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David Chipperfield, un Pritzker para el arquitecto cívico

La Ciudad de la Justicia de Barcelona o el Pabellón Copa de América en Valencia son algunos de los proyectos que ha hecho en nuestro país
El arquitecto británico David Chipperfield gana el Premio Pritzker 2023
El arquitecto británico David Chipperfield gana el Premio Pritzker 2023CabalarEFE

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El Premio Pritzker siempre se ha caracterizado por funcionar como un perfecto sismógrafo de las corrientes y de las preocupaciones principales que conciernen al mundo de la arquitectura. Y si, durante los últimos años, esta disciplina se halla sumida no ya solo en un cuestionamiento de la arquitectura del espectáculo, sino de la arquitectura en sí misma –¿cuál es el modo por el que lo arquitectónico deje de ser un paradigma cada vez más prescindible y resignifique como una experiencia útil para la sociedad–, el Pritzker no podía permanecer ajeno a este debate. De hecho, que el inglés David Chipperfield (Londres, 1953) haya sido el ganador de la edición de 2023 –después de muchos años en las quinielas– confirma el alejamiento que el Pritzker ha marcado con respecto al «modelo de lo extraordinario» para abrazar la arquitectura de lo cotidiano y con una importante conciencia social.
Autor del Plan General de Viviendas de Maselakekanal en Berlín, del edificio de oficinas Kaiserstrasse en Dusseldorf, del Museo Gotoh de Tokio, de la Ciudad de la Justicia de Barcelona o del Pabellón Copa de América en Valencia, y con una fuerte relación en España –posee una casa en la localidad coruñesa de Corrubedo–, Chipperfield siempre se ha caracterizado por un estilo próximo a los postulados minimalistas, en el que la austeridad y la ausencia de artificios y de gestos retóricos constituyen sus más distintivas señas de identidad. El arquitecto británico se ha mostrado siempre muy escéptico con respecto al concepto de diseño –esa pulsión autoral que conduce a crear edificios singulares por encima del mandato de la funcionalidad y del confort–. Su prioridad pasa por crear entornos vivibles en los que las personas puedan desempeñar las cosas cotidianas y normales. La suya es una arquitectura que intenta transmitir y crear tranquilidad, muy alejada del ruido y del estruendo de las edificaciones ruidosas y, por lo tanto, entregada a la producción de silencio, de perfecta imbricación con el entorno y con los ritmos de vida.
Desde la óptica de Chipperfield, los buenos edificios deben ser atemporales –esto es: han de fluir con el curso de la historia y poder readaptarse a nuevos usos cuando la función para los que fueron creados haya caducado–. Se trata de una filosofía del reciclaje que sustituye la idea de la construcción por la de la resignificación. Su conciencia acerca del cambio climático le lleva a defender el diseño de lugares que promuevan el transporte público e integren los espacios verdes. La idea ya no es tanto construir con fines económicos y turísticos cuanto para los propios ciudadanos. Urge, en este sentido, una arquitectura que cuide y que no genere tensiones violentas que obliguen a una supeditación de las necesidades vitales a la presencia tiránica de edificios solipsistas y con nula capacidad de diálogo. El crecimiento y el consumo han de ser sustituidos por la calidad de vida como ejes vehiculadores de la actividad arquitectónica. Era de justicia, en suma, que la «arquitectura cívica» de Chipperfield recibiera por fin el reconocimiento del Pritzker.