¿Qué pasaba en el prepucio de Luis XVI?
Las partes nobles del Borbón se convirtieron en un asunto de Estado en el que hasta el rey, su abuelo, tuvo que intervenir viendo que en la calle corrían sin control versos, chistes y cancioncillas sobre el tema
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El Génesis, en su capítulo 17, nos hablaba de un anciano que oye una voz, agarra una piedra y la usa para cortarse el prepucio. Luego, les hace lo mismo a su hijo y a sus esclavos. Un procedimiento demasiado doloroso al que se daría una vuelta más tarde, pues se estimó que era mejor no practicar esta intervención en adultos, sino en recién nacidos, en su octavo día de vida. Aquel viejo era Abraham y tenía 99 años.
Pero esta no es una historia bíblica, sino humana. Es la historia de un joven llamado Luis Augusto, delfín de Francia cuando el 16 de mayo de 1770 se casó con la archiduquesa austriaca María Antonieta. Los quince años de él y los catorce de ella, en aquel momento, los confirma como unos niños en tiempos del pavo. Sin embargo, Luisito no tenía demasiadas ganas de revolucionar aún más sus hormonas: la noche de bodas la celebró con un buen sueño nada más llegar a la habitación y con un madrugón para irse de caza.
Fue esta actitud la que hizo sospechar a su abuelo, el rey Luis XV, pero también los nobles de la corte y todos los ciudadanos de Francia “empezaron a preocuparse por su vida amorosa, que no acababa de despegar”, escribe Arnold Van de Laar en El arte del bisturí (Salamandra), un volumen en el que el cirujano aborda una treintena de operaciones “históricas”. Así, el neerlandés se lamenta en nombre de María Antonieta, “una joven bonita” y que “se mostraba dispuesta, pero con la mala suerte”. Se había esposado con el único Luis de la dinastía francesa “que no era libidinoso y de sangre caliente”. No pasaba de ser un muchacho apático y aparentemente impotente que parecía incapaz de superar la pubertad.
La rumorología empezó a extender que el príncipe no podía mantener relaciones sexuales debido a una “anomalía genital”, y “se especulaba sobre si bastaba con una simple operación para eliminar el obstáculo”, continúa la obra. Dos meses después de su matrimonio, comenzó el desfile de médicos: el primero de ellos, el doctor German Pichault de La Martinière, que no encontró defecto que justificara ninguna intervención.
Pero el tiempo, siempre inmisericorde, fue pasando y, transcurridos dos años sin que el joven Luis cumpliese con sus deberes conyugales, su abuelo tomó el mando de la situación, cuenta Van de Laar: “Lo mandó llamar para inspeccionarle él mismo las partes pudendas”. El chico explicó a su abuelo que el acto sexual se convertía en una tortura por el dolor y que por eso tenía miedo a ir más allá. Fue cuando el rey constató la sospecha: apoyado en su experiencia en la vida, certificó “una anormalidad del pene”, aunque no entró en detalles mayores.
Suficiente para enviar, en 1773, a su nieto a un nuevo matasanos, el doctor Jean-Marie Lassone, quien lo examinó y declaró de manera oficial que no había malformación alguna en los órganos sexuales del delfín y que la impotencia era causa de “la torpeza” y/o “la ignorancia de la joven pareja”. “Aun así, la creencia general era que el príncipe tenía el prepucio demasiado estrecho y que eso restringía sus impulsos”.
Un año después fallecía el viejo rey, “y el príncipe impotente se convirtió en Luis XVI”, recuerda el cirujano: “Llegados a este punto, el problema apremiaba. La inexistente vida sexual del matrimonio se convirtió en un asunto público sobre el que se debatía y chismorreaba tanto en la corte como en la ciudad. Los versos, chistes y cancioncillas sobre la presunta fimosis del rey corrían como la pólvora por toda Francia”.
El 15 de enero de 1776, Luis XVI volvió a su particular viacrucis. En esta ocasión, la cita fue con Jacques-Louis Moreau, en el Hôtel-Dieu de París. Una visita de la que dio fe María Antonieta, que escribió a su madre para certificar que Moreau había dicho a su marido lo mismo que todos los demás médicos: que el problema podía resolverse sin cirugía. “Simplemente, Luis tenía que seguir intentándolo”, en palabras de Van de Laar. “Moreau tenía razón, igual que su colega Lassone; hoy en día sabemos que una fimosis juvenil a menudo puede curarse por sí sola con erecciones nocturnas espontáneas y actividad sexual, y que la cirugía solo se precisa en casos graves. Por desgracia, no sabemos más acerca de lo que constató este cirujano del siglo XVIII, pero el mero hecho de que el rey fuera a un hospital a ver a un cirujano en vez de hacerlo venir a palacio ya nos indica que algo iba muy mal; que, en efecto, su prepucio debía de ser (un poco) demasiado estrecho. Pero ni con ésas”.
Los atributos del Borbón tuvieron una nueva intromisión en 1777, cuando llegó el hermano de María Antonieta, séquito incluido, para poner orden. “Se conoce que el cuñado hizo entrar al rey en razón y volvieron a llamar al doctor Lassone. Esta vez no se redactó ningún informe oficial, pero hubo resultados”. Dos semanas más tarde, ya en agosto, Luis y María Antonieta estaban “encantados de la vida: el remedio había funcionado”. Se pidió al doctor Lassone que lo confirmara oficialmente, como afirma el libro: después de siete años, el matrimonio se había consumado y el encuentro de los cónyuges en el lecho real había durado una hora y quince minutos. La reina escribió “entusiasmada”, en palabras del autor, a su madre sobre el intenso placer que había sentido. Al año siguiente estaba embarazada, y el 19 de diciembre de 1778 nació su hija María Teresa.
Se puede especular sobre si la historia del rey de Francia y de Navarra tomó los mismos tintes que la de Abraham, pero no hay pruebas oficiales de que el rey francés se hubiera sometido a una circuncisión o a cualquier otra operación del prepucio. “Sin embargo”, añade, “quizá no sea ninguna coincidencia que el doctor Lassone fuese un médico que conocía bien el tratamiento quirúrgico de la fimosis: de hecho, había desarrollado una técnica quirúrgica para esta operación, aunque no la describió hasta unos años más tarde, en 1786″. La operación consistía en realizar una intervención “mínima”: el prepucio demasiado estrecho no se extirpaba, sino que se practicaban un par de cortes transversales, de modo que pudiese retirarse fácilmente. “Así el prepucio permanecía intacto y no quedaba deformado”, concluye Van de Laar.
Se pregunta El arte del bisturí si sería esta mínima intervención lo que Lassone le hizo al rey, aunque “como no se dio ninguna explicación (quirúrgica) clara del repentino embarazo, el pueblo debió de pensar que María Antonieta había cometido adulterio. Posteriormente la pareja solo compartió el lecho en contadas ocasiones, y se vio a la reina con otros hombres”. En total tuvieron cuatro hijos. Solo la mayor, María Teresa, sobrevivió a la Revolución francesa. Eso sí, el último corte, el de la guillotina
- El arte del bisturí (Salamandra), de Arnold Van de Laar, 432 páginas, 23 euros.