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Kamikazes japoneses: la obligación ideológica de morir matando

Ante el rápido avance que las tropas aliadas desempeñaron en 1944, a principios del año siguiente el ejército nipón tomó una desesperada decisión que acabaría con 4.000 militares
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La guerra lleva al ser humano al extremo y al horror. No hay mayor peligro que el de ser fanático hacia una idea, que se confíe hasta tal punto en alguna causa que una persona sea capaz de cualquier cosa por mantenerla. Y por ello se lucha entre países, por miedo, por orgullo, por tendencia al odio. Escalofriante fue que miles de personas confiaran en una forma política que determinaba exterminar al vecino, de la misma manera que inconcebible era que miles de militares estuvieran dispuestos a suicidarse con tal de “servir” a su país. Este fue el caso de los kamikazes de Japón, un grupo de pilotos de un cuerpo de asalto especial que se ofrecieron para intentar contrarrestar la desventaja que el ejército nipón sufría en 1945, poco antes del fin de la Segunda Guerra Mundial.
La palabra significa literalmente “viento divino”, y con ella se referían a un tifón que en el siglo XIII destruyó una flota mongola que debía invadir Japón. De esta manera, se creó de imprevisto, por estas fechas y hace 77 años un fenómeno en el que destacan tres aspectos: el ultranacionalismo, el militarismo y la educación, inspirada en el código de honor de los samuráis, el cual contempla el suicidio ritual o “seppuku” como una acción de dignidad.
Así, ante la rápida conquista de los aliados durante 1944, los japoneses deciden dar todo lo posible para recuperar la guerra, y así lo expresó Takijiro Onishi, quien fue vicealmirante y jefe de la primera Flota Aérea de Japón: “Solo hay una manera de garantizar que nuestras escasas fuerzas sean lo más efectivas posible. Y es organizando unidades de ataques suicidas compuestas por cazas A6M Zero armados con bombas de 250 kilos, y estrellando cada avión contra un portaviones enemigo”. Y, sí, hubo voluntarios, muchos de ellos estudiantes cegados por la fe a la causa de su país y a su emperador, así como no ofrecerse era considerado “inmoral” en el ejército nipón.
“Me han regalado la fantástica oportunidad de morir. Este es mi último día. Caeré como la flor de un radiante cerezo”, decía Isao Matsuo, piloto kamikaze, horas antes de subirse a bordo del avión que le llevaría a la muerte. Y, si bien poco puede hacer un avión contra un barco acorazado, estos ataques sí los dejaban inhabilitados durante un tiempo y sometidos a largas reparaciones. Unas acciones que buscaban un éxito, por tanto, de lo ideológico, pues se contaba hasta con un ritual de despedida antes de que el vuelo suicida despegara.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, los kamikazes hundieron 34 buques aliados y dañado otros 368, provocando 9.700 muertes. Así, en el bando japonés murieron hasta 4.000 pilotos suicidas, hasta que el emperador Hirohito decidió rendirse en agosto de 1945. Onishi, por su parte, tras meses ordenando a militares que fueran directos a la tumba, decidió seguir el mismo camino y suicidarse al final de la contienda.