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Penélope Cruz salva Italia

En «L’immensità», la actriz interpreta a una madre, esta vez encarcelada en el machismo de la Italia de los sesenta
CLAUDIO ONORATIEFE
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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En el reino de la autoficción, el yo se conjuga en tercera persona. El yo es otro, como decía Rimbaud, sin dejar de ser él mismo. Superado el insufrible narcisismo del «Bardo» de Iñárritu, ayer, a concurso en la Mostra, dos cineastas –el italiano Emanuele Crialese y la francesa Rebecca Zlotowski– aprendían, con desigual fortuna, a desempolvar sus diarios íntimos para rescatar periodos cruciales de su vida e intentar convencernos de la universalidad de sus crisis.
En «L’immensità», Penélope Cruz aspira a repetir Copa Volpi con el papel de una madre que, encarcelada en las tradiciones machistas de la Italia de los setenta, deja consumir su vitalidad a la sombra de un marido violento e infiel, expuesta a la escrutadora mirada de sus tres hijos, especialmente la mayor, Adriana, que a su vez pasa por una crisis de identidad de género. Cuando Crialese confesó ayer que la película se inspira en «su infancia transfigurada» y afirmó que Adriana no representaba a «nadie», contradijo lo que unos días había confirmado en una entrevista para la revista «Variety»: que Adriana era su alter ego, y así declaró por primera vez que era transgénero. Ayer, en rueda de prensa, remató el «outing»: «La mejor parte de ser hombre es ser mujer, mantengo viva en mí esa bipolaridad».

Vitalidad mediterránea

Bajo los ojos de Adriana, que quiere llamarse Andrea, la madre, cómplice pero aplastada por la figura paterna, intenta sobreponerse a su incipiente depresión bailando y cantando el «Rumore» de Raffaella Carrà, siendo tolerante con sus hijos, y rompiendo con las convenciones sociales cuando se aburre. Cruz, que es una especialista en madres («en cinco de las siete de las películas que he hecho con Pedro Almodóvar he sido madre, y tengo un instinto maternal muy fuerte»), combina con sutileza el sentimiento de soledad y aislamiento con una contagiosa vitalidad mediterránea, pero ni siquiera ella es capaz de levantar una película tan laxa en sus intenciones. «L’immensità» toca varios temas delicados –la violencia doméstica; la disforia de género; la transformación del espacio urbano, que aniquila a los pobres del paisaje que invaden los privilegiados; la asumida misoginia de las sociedades latinas– pero lo hace de una manera un tanto deslavazada, como si Crialese no supiera cómo dar consistencia dramática a su propia vida.
Mucho más acertada está Rebecca Zlotowski al recrear su relación con el cineasta Jacques Audiard en «Les enfants des autres». En la película ella es Rachel (Virginie Efira), profesora de instituto, y él es Ali (Roschdy Zem), diseñador de coches. Han coincidido en una clase de guitarra, y se enamoran. Ella quiere tener un hijo, él tiene una hija de una pareja anterior. Zlotowski explica de una forma muy natural lo que viene después del enamoramiento a ciertas edades, cuando las mochilas pesan demasiado. A ratos parece que veamos una película de Mia Hansen-Love sin sus bruscos cortes antiemotivos: es fácil reconocer en Rachel (y Virginie Efira tiene mucho que ver en ello: es una actriz cálida, inmediata, alérgica al truco y a la impostura, que despierta empatía en la alegría y en la melancolía) la felicidad del amor tardío; el deseo de parar el reloj biológico; el sentirse desplazada, intrusa, en una familia a medio deshacer; la incertidumbre de un compromiso mutuo en el que tienen que coincidir prioridades y tempos… A diferencia de Crialese, no hay grandes temas que tratar. Es en lo concreto, en lo modesto pero también en lo cercano de la crisis de Rachel-Rebecca, donde la película triunfa. Y lo hace con un optimismo, con una esperanza que resulta poco menos que liberadora en una Mostra más bien sombría.
266 kilos de buenas intenciones
«El superpoder de Charlie es ver lo bueno que hay en los demás, y eso lo acerca al proceso de salvación». Así definía Brendan Fraser al protagonista de «The Whale», un profesor de literatura que, con 266 kilos de peso y una hipertensión estratosférica, está dispuesto a comer hasta reventar. Su muerte ha de culminar el proceso de duelo por el suicidio de su novio, pero antes quiere reconciliarse con su hija adolescente, a la que no ve desde que la abandonó. Lo más llamativo de «The Whale» debería ser la interpretación de Fraser. Llevamos meses leyendo que este será un «comeback» tan sonado como el de Mickey Rourke de «El luchador», con el que Darren Aronofsky ganó el León de Oro. El problema es que el disfraz prostético que viste Fraser relega su trabajo a la mirada y a la voz, reduce lo gestual a una cuestión de volumen, y Aronofsky está más preocupado por dinamizar el espacio único de la acción que en hacerle primeros planos. Fraser está encerrado en una escafandra de grasa que ha de atravesar con el tono y timbre de su voz para conmovernos.
Es una película sobre la belleza interior, y sobre la necesidad de ponernos en el lugar del otro venciendo prejuicios. No queda claro que Aronofsky los haya vencido, porque trata el cuerpo de Charlie como un espectáculo. En «The Whale» se aprecian su amor por los espacios cerrados («Pi»), por los perdedores («El luchador»), pero también saca a la luz su tendencia al sentimentalismo barato («The Fountain»), al efectismo tramposo, todo ello alimentado por un texto sembrado de obvios simbolismos (la ballena de «Moby Dick»).

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