¿Por qué Fernando VII fue un rey perjuro?
Tras jurar la Constitución de 1812, masacró a los liberales, a quienes “suavizó” con “el terror y la horca”
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Meses después de la boda de Fernando VII con María Josefa Amalia de Sajonia sobrevino el levantamiento del general Riego en Cabezas de San Juan para restablecer la Constitución de Cádiz de 1812, que el rey se apresuró a jurar de mala fe con su célebre frase: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Pero las articulaciones del rey, maltratadas por la gota, poco o más bien nada podían andar ya por aquella difícil senda. Así, el 16 de agosto de 1821, según reflejaba la reina en su diario, el monarca salió de Madrid con ella hacia La Granja «bastante incomodado por la gota». El obligado reposo y la buena vida acentuaron la obesidad de Fernando, que el 22 de septiembre se pesó en El Escorial con su esposa. El resultado fue parecido al que darían en la báscula un púgil de peso mosca y otro pesado: el rey, 9 arrobas (103,500 kilogramos), y María Josefa Amalia, 5 arrobas y 24 libras (68,556 kilogramos).
Lascivo, traidor, sanguinario, cruel, cobarde... son algunos calificativos con los que no pocos autores han obsequiado a este monarca convertido por primera vez en rey de España el 19 de marzo de 1808, tras la abdicación forzosa de su padre Carlos IV en Aranjuez. Aunque el 6 de mayo, Fernando reconocía nuevamente como rey a su padre en Bayona, ante Napoleón, adhiriéndose a la cesión de la Corona al emperador francés el día 10. Repuesto en el trono de España por Bonaparte mediante el tratado de Valençay el 11 de diciembre de 1813, Fernando VII reinaría ya hasta su muerte, el 29 de septiembre de 1833.
A su regreso de Valençay, el monarca restableció la Inquisición mediante el decreto de 21 de julio de 1814. El tribunal adquirió un matiz político para purgar de liberales el país. Fernández de los Ríos recordaba cómo los jueces, aleccionados por Fernando VII, sentenciaban actos que no habían sido aún consumados, imponiendo así a Flórez Estrada, por ejemplo, la pena capital simplemente por haber sido nombrado presidente del Café de Apolo, en Cádiz. «Aunque no admitió el cargo, pudo admitirlo y la elección probaba el liberalismo», escribía, perplejo, Fernández de los Ríos.
Se condenaba por charlar en los cafés, escribir en los periódicos, manifestar las opiniones ante los amigos... ¡e incluso por guardar silencio! Para el brigadier Moscoso se pedía la pena de muerte porque, mientras otros oficiales habían elogiado la Constitución, él había permanecido callado. La siniestra sombra de Fernando VII malograba el futuro de aquellos infelices, como recordaba Fernández de los Ríos: «Si un juez pronunciaba sobreseimiento por falta de pruebas contra un acusado por haber aplaudido en las tribunas de las Cortes las ideas liberales, allí estaba Fernando para decretar que no se conformaba con que se le pusiese en libertad, y ordenaba que se le recluyese en un convento por seis meses; por ese delito fue llevado a la horca Pablo Rodríguez, llamado el “Cojo de Málaga”».
Delator y fiel a la casa
Mientras se trataba inhumanamente a los presos, sus delatores eran recompensados por su traición. Ahí estaba el execrable ejemplo de un tal Lastres, a quien Fernando VII decretó que se le nombrase fiel de la casa matadero de Málaga «por el mérito que contrajo en delatar la reunión que se formaba en el Café de Levante de esta Corte, cuyos cómplices habían sido sentenciados a presidio». Para asegurarse de que no le faltaran chivatos, el monarca publicó un decreto el primero de octubre de 1830, condenando a muerte a todos los que ayudasen a los rebeldes «por medio de avisos, consejos o en otra forma cualquiera».
El general Negrete era el implacable ejecutor de las perversidades del rey en Andalucía, y a él se dirigió el monarca de su puño y letra: «Si quieres que te estime no me escribas nunca sin darme cuenta de que has quitado de en medio a una buena porción de pícaros liberales». Negrete cumplió a rajatabla los deseos de su rey, e incluso lo hizo con generosidad; tanta, que el soberano tuvo que darle un toque de atención con su característico cinismo: «Afloja un poco las riendas». A lo que Negrete, alegó: «No puedo, señor; esta gente me odia, y si ve que las aflojo me va a destrozar...».
Fernando VII aborrecía, en fin, a los liberales, como reflejaba él mismo en una carta autógrafa al gobernador militar de Cádiz, Villavicencio, ordenándole que «abatiese el orgullo del díscolo pueblo gaditano y suavizase su aspereza con el terror y la horca».