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Malinche, la odiada conquistadora de un imperio

El musical de Nacho Cano recupera la polémica memoria de la indígena que ayudó a Hernán Cortés a someter los dominios aztecas hace 500 años
Encuentro entre Hernán Cortés y Moctezuma, con la Malinche entre ellos
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  • R.Coarasa

    Ricardo Coarasa

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Hernán Cortés ni siquiera la nombra en su testamento, pero sin ella no se entiende la conquista de México. Al igual que la derrota del imperio azteca es inconcebible sin la decisiva contribución de los aliados indígenas –cuyo hartazgo de la tiranía mexica supo canalizar en su provecho el conquistador extremeño–, la epopeya de esos 400 españoles a través de lo desconocido no habría sido posible sin la ayuda de la Malinche. Olvidada a un lado y otro del Atlántico –en México su memoria aún espera el perdón cinco siglos después y en España, por esa visión tan acomplejada de nuestra historia que aconseja no reinvindicarla para no incomodar–, Malinalli, rebautizada como Doña Marina por los españoles, o la Malinche (el nombre con el que ha pasado a la historia), se asoma ahora a la actualidad gracias al musical «Malinche» que acaba de estrenar Nacho Cano.
Amante de Cortés, con quien tuvo un hijo, Martín, la Malinche resultó determinante en el avance de la tropa española hacia el corazón del imperio azteca, Tenochtitlán (la actual Ciudad de México). Fue la voz del conquistador para los indígenas, la encargada de traducir sus palabras. Gracias a ella, Cortés pudo desplegar sus seductoras dosis de diplomacia con los caciques de los pueblos sojuzgados por los aztecas y engatusar a los enviados de Moctezuma, empeñado en que esos hombres barbudos no pusiesen un pie en el corazón de su imperio.
Pero no solo eso, su sagacidad alertó al conquistador de Medellín de la emboscada que preparaban a los españoles en Cholula –luego uno de los principales aliados en la conquista–, lo que sin duda le salvó la vida y evitó que los planes de Cortés se desmoronasen sin siquiera poner un pie en la deslumbrante Tenochtitlán que parecía sacada de las páginas del Amadís de Gaula.
Fue Cortés quien la eligió y le designó la traductora de la expedición. Al principio, a la sombra de Jerónimo de Aguilar, que dominaba el maya tras siete años cautivo entre los indígenas al sobrevivir a un naufragio. Pero solo era cuestión de tiempo que la Malinche se acabase convirtiendo en «la lengua» del conquistador. Ella no solo hablaba el idioma maya, sino también el náhuatl de los aztecas. En cuanto aprendió también español, asumió el peso de traducir las emociones, y ambiciones, de ese traumático encuentro entre dos mundos que hasta ese momento se habían dado la espalda.

Traductora entre dos culturas

A cambio de ese cometido, «le prometió más que libertad si le trataba verdad entre él y aquéllos de su tierra, puesto que los entendía, y él la quería tener por su faraute y secretaria», recordaba Francisco López de Gómara, capellán de Cortés y uno de sus principales cronistas. En el primer encuentro de los españoles con los enviados de Moctezuma, éstos preguntaron en náhuatl quién era el «tlatoani» (señor). Solo respondió la Malinche. Cortés se pudo comunicar con ellos por una triple vía: Jerónimo de Aguilar traducía al maya sus palabras a la Malinche y ésta, a su vez, las trasladaba en náhuatl a los comisionados de Moctezuma.
Cortés entendió que esa adolescente indígena, de apenas 15 años, que le habían entregado como obsequio los indígenas en el poblado de Potonchán (Tabasco) iba a resultarle imprescindible si quería verse cara a cara con el emperador azteca. Hija de unos caciques de Jalisco, cuando su padre murió su madre se volvió a casar y tuvo un segundo hijo, por lo que la vendieron a unos mercaderes de esclavos de Xicalanco, cercano a Tabasco, donde la adquirió el señor de Potonchán, quien posteriormente la incluyó entre la veintena de mujeres con las que en abril de 1519 obsequió, para que «les cociesen pan» y «guisasen de comer», a los hombres barbados que venían del este, por donde uno de sus dioses, Quetzalcoatl, había prometido que regresaría.
Quizá en ese breve pero doloroso pasado se encuentre el germen de la determinación con la que se empleó en auxilio de esos desconocidos que en un principio tomaron por dioses (hasta que en el campo de batalla comprobaron que morían como cualquier ser humano). En ese línea ahonda Bartolomé Benassar («Hernán Cortés. El conquistador de lo imposible»), para quien «los valores de su pueblo, que ella iba a contribuir decisivamente a destruir con su adhesión inmediata a la empresa de los españoles, eran también los valores que habían destrozado su infancia y juventud». Desde ese momento, sus caminos fueron inseparables. Y aunque Cortés la casó con uno de sus hombres de confianza, Alonso Hernández Portocarrero, cuando éste viajó a España para recabar el respaldo del emperador Carlos fueron amantes durante tres años (hasta el punto de que a Cortes los indígenas lo conocían como «Malintzine», amo de doña Marina en náhuatl). De esa unión nació el primer hijo del conquistador, que se trasladaría a España siendo un niño para integrarse en la corte del entonces príncipe Felipe y que terminaría sus días en nuestro país.
No hay más que echar un vistazo a los grabados de la época. Incluso en su histórico encuentro con Moctezuma, al lado de Hernán Cortés siempre asoma la delicada figura de doña Marina. La joven indígena jugó un papel esencial en el avance español hacia la capital azteca. Y no solo como traductora. Ella fue quien, alertada por una anciana cholulteca, alertó a los españoles de que sus paisanos preparaban una emboscada contra los intrusos, precipitando la venganza de los conquistadores, la conocida como matanza de Cholula, un escarmiento sangriento tras el cual Cholula se convirtió en uno de los más fieles aliados de Cortés junto a Tlaxcala, donde un volcán todavía lleva su nombre.
Pero más allá de volcanes, Doña Marina ha sobrevivido en el léxico mexicano dando nombre al «malinchismo» como sinónimo de traición a las propias raíces. Dícese de la «actitud de quien muestra apego a lo extranjero con menosprecio de lo propio». Olvidando que si Cortés es el padre del México actual (su «inventor», como lo definió el escritor Juan Miralles), la Malinche es, por derecho, la madre de ese mestizaje.

Implorando el perdón

Pero lo cierto es que, 500 años después, la Malinche sigue implorando el perdón de sus compatriotas. Octavio Paz puso las palabras a ese distanciamiento, hasta ahora irresoluble, en la medida en que su figura –señalaba el Premio Nobel de Literatura– «representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles», al «símbolo de la entrega» a los extranjeros. «Del mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche», apuntaba el autor de «El laberinto de la soledad».
Sin embargo, para el también ya fallecido José Luis Martínez, que presidió la Academia Mexicana de la Lengua, Doña Marina fue «la lengua y el amor de Cortés y la serena fortaleza que sabía infundir ánimos cuando a todos les faltaban y ayudar en las acciones más duras de la conquista».
En una de las aventuras más infortunadas de Hernán Cortés, su disparatada expedición a Honduras (las Hibueras) a través de la selva, el conquistador la casó de nuevo con uno de sus hombres, Juan Jaramillo, que según Gómara estaba borracho. Al regreso de esa malhadada aventura, su rastro se va perdiendo en los meandros de la historia. Un compañero de armas de Cortés, Diego Rodríguez de Ocaña, aseguró haber escuchado confesar al conquistador que «después de Dios» era ella quien más hizo por la conquista, reivindicando su papel de conquistadora de México. La odiada conquistadora de un imperio.