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Ensayo histórico
Un conflicto más sucio y global: reescribir la Segunda Guerra Mundial
Más allá de Normandía, Auschwitz o Hiroshima, estamos ante una guerra «imperial, racial y colonial», como explica Paul Thomas Chamberlin de modo implacable en «Tierra quemada»,
su nuevo libro

En los márgenes de una Europa arrasada, cuando aún humeaban las ruinas de Berlín, los altos mandos británicos discutían en secreto si debían abrir un nuevo frente, esta vez contra la Unión Soviética. El plan se llamaba «Operación Impensable», y contemplaba una ofensiva occidental apenas seis semanas después de la derrota de Hitler. La operación fue archivada, pero para Paul Thomas Chamberlin ese episodio dice más sobre el verdadero rostro de la Segunda Guerra Mundial que todas las películas bélicas juntas. Desde las primeras páginas de su libro «Tierra quemada» (traducción de Noemí Sobregués), se propone dinamitar el relato ortodoxo del conflicto: «Una cruzada contra el fascismo y una batalla del mundo libre y democrático contra quienes querían acabar con él».
Así las cosas, Chamberlin, historiador y profesor en la Universidad de Columbia, escribe con la intención de desarmar lo que considera una versión complaciente, eurocéntrica y profundamente parcial de la guerra. En su lugar, ofrece una panorámica contundente y global del conflicto, en la que los Aliados no salen necesariamente como héroes, y donde el imperialismo –antes y después de 1945– es el verdadero telón de fondo. «La Segunda Guerra Mundial fue una inmensa guerra racial y colonial marcada por atrocidades salvajes en la que imperios rivales lucharon en enormes extensiones de Asia y Europa», escribe el autor; a sus ojos, la narrativa tradicional ha convertido este episodio en «un cuento de hadas del siglo XX», olvidando las causas profundas y las consecuencias reales: una lucha por el control del mundo en la que las democracias occidentales no dudaron en emplear tácticas coloniales, estrategias de exterminio y tecnologías de destrucción.
El libro, que supera las 700 páginas, reescribe no sólo el mapa del conflicto, sino también sus protagonistas. La historia no gira en torno a Churchill, Roosevelt o De Gaulle, sino a las potencias imperiales en Asia, a los márgenes coloniales, a las víctimas olvidadas de bombardeos y limpiezas étnicas que no figuran en los manuales sobre estos asuntos. «Nuestra amnesia colectiva respecto de los orígenes coloniales de la guerra y sus consecuencias imperiales ha despojado al conflicto de su significado», advierte. Su tesis es que el verdadero motor de la guerra no fue la defensa de la libertad, sino el reparto violento del planeta entre viejos y nuevos imperios.
Más allá de los nazis
Asimismo, cabe destacar en este trabajo su mirada geográfica. A diferencia de la mayoría de estudios centrados en Europa Occidental y el frente atlántico, Chamberlin dirige el foco a Europa del Este, el Sudeste Asiático y África del Norte, donde se produjeron algunas de las matanzas más sistemáticas del conflicto. Allí, la distinción entre civil y combatiente se difuminó por completo. Las campañas japonesas en China, los bombardeos británicos sobre poblaciones enteras, las masacres soviéticas en Polonia o los crímenes coloniales franceses e ingleses en sus dominios se presentan como el núcleo de esta tragedia llamada IIGM.
«Tierra quemada» no minimiza la barbarie nazi, desde luego, ni el carácter genocida del Holocausto, si bien insiste en que, para entender la violencia del siglo XX, hay que mirar más allá de los nacionalsocialistas. «La guerra total fue desarrollada no en Berlín, sino en las colonias», afirma. La práctica del campo de concentración no nació con Hitler, sino en Sudáfrica, durante las campañas británicas contra los bóeres. Los bombardeos aéreos contra población civil fueron probados antes en Irak, en la década de 1920, por la Royal Air Force. Y las guerras de aniquilación se ensayaron en África, décadas antes de llegar a Ucrania o Bielorrusia.
En este sentido, Chamberlin entiende la Segunda Guerra Mundial como el clímax de una historia larga de violencia imperial: la culminación de siglos de colonización, racismo institucionalizado y conflictos por el control de recursos y territorios. Cuando las potencias europeas perdieron el monopolio de la fuerza, sus técnicas se globalizaron. Japón imitó el modelo británico de expansión territorial; Alemania adoptó la lógica del Lebensraum (literalmente, «espacio vital», o sea, que el pueblo alemán necesitaba más territorio para vivir, crecer y desarrollarse a expensas de Polonia, Ucrania y Rusia) como una versión en clave continental del imperialismo ultramarino. Y los Estados Unidos, recién ascendidos como potencia global, no dudaron en aplicar el poder total de su maquinaria bélica para cimentar su hegemonía.
Un aspecto central del libro es la crítica al relato construido durante la Guerra Fría. En los años cincuenta, señala Chamberlin, los historiadores de las democracias liberales consolidaron un relato heroico de la guerra, útil para cimentar la legitimidad moral de Occidente frente al bloque soviético. Se exaltó el papel de las democracias, se caricaturizó al comunismo como un enemigo equivalente al nazismo, y se silenció el papel ambiguo –cuando no cómplice– de las potencias coloniales. Así se fabricó una memoria selectiva en la que Hiroshima fue una victoria de la paz, y en la que las atrocidades del bando aliado quedaron relegadas a notas a pie de página.
«La Segunda Guerra Mundial fue el catalizador de la reinscripción del imperialismo bajo la égida de la geopolítica de la Guerra Fría», escribe el autor. Y apunta algo más inquietante: que la paz de posguerra fue, en muchos casos, una reorganización de los mismos mecanismos de control colonial, con nuevos nombres. Las antiguas metrópolis regresaron a sus dominios asiáticos bajo el amparo del anticomunismo, incluso colaborando con regímenes autoritarios o con antiguos colaboracionistas del Eje. Y las nuevas superpotencias –Estados Unidos y la Unión Soviética– impusieron sus esferas de influencia no con libertad, sino con tanques, golpes de Estado y carreras armamentísticas.
Estructuras del viejo orden
Por otra parte, Chamberlin dedica buena parte del libro a mostrar cómo se utilizaron las estructuras del viejo orden para consolidar el nuevo. Ingenieros nazis fueron absorbidos por los programas espaciales de Estados Unidos y la URSS. Las nuevas fronteras se dibujaron no según la voluntad de los pueblos, sino con mapas estratégicos que anticipaban los bloques de la Guerra Fría. Las guerras por la descolonización se encontraron con una reacción furiosa de las potencias occidentales, que usaron, una vez más, todo el peso de su tecnología militar para mantener el orden imperial.
El libro evita, sin embargo, caer en una denuncia moralista. No propone cambiar unos buenos por otros malos. Lo que ofrece es una historia sin redención, sin mitos ni salvadores. “No hay guerras limpias”, parece decir en cada capítulo. Y la Segunda Guerra Mundial, por más que haya sido elevada al rango de epopeya justa, fue una guerra profundamente sucia, en la que el derecho internacional, los derechos humanos y la vida civil fueron sacrificados en nombre de imperios, intereses y supremacías. Quizá por eso, el autor no ofrece conclusiones tranquilizadoras. Su mirada alcanza hasta el presente, cuando muchos de los mecanismos creados en 1945 siguen operando bajo otras formas: intervenciones militares, estructuras de dominación económica, jerarquías raciales todavía activas. El recuerdo glorioso del Día D convive con los escombros de Kabul, las ruinas de Gaza, los campos de refugiados de África o las cicatrices de Nagasaki. Y detrás de cada bandera victoriosa, Chamberlin nos recuerda, puede haber una historia que nadie ha querido contar.
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