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Festival de Venecia

«El Golem», del barro al digital en el Festival de Venecia

Paul Wagener interpretó en hasta tres películas dirigidas por él a la criatura folclórica ideada por Gustav Meynrik. La más influyente, de 1920, que abrió caminos al posterior cine fantástico y de terror, se revisa en la Mostra en una nueva copia en 4k con música en directo

A pesar de una larga trayectoria en el teatro y el cine, Paul Wagener está asociado a la figura rotunda del Golem
A pesar de una larga trayectoria en el teatro y el cine, Paul Wagener está asociado a la figura rotunda del Golemlarazon

Antes de la disrupción de la biotecnología, las redes integradas o AlphaZero, aquel programa diseñado por Google que se proclamó campeón de ajedrez en 2016, el patrimonio de otorgar vida inteligente era un don exclusivo de la palabra.

Antes de la disrupción de la biotecnología, las redes integradas o AlphaZero, aquel programa diseñado por Google que se proclamó campeón de ajedrez en 2016, el patrimonio de otorgar vida inteligente era un don exclusivo de la palabra. San Juan ya iniciaba su evangelio con aquello de «en el principio era el verbo» y la tradición cabalística aludía al poder vivificador que escondían las letras y la supremacía de la que disponían, por encima de las demás potencias de la naturaleza, para dar aliento a la materia inerte. Cuando Gustav Meynrik escribió «El Golem», que publicó en 1914, lo que hacía en realidad era adaptar las leyendas que desde hacía siglos corrían por las calles de Praga, una ciudad que siempre arrastró, y arrastra aún, una atmósfera de brujería, supersticiones y relatos fantasmagóricos que todavía puede respirarse en sus rincones, incluso los que hoy en día son más transitados por el turismo, como el cementerio judío o el Callejón Dorado, situado en el castillo y donde trabajó Franz Kafka entre 1916 y 1917.

La novela de Meynrik obtuvo un éxito imprevisto y se convirtió en una de las obras más vendidas de la primera mitad del siglo XX con cerca de 160.000 ejemplares, gracias, sobre todo, a la edición en bolsillo que se publicó posteriormente y que se repartió entre los soldados que eran reclutados para enviarlos al frente. Paul Wegener, un actor corpulento, de una reconocible y apabullante fisionomía, y también uno de los realizadores más sobresalientes del expresionismo alemán, decidió adaptar a la gran pantalla este volumen (aunque tomándose las libertades y licencias que consideraba oportunas). Un trabajo que remató en tres ocasiones diferentes y en tres películas distintas, de la cual, la más sobresaliente y, también, la más conocida por el gran público es la que estrenó en 1920 con el tituló «El Golem: cómo vino al mundo». Una producción que ahora, en una copia digital en 4K, proyectará el martes el Festival de Venecia en la víspera de su inauguración. El evento se ha preparado como homenaje a este clásico imprescindible de aquella época dorada del cine. Para que posea el mismo esplendor de entonces se va a contar con un despliegue especial, como una orquesta que reproducirá en directo la partitura original de la banda sonora. Un intento de subrayar la relevancia de una película que puso los cimientos del cine de terror y marcó las pautas de las posteriores historias de suspense y miedo.

¿El primer autómata?

El filme, codirigido junto a Carl Boese, contaba con la presencia de Wegener en la dirección y en el papel protagonista del Golem. Aunque la intención inicial únicamente era plasmar esta historia en el lenguaje cinematográfico, lo cierto es que el filme acabó siendo premonitorio. «El Golem», nombre que aparece citado en la Biblia, exactamente cuando Adán le agradece a Dios la creación, y cuya traducción exacta sería «materia», se ha querido entender (aunque aquí, como en todo, existen toda clase de interpretaciones) como una metáfora del hombre mecanizado del siglo XX; una especie de autómata con voluntad para trabajar, pero no para tomar decisiones; una imagen primitiva del trabajador esclavo, provisto de una fuerza descomunal y preparado para las ingratas labores de la industria, pero apenas dotado de inteligencia. Un detalle que lo convierte, de alguna forma, en un ser influenciable, condenado a la servidumbre y siempre incardinado a las órdenes de la voluntad que le ha entregado la vida. Fritz Lang, otro de los grandes nombres de este periodo junto al de Murnau, reparó en este interesante matiz y en su inolvidable «Metrópolis» retomaba precisamente algunos de los rasgos que se vislumbraban en la criatura.

La cinta, vista hoy, arrastra ese punto artesanal, de acumulación de artes (música, decorados, literatura) tan característica de la incipiente cinematografía, aunque ya repleta de aciertos y premoniciones. La cinta narraba la historia de unos siglos en que los sabios discernían el futuro contemplando las estrellas y leían en los libros las desgracias que se cernían sobre su gente. Esta exaltación del conocimiento libresco, de lo meramente intelectual, forma parte de las leyendas originales, que se basan en la memoria de un personaje histórico, el rabino Loew (1512-1609), que vivió durante el reinado del emperador Rodolfo II, de la dinastía de los Habsburgo, un gobernante célebre por su afán coleccionista que amparó en su corte uno de los gabinetes de antigüedades más extravagantes del que se han tenido noticia y que acogió en los salones de su palacio a filósofos, científicos, alquimistas y otros tantos escrutadores de las ciencias ocultas o naturales. En ese tiempo de tremendas zozobras y catástrofes, el rabino Loew modeló una figura de barro (el mismo material que empleó Dios para crear al primer ser humano) y le dio vida al escribir sobre su frente la palabra «Emet» (verdad). Cuando borraba la primera letra, el vocablo que quedaba era «Met» (muerte) y el monstruo se volvía inerte.

Paul Wegener reflejó en su película, en ocasiones con un pormenorizado cuidado, los curiosos detalles que describen el mundo del conocimiento que rodea a las comunidades judías y en las cuales antes se sostenía que solo al más erudito de entre todos los miembros se le estaba permitido acceder a la sabiduría que permitía conceder vida, y no siempre era así. Pero la cinta también recogía otra realidad distinta, que, transcurrido el tiempo, deja un poso inquietante en el espectador. El filme se estrenó a comienzo de los años veinte en Alemania, cuando el antisemitismo repunta en las diferentes naciones europeas (el caso Dreyfus en Francia es paradigmático y justo cinco años después de proyectarse el filme de Wegener se publicará, con gran éxito de ventas, por cierto, «Mi lucha», de Adolf Hitler).

Estrellas en la ropa

Esta producción no regatea esfuerzos a la hora de retratar un barrio judío y, por ejemplo, puede apreciarse con facilidad en la película que todos sus habitantes portan en la ropa una marca que indica su confesión religiosa, en este caso, representado por un círculo, algo que hoy, después de los acontecimientos de las décadas de 1930 y 1940, causa cierta impresión. En su biografía sobre Karl Marx, ya Gareth Stedman Jones señalaba las políticas de discriminación que venían sufriendo los judíos desde el siglo XIX en el área de influencia de Alemania. En la cinta, el gueto judío se ve amenazado por la orden de expulsión del emperador, que alega, para la redacción de su edicto, acusaciones de brujería. Esta ley instigará al rabino Loew a crear el Golem, que se erigirá como tótem protector de los judíos.

Trece años después, el régimen nazi comenzará a promulgar sus leyes contra el pueblo de Abraham y muchos judíos, durante su exterminio en los campos de concentración, invocarán la figura de esta criatura y el amparo de su poder sin que jamás fueran asistidos por él. Pero quizá el Golem –en Israel este nombre se pronunciaba como sinónimo de «tonto» hasta hace relativamente poco– no representaba la encarnación de una fuerza bruta, sino que es un símil, una metáfora de la influencia y el poder de la erudición y la cultura judía, que sería, en realidad, el vínculo de cohesión y la verdadera garantía de su supervivencia. La nueva copia digital que se presentará en el Festival de Venecia permitirá, además de homenajearla, calibrar la vigencia de este clásico al borde de cumplir los 100 años.