Sección patrocinada por sección patrocinada
Música

Música

Bangs, el crítico de rock dispara

El temible y excesivo colaborador de, entre otras, «Rolling Stone» y «Village Voice» dejó una obra extensa en reseñas y reportajes de revistas que rozaban la literatura, en los que sentaba cátedra, se pasaba de la raya y cometía el mismo pecado que los roqueros: entregarse a su ego.

Bangs, el crítico de rock dispara
Bangs, el crítico de rock disparalarazon

El temible y excesivo colaborador de, entre otras, «Rolling Stone» y «Village Voice» dejó una obra extensa en reseñas y reportajes de revistas que rozaban la literatura, en los que sentaba cátedra, se pasaba de la raya y cometía el mismo pecado que los roqueros: entregarse a su ego.

Precisamente porque creía que el rock & roll tenía una capacidad transformadora única para el ser humano, para Lester Bangs escribir sobre discos era una cuestión personal. En la crítica como en la vida, Bangs era inmune a la socialdemocracia, era incapaz de pactar. Tenía una capacidad inagotable de idolatrar y luego vilipendiar a sus héroes musicales (incluso de idolatrarse y vilipendiarse) en menos de lo que tardan en subir las anfetaminas. Sus crónicas, publicadas en varias revistas como «Rolling Stone», «Creem» y «Village Voice», dieron cuenta de sus afinidades estéticas y de su ética roquera. Algunas de ellas, seleccionadas por el icónico periodista musical Greil Marcus, aparecen publicadas en «Reacciones psicóticas y mierda de carburador» (Libros del Kultrum) como testigos de un tiempo en que ni el periodismo ni la música se parecen a su reflejo actual. Estas reseñas, de una extensión poco adaptable a los tiempos digitales, verborreicas, de infinitos paréntesis y disgresiones extenuantes, son, además, la viva expresión de su psique, obsesiva y tremenda.

Bangs equiparaba el mero acto de enfrentarse a un disco a una expectativa gigantesca. «Como la eterna promesa de que las guitarras, esta vez sí, te harían explotar la tapa de la quijotera hasta lo más alto. Los sesos brillando en el techo, como estalactitas de masilla, mientras tu cuerpo enloquecido corretea dando tumbos y se apresura al exterior gritando sandeces infrahumanas, girando en círculos erráticos y soltando insistentemente sílabas rotas como un friki con un grave caso del síndrome de la superstar». Ya ven la pasión y el estilo de Bangs, que, en realidad, lo que encontraba al deslizar el disco fuera de su funda era otra cosa... «Lo que ocurre a continuación es a menudo tan decepcionante que puede arrastrar a un hombre racional a los abismos de la desesperación. ¡Bah! El mundo musical entero está lleno de simplones y de charlatanes, con unos pocos genios chiflados de la melodía banal entremedias».

Bangs debutó con una reseña de MC5, los pioneros punk de Detroit, también su ciudad de nacimiento. Fue en «Rolling Stone», y el crítico los destrozó sin contemplaciones. Aquello perjudicó notablemente la carrera de uno de los grupos más salvajes y auténticos de EEUU, predecesores directos de The Stooges, a los que amaba. Se arrepintió casi de inmediato, pero el daño ya estaba hecho. Descubrió tarde por qué le gustaban los dos grupos de su ciudad: «Necesitamos más estrellas del rock dispuestas a hacer el ridículo, a tirarse de cabeza a la parte más honda de la piscina y a avergonzar a su público mientras no les quede un atisbo de dignidad ni de aureola mística», decía como alabanza y en oposición a otros grupos que, a su juicio, tenían demasiada de esa autoconciencia de estrellas, como Led Zeppelin.

La ceremonia pagana del rock

Esa autoconciencia del rock & roll será uno de los grandes fantasmas contra los que batalle Lester Bangs, mucho más partidario de la música como expresión dionisíaca. «Hemos convertido a la música en la banda sonora de nuestros narcisistas psicodramas personales y colectivos», se lamenta. A él, pueden creerlo, le importaba mucho la ceremonia pagana del rock, el puro desbarre festivo. Para Bangs no era una parte menor de lo que suponía el rock, algo que, según recuerda, se frenó durante algunos años hasta que gracias a los Beatles/Stones se revitalizó «hasta devolverle todo su esplendor con toda clase de bonitas adicciones como anfetas, largas melenas y la posibilidad de una oposición bohemia a toda ley y orden».

A mediados de los sesenta, la gente enloqueció, aunque el bonito despiporre que trajo consigo la liberación de las costumbres dio paso a maneras que resultaron tan opresivas como las que se habían superado. «A finales de la década resultó evidente que la única constante común entre nuestros colegas colgados y drogadictos era tal vez un penetrante sentido de autoconciencia que nos enviaba en malhumorados pelotones a festivales desagradables con el único propósito de estar juntos y molarnos los unos a los otros. Como si todo ello significase algo más que el hecho de ser jóvenes a los que les gustaba el rocanrol y que querían pasárselo bien, como si nuestras formas de ser, de vestir, las drogas y la jerga pudiesen ser declaraciones políticas por sí mismas», escribe Bangs como si estuviera hablando exactamente de 2018. «Así que amamos y amamos y nos complacimos a nosotros mismos y a nuestros mutuos reflejos, pero el asunto se desmadró y se transformó en barro, zonas catastróficas, bajones y muerte».

Con su habitual espíritu crítico, el cronista retrata a la contracultura surgida en aquellos tiempos, con todo el aparato teórico que aportó una pátina académica a lo que fue una expresión popular. «Estas obras (los estudios teóricos de la contracultura) nos enseñaban que éramos algo más de lo que tal vez hubiésemos pensado. Que nuestra sola existencia y nuestro estilo de vida eran de crucial importancia para EE UU y tal vez para la supervivencia del planeta. Así que nos tragamos esa idiotez y salimos disparados para Hacer Algo (sic), aunque solo fuera ocultarse en una comuna en los bosques del norte para pretender que eres un visionario que ha trascendido el problema». Bangs incluso acuñó una categoría hacia la que dirigir su bilis: el llamado «rock del yo», que según su contabilidad lo encabezaban James Taylor y Elton John. Y sigue disparando contra todo lo sagrado: «Que se joda la tradición, ¡quiero la fiesta! Hoy en día por aquí hay demasiada veneración por la maldita tradición; eso es lo malo de la Creedence Clearwater Revival y la otra mitad de la hornada de talentos desperdiciados que podrían estar rompiendo pomos de puerta y bisagras de no estar extremadamente preocupados por respetar todo ese material del pasado, como aprendieron de los viejos pedorros. Por viejos pedorros me refiero a todo ese panteón de genios tratados con semejante reverencia: Chuck Berry, que quizá sea el mejor autor de canciones de todos los tiempos, es un viejo pedorro. Little Richard es un viejo pedorro y Elvis es Elvis y lo que realmente debería hacer si estuviese loco es unirse a The Doors». «¿Soy un cascarrabias? –se pregunta Bangs después de toda la pontificación anterior–. En cierto modo me siento como el Tío Gilito del periodismo del pop de primera división, excepto que veintidós años no parece ser la edad apropiada para encarnar con naturalidad el papel de aguafiestas malhumorado». Fíjense qué ahínco. 22 años. Pero, claro, es que pocos han vivido una existencia como la suya. Pueden hacerse una idea si ven la película «Casi famosos» (Cameron Crowe, 2000), sobre una banda de rock ficticia por la América de la edad de oro de la música. Ya saben, el típico cronista gorroneador de estupefacientes, borrachín y más interesado en las «groupies» que en la propia banda. Lean en este volumen sus crónicas junto a The Clash, que lo acogieron durante su gira de 1977.

Hablando con Lou Reed

En sus crónicas, Bangs confiesa sentir vergüenza por los mismos pecados que señala en los músicos. La autoconciencia, el estilo, el narcisismo. «Soy un ‘’auteur’’ de la crítica, lo que significa que soy como James Taylor con una máquina de escribir, un suicida». Pero Bangs no se tomaba a sí mismo tan en serio aunque cometa todos los pecados del personalismo: escribir bajo los efectos de las drogas y reconocerlo, como su elogiosa reseña sobre Black Oak Arkansas, y entregarse a la veleidad e indultar a James Taylor porque tiene un día flojo. Sin embargo, su iluminado torrente crítico dibuja o descuartiza a Kraftwerk, al Bowie de «Station to Station» y después resuelve sus cuitas con Lou Reed hablando, aunque solo en realidad, con el espíritu imaginario del músico. Bangs encajaba perfecto en el molde del loco-genio, del Quijote del periodismo musical. No en vano vivió igual que un músico y la palmó con 33 años, después de una vida consagrada a las drogas y al alcohol, a las depresiones y la euforia, en un final irónico, como muchos se han encargado de reseñar, debido a las complicaciones de una neumonía. Sus crónicas valen la pena, pero acepten el consejo que ya les ha dejado Bangs: no lo vayan a tomar en serio.