La apología de lo cotidiano según Santiago de Molina
El arquitecto reflexiona en su libro "Arquitectura de las pequeñas cosas" sobre el fracaso de la arquitectura moderna
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Si el sociólogo francés Michel Maffesoli afirmó que, en tiempos de urgencia como los impuestos por la globalización, convenía adoptar una estrategia de la lentitud, ahora, el arquitecto Santiago de Molina defiende, en su brillante ensayo «Arquitectura de las pequeñas cosas», la necesidad de lanzar una alternativa a la arquitectura de lo extraordinario a través de la reivindicación de lo cotidiano. Su visión de la experiencia arquitectónica se suma así al cuestionamiento del «modelo del diseño» que, durante los últimos años, ha ido ganando terreno en el debate sobre lo arquitectónico.
Y, en esta vindicación de lo funcional, Molina introduce otra variante que se sitúa abiertamente a contracorriente de los principios hegemónicos en la contemporaneidad: la de la escala pequeña –o, como gustaba nombrar a Deleuze, la de lo «molecular»–. Qué duda cabe que el imperativo de lo experiencial y, por ende, de lo inmersivo, ha conllevado el triunfo de lo extraordinario y de la gran escala en todas las regiones de la vida. En el mundo del arte, por ejemplo, la escala gigantesca de los espacios expositivos ha terminado por contagiar a las propias obras, que han ido creciendo en tamaño con tal de no quedar engullidas por el continente. La consecuencia de este triunfo de lo «molar» ha sido la consolidación de un marco de producción determinado por «el agonismo de la gran escala». Los agentes pugnan por ofrecer el producto más excepcional y grandilocuente posible, alimentado así una inercia que aleja, en este caso, a la arquitectura, de lo cotidiano.
El concepto de cotidianidad que plantea Santiago de Molina en su ensayo está intrínsecamente vinculado al de lo doméstico y, en consecuencia, al de la repetición. Frente al imperativo del tiempo siempre excepcional de lo nuevo, el autor defiende la experiencia del tiempo cíclico como una forma de aprehensión de lo cotidiano. Uno de los planteamientos más interesantes del libro es el de la «tolerancia de lo vulgar». Lo vulgar determina el grado de habitabilidad de un espacio, en tanto que prima la comodidad sobre la estética, el tacto sobre la tiranía de lo visual.
Como afirma Santiago de Molina, «la modernidad pareció siempre privada de lo cotidiano». La arquitectura moderna ha fracasado como espacio habitable, y solo se justifica como objeto contemplable. El rigor de lo moderno impide que el sujeto «haga cuerpo» con el espacio. No hay distensión posible y, por esta causa, no hay disfrute de los placeres cotidianos. De Molina propugna una atención a las dimensiones antropológicas y psicológicas de la casa. Y, en este redimensionamiento del hogar subyace un sesgo humanista que permea toda la ingeniería hermenéutica del libro.
En lo tocante a esto, una de las cuestiones abiertas por Santiago de Molina y que, con seguridad, puede constituir el germen de un interesante debate es hasta qué punto la redefinición doméstica de la arquitectura conlleva una suspensión del imperativo discursivo y, por extensión, de lo político. A simple vista, la demanda de lo pequeño por su parte podría interpretarse como una suerte de regreso a la micropolítica. Es cierto, en este sentido, que De Molina menciona a Lefebvre y sus estudios de lo cotidiano, pero, sin embargo, deja sin atacar los textos de De Certeau al respecto. La disyuntiva a la que parece abocarnos un libro como «Arquitectura de las pequeñas cosas» es si la experiencia de lo doméstico conlleva una distensión discursiva que, en tanto que tal, se halla reñida con la toma de conciencia política.
Todo el ensayo se haya atravesado por un sensualismo que nunca termina de definir más intencionalidad que la del disfrute de lo cotidiano. Y –entiéndase bien– este aspecto no supone a priori un factor positivo o negativo. La hiperdiscursivización de la esfera vital contemporánea –en la que hasta lo banal se ha convertido en un campo de batalla ideológico- ha derivado en una lamentable impostación de lo político, de la que derivan más modelos de alienación que de disenso. Quizás, el sensualismo antimoderno de Santiago de Molina deba de ser recibido como la oportunidad para identificar un refugio de la subjetividad, que permita al individuo escapar del rigor disciplinario de lo público. ¿Acaso no será la no-discursivización de lo doméstico/vulgar el auténtico espacio de resistencia que le queda al sujeto contemporáneo? Este libro de Santiago de Molina plantea escenarios tan apasionantes como urgentes.