¿Cuántos imperios cayeron por un virus?
El Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva ha descubierto microorganismos virulentos en restos humanos de más de 4.000 años de antigüedad
Hay muchos mundos que se escapan a nuestros ojos, fragmentos de la realidad que existen al margen de nuestros sentidos. Planetas más allá del sistema solar, corrientes de hierro fundido serpenteando en el centro de la Tierra y, por supuesto, toda una selva de microorganismos que, en el fondo, dominan este mundo. Normalmente, entendemos por microorganismos a todos los seres vivos compuestos por una sola célula. Eso significa que los microorganismos pueden ser bacterias, arqueobacterias, diminutas algas, hongos y protozoos… Sin embargo, hay otros diminutos entes biológicos que solemos relacionar con todos estos: los virus. Puede que no estén vivos (o sí, eso es otro tema), pero es innegable que forma parte bastante importante de los ecosistemas microbianos, ya sea como “predador” de bacterias o incluso como mensajeros capaces de transportar información genética de un microorganismo a otro.
Sin ir más lejos, calculamos que nuestros cuerpos dan cobijo a casi 40 mil millones de bacterias. Eso es algo más del número de células humanas que nos componen. Si no fuera por la enorme diferencia de tamaño entre ellas, podríamos sentirnos más bacteria que humano. El ser más abundante de los océanos no es un pez ni un crustáceo, ni siquiera un alga, son unos virus llamados bacteriófagos y que, como su nombre indican, se dedican a alimentarse de bacterias. Vivimos en un mundo dominado en secreto por lo microscópico y, en este contexto, todavía nos preguntamos cómo es posible que algo tan diminuto sea capaz de doblegar a toda una civilización, ya sea con la pandemia de coronavirus, la peste o el cólera. Porque, aunque nos cueste aceptarlo, el coronavirus puede haber dejado huellas imborrables en nuestra sociedad, cicatrices como las que seguimos arrastrando de tantas otras pandemias y epidemias que asolaron a nuestros antepasados.
Destructores de imperios
Habrá quien, tal vez, piense que exageramos al hablar de las consecuencias sociales e incluso históricas del coronavirus, que la zozobra responsable de estos pequeños entes es pasajera, que no puede durar demasiado. Y, como de costumbre, la mejor manera de predecir el futuro suele ser echar la vista al pasado. Porque, si lo pensamos, unos cuantos capítulos de nuestra historia se han escrito con la tinta de estos microorganismos. Aunque, posiblemente, la mejor manera de explicarlo sea con el ejemplo.
Es muy posible que al pensar en epidemias que han marcado la historia, nos venga a la mente la peste bubónica. Aunque todo son variantes de la bacteria Yersinia pestis, no todas las pestes son iguales. Cuando hablamos de la peste, con mayúsculas, solemos referirnos a la bubónica, la cual tuvo su mayor brote hacia finales de la Edad Media, en el siglo XIV. La peste bubónica se transmitía por la picadura de las pulgas y daba lugar a una serie de signos muy característicos, como los bubones de los que recibe el nombre, bultos en axilas, ingles y otras zonas donde podemos encontrar ganglios linfáticos. Otras formas de peste se contraían por inhalación, como la neumónica y, aunque se debe también a la Yersinia pestis, no debemos confundirlas entre sí.
Se calcula que ese brote medieval mató en torno a un tercio de la población europea, unos 25 millones de personas. Sin lugar a duda, fue una de las mayores catástrofes a las que la humanidad se ha enfrentado y siguió dando coletazos durante un par de siglos, tiempo durante el que se sucedieron las cuarentenas y el miedo. Sin embargo, junto con los estragos también llegó cierta bonanza. Los precios de los alimentos básicos bajaron y algunos grupos sociales prosperaron, la peste dejó nichos vacíos sobre los que construir. Comenzamos a ver cómo las epidemias moldean nuestra sociedad y, de hecho, no era la primera vez que la peste hacía esto. El primer brote de peste bubónica se conoce como la peste de Justiniano y fue a mediados del siglo VI. Algunos historiadores consideran que, junto con otros problemas, esta pandemia que asoló desde Siria hasta Irlanda supuso un factor decisivo para el colapso del Imperio Romano Oriental, que, sin embargo, todavía sobreviviría nueve siglos más. La peste bubónica volvería en un tercer brote en los siglos XIX y XX y mató a casi 15 millones de personas, la mayoría en la India.
La historia interminable
Ha habido muchos casos como estos y puede que otro de los más famosos fuera la peste de Atenas, que de peste tuvo poco. A finales del siglo V a.C. un brote de lo que posiblemente era una fiebre tifoidea (producida por Salmonella typhi) se coló entre las murallas atenienses en un momento especialmente vulnerable. Estaban siendo asediados por los Espartanos y, en esas condiciones de hacinamiento, hambre y debilidad, la epidemia hizo mella en ellos, matando a una tercera parte de los habitantes de Atenas. Posiblemente, este microorganismo fue determinante en la derrota de Atenas frente a Esparta y, por lo tanto, clave en la caída en desgracia de Atenas, que, por culpa del brote, acababa de perder a su más insigne líder de todo el Ática. Si nos ponemos poéticos, podemos hablar incluso de una especie de efecto mariposa por el que, brotes de distintas enfermedades, han magnificado su impacto social al afectar a la economía, la política e incluso las creencias individuales.
Por ahora hemos hablado de dos de los tres microorganismos que más estragos han causado en nuestra especie (al menos mediante brotes concretos) y, precisamente una investigación recientemente publicada, nos habla de sus orígenes. El Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Alemania ha estado analizando restos humanos de hace más de 4000 años de antigüedad. Concretamente, se trata de esqueletos de un antiguo cementerio cretense y, tras estudiar el ADN que permanecía en ellos, han descubierto algo inquietante. En aquellos restos había material genético antiguo de nuestras dos protagonistas: la Yersinia pestis y la Salmonella typhi. No son los indicios más antiguos que tenemos de estos microorganismos, por ejemplo, sospechamos que ya había variantes de peste en el neolítico, pero lo que nos sugieren estos resultados es algo ligeramente diferente.
La presencia de estas bacterias era inesperada y, dado que se han encontrado no en uno, sino en 32 individuos hallados en la cueva cretense de Hagios Charalambos, parece justificado empezar a especular con un posible brote de peste y fiebre tifoidea. No sabemos cómo de virulentas podrían ser esas antiguas variantes, pero sabemos que coinciden con un periodo de declive en la cultura minoica que, hasta ahora, había sido relativamente oscuro. Posiblemente, la caída de la civilización minoica se deba a más factores, como la llegada de otros pueblos a las islas del Egeo, pero sería razonable que una epidemia hubiera formado parte de una especie de tormenta perfecta.
¿Y por qué no nos extinguen?
Y, aunque nos cueste entenderlas como tal, en el pasado reciente hemos vivido casos incluso más graves, como puede ser la epidemia de polio de 1916 (27 mil afectados), la gripe de 1918 (500 millones de muertos), la gripe aviar de mediados del siglo pasado (1 millón de muertos), la gripe porcina de 2009, el ébola de 2014, el zika de 2015 y, por supuesto, una de las más ignoradas a pesar de su importancia, la pandemia de VIH, causante del SIDA, y que ya parece haberse cobrado a 35 millones de personas, un 40% más de los que exterminó el segundo brote de peste bubónica. Las epidemias han sido algo consustancial a la vida en comunidad y, ahora que las comunidades son globales, las pandemias parecen estar ganando cuerpo. La pregunta, por lo tanto, es por qué no ha aparecido todavía un microorganismo tan eficaz que nos extinga.
Los motivos son varios, pero para entenderlos podemos imaginar, en lugar de un microorganismo, un predador cualquiera. Imaginemos un animal cazador que evolucione para hacerse más eficiente, es de esperar que sus presas también evolucionen para sobrevivir mejor a sus armas, por lo que es difícil que llegara a perfeccionarse tanto que dejara completamente vulnerables a quienes depreda. Algo parecido pasa en nuestro caso, con las infecciones para las cuales vamos desarrollando protecciones, tanto innatas como adquiridas (por ejemplo, la inmunidad).
Pero, imaginemos que la presa no pudiera adaptarse. Ni siquiera en esta situación sería razonable pensar que el predador pudiera volverse tan eficiente como la exterminar por completo a su presa, sería equivalente a comerse todas plantas y semillas de una granja de una sentada en lugar de moderarse y destinar parte del excedente a la nueva cosecha. Los microorganismos patógenos no pueden exterminar de un plumazo a sus hospedadores o se quedarían sin formas de subsistir. Por ese motivo, tienden a encontrar un equilibrio por el cual, cuanto más graves son los síntomas, más lento avanzan y menos contagiosas son y viceversa (aunque, por supuesto, hay muchas excepciones). En eso consiste nuestra extraña relación con el mundo microscópico. Nos dejan vivir para que ellos prosperen pero, de vez en cuando, los acontecimientos se desatan y nos recuerdan quién está realmente al mando.
QUE NO TE LA CUELEN:
- Hay textos científicos que consideran a los virus parte de los microorganismos, al menos en cuanto a lo que la disciplina de la microbiología se refiere, independientemente de que los identifiquen como seres vivos o no.
REFERENCIAS (MLA):
- Gunnar U. Neumann et al, Ancient Yersinia pestis and Salmonella enterica genomes from Bronze Age Crete, Current Biology (2022). DOI: 10.1016/j.cub.2022.06.094
- " Viruses as vectors of horizontal transfer of genetic material in eukaryotes” Current Opinion in Virology (2017) https://doi.org/10.1016/j.coviro.2017.06.005.