con el espíritu del concierto original, la ceremonia de apertura corrió a cargo de James Brown y es justo ahí donde comenzaron a sucederse los problemas: tras firmar un caché completo, el agente de Brown se negó a que su artista se subiera al escenario cobrando solo la mitad de lo acordado. Con más de media hora de retraso y la mediación del propio cantante de soul, que evitó que Scher y su agente llegaran a las manos, Woodstock 99′ comenzó por todo lo alto.
La historia de lo que ocurrió a continuación en aquellas 72 horas de absoluta infamia musical y contracultural de Estados Unidos es objeto ahora de dos documentales. «Woodstock: amor, paz y odio», de HBO, y estrenado hace unos meses, intenta acercarse al desastre desde la explicación sociológica: cientos de miles de jóvenes desinhibidos, desinteresados por la política y deshidratados por la falta de previsión de la organización –que les tuvo varios días sin agua potable por la contaminación con las propias reservas de aguas fecales–, encontraron en el caos de Woodstock una excusa perfecta para que ardiera, literalmente, toda su angustia adolescente. El enfoque del director Garret Price, casi un novel en la materia documental, se centra en la cultura eminentemente machista y cosificadora de la MTV de la época, en sus raíces blancas y pudientes y en su transformación generacional desde el concierto original de 1969, igual de blanco e igual de pijo, pero mucho más tolerante y explícitamente político.
Fred Durst, culpable
Desde un prisma mucho más socarrón y gamberro, casi paródico y profundamente negro en su humor con lo surrealista de situaciones, Netflix ha estrenado esta semana una serie de tres capítulos respecto al incidente. «Fiasco total: Woodstock 99» cuenta con absolutamente todos los protagonistas del festival. Desde el cantante de Korn, que fue capaz de dar el único concierto «normal» para cerrar la primera noche de festividades, pasando por Scher, los encargados de la seguridad y de las ambulancias o el propio Lang, que falleció en enero de este mismo año.
La tesis de la aportación de Netflix al relato, que obvia por momentos el contexto cultural y político en el que se dio el concierto, se centra por lo coyuntural: del mismo modo que el documental de HBO, nos traslada hasta el concierto de Limp Bizkit, el sábado, como punto de inflexión absoluto. Durante la interpretación de la canción «Break Stuff» («Romper cosas»), el vocalista Fred Durst no solo no paró el conato de insurrección del público, entre el que ya se había manoseado a varias asistentes, sino que lo animó y terminó de alzar hasta el disturbio cuasi secesionista. Los asistentes de primera fila comenzaron a arrancar los tablones de protección del escenario y animaron al cantante a «surfear» entre el público, algo a lo que Durst accedió para locura absoluta del ya no tan respetable. Para cuando los Limp Bizkit amenazaban con un bis, Scher lo paró todo: «Jamás en mis 50 años de carrera había detenido un concierto, pero si seguían tocando, íbamos a tener un problema grave de seguridad», explica el promotor en el documental, como ficcionando que no sabía lo que estaba a punto de ocurrir la noche siguiente, última del festival.
Tras recibir la negativa de varios artistas de relevancia global en el momento, como Michael Jackson o Eminem, Scher y Lang decidieron que su Woodstock lo cerrarían los Red Hot Chilli Peppers. Hijos de la psicodelia y de Frank Zappa, pero primos del rock moderno de finales de los noventa, Kiedis y los suyos subieron al escenario del domingo con la firme intención de calmar los ánimos. Para ello, se aliaron con Lang (sin avisar al Departamento de Bomberos) y repartieron miles de velas entre el público para encender al ritmo de los acordes de «Under The Bridge». El símbolo de paz, que pretendía unir los conciertos de 1969 y 1999 y, de paso, significarse como una especie de protesta contra los entonces recientes asesinatos de Columbine, terminó en absoluto desmadre: en menos de un minuto ya se contaban por decenas las hogueras entre el público. El incendio siguió creciendo y el caos, del que los Peppers salieron corriendo, se extendió incluso hasta el saqueo de las cajas de venta del propio festival.