La última escapada de Godard
El líder por antonomasia de la revolución fílmica, exponente icónico del radicalismo formal, lega un estilo y atrevimiento como creador irrepetibles
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¿Qué sería más fácil, recurrir a los clichés del “padre de la Nouvelle Vague” o recordarlo como el viejo cascarrabias que no le abrió la puerta a Agnès Varda cuando esta fue a visitarlo a su domicilio suizo? ¿Qué sería más difícil, admitir que Godard fue el inventor del cine moderno o evocar cómo Truffaut le reprocha ser “una mierda sobre un pedestal” después de que Godard le enviara una carta despotricando sobre “La noche americana” y aprovechara para pedirle dinero? Fácil y difícil, Godard se nos ha ido bailando sobre sus opacidades, pero también sobre esa lucidez que tienen los ermitaños, los que se sienten solos, los que hablan solos porque buscan una conversación con el mundo. En este mundo ya no había espacio para sus monólogos: con la sabiduría por bandera murió por suicidio asistido, a los 91 años, confesándose agotado.
Fácil y difícil. Una dialéctica como tantas otras, que acababan reduciéndose a una: la que uno de sus biógrafos, Colin MacCabe, llamaba “la lucha entre la imagen y el sonido”, refiriéndose a su etapa militante, cuando visitaba Palestina financiado por la Liga Árabe o cuestionaba a los acólitos de Daniel Cohn-Bendit mientras se peleaba con los Rolling Stones. Una lucha que nunca dejó de alimentar, con sus saltos de eje y sus colas musicales interrumpidas, con sus raccords quebrados y sus desincronizaciones; con una capa y otra y otra sobreimpresionándose en una búsqueda plástica que también era una búsqueda política.
Un verdadero romántico
Antes hablábamos del siglo XX, pero nos quedábamos cortos. A Godard siempre le interesó la tecnología, siempre supo que la historia del cine era también la historia de sus inventos asociados: las cámaras ligeras de 16 milímetros en la época de la Nouvelle Vague, la imagen electrónica en sus oscuros años-vídeo, la textura de las imágenes de un móvil en “Film Socialisme”, la visión esteoroscópica en 3D en “Adiós al lenguaje”, el sonido desplazándose por la sala como un tsunami de vibraciones en “El libro de imágenes”. “Intento que mis películas”, decía, “puedan ser escuchadas por los ciegos y vistas por los sordos”. ¡Ah, Godard y sus imposibles! El cineasta de las paradojas: el cine sensorial abrazando al cine intelectual, el cine del cuerpo acariciando al cine del cerebro. Él, que en “Dos o tres cosas que sé de ella” supo ver en las formas que se producían en la superficie de un café espresso el origen del mundo y los límites del lenguaje, fue, habano mediante, un romántico.
Ese romántico lucía genética burguesa y pasaporte suizo, pero su proverbial cleptomanía le alejó de sus padres para acercarle a su familia adoptiva, léase la Cinemathèque Française y los jóvenes cachorros de la crítica de “Cahiers du Cinéma”. Robar, claro, no era un acto de rebeldía sino de afirmación: cineasta de la intertextualidad, abrazó la modernidad reverenciando el cine clásico, en un corta y pega de citas y modelos fílmicos a los que se añadía un vasto conocimiento de la cultura literaria, pictórica y musical.
“Al final de la escapada”, gran éxito de público en su estreno, rasgó las vestiduras de la gramática del cine con su jovialidad crepuscular, con su amor por el cine de serie B y su fe en que todo estaba por (re)hacer. Decía que hacía cada nueva película en contra de la anterior, como si fuera su peor enemigo. Enemigos, los tuvo a millones: el capitalismo, el colonialismo, el Spielberg de “La lista de Schindler”, Jane Fonda… Inevitable tenerlos en una carrera que se transformaba cuando agotaba sus profecías, porque toda ideología, por muy radical que fuera, acababa decepcionándole. Y, sin embargo, de esa decepción siempre surgía un renacimiento de la confianza en las imágenes, incluso cuando, como hizo en varias ocasiones, vaticinó el fin del cine.
Poco se habla de Godard como retratista de lo femenino, de su capacidad (y la de Raoul Coutard, uno de sus más fieles directores de fotografía) para captar el misterio del rostro de Jean Seberg, Anna Karina o Anne Wiazemsky como poseído por el espíritu de Griffith filmando por primera vez a Lillian Gish. Mucho se ha hablado de su etapa como orfebre del ensayo fílmico, pero poco se recuerda que, a su lado, la colaboración con su pareja artística y sentimental, Anne Marie-Miéville, desde que se conocieron en 1971, ha sido capital. En esa continua reescritura de las imágenes y los sonidos, que escondía una reescritura de la Historia a la luz de la filosofía de Walter Benjamin, Godard no se cansó de redactar necrológicas que no eran sino recomienzos épicos.
Cuando en esa obra monumental que son las “Histoire(s) du Cinéma” dedicaba unos memorables minutos a la obra de Hitchcock para celebrar su genio como demiurgo -”Alfred Hitchcock triunfó allí donde fracasaron Alejandro Magno, Julio César, Hitler, Napoleón…”- calificándole como el mayor creador de formas del siglo XX, decía: “Y que son las formas las que nos dicen finalmente qué hay en el fondo de las cosas. Ahora bien, qué es el arte sino aquello por lo que las formas devienen estilo. Y qué es el estilo sino el hombre”. Qué bello epitafio escribió para sí mismo.