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¿Fue Alejandro Magno un líder perfecto?

Y hay más preguntas: ¿cómo consiguió el rey macedonio conquistar desde Grecia hasta la India en el siglo IV a.C.? ¿Qué clase de liderazgo ejerció sobre sus tropas?
Sarcófago de Alejandro elaborado en piedra a finales del siglo IV a.C. procedente de la necrópolis real de Ayaa, cerca de Sidón (Líbano)
Sarcófago de Alejandro elaborado en piedra a finales del siglo IV a.C. procedente de la necrópolis real de Ayaa, cerca de Sidón (Líbano)Archivo
La Razón
  • Eduardo Kavanagh - Desperta Ferro Ediciones

    Eduardo Kavanagh - Desperta Ferro Ediciones

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De entre todos los méritos de Alejandro Magno se suele destacar el talento para vencer repetidamente a sus adversarios en el campo de batalla. Pero no menos importante fue su capacidad de persuadir a sus hombres para que le acompañaran hasta los confines del mundo conocido (oikumene) y mucho más allá. Su objetivo era alcanzar «el mar que rodeaba la tierra» y que, por desconocimiento de la verdadera magnitud de esta, suponía próximo. Cierto que, tras haber combatido durante largos años, tras cuatro grandes batallas e innumerables pequeños enfrentamientos, sus tropas se amotinaron a orillas del río Hífasis (hoy conocido como Beas, en el noroeste de la moderna India) y se negaron a dar un paso más, poniendo punto final a la expansión oriental del imperio alejandrino.
Ahora bien, por entonces habían recorrido nada menos que cerca de 18.000 kms., algo absolutamente inusitado para ningún ejército de la época. Pensemos que las campañas a las que estaban acostumbrados los combatientes griegos solían darse dentro del propio mar Egeo y sólo ocasionalmente se aventuraban fuera de él (y, cuando lo hacían, como en la expedición ateniense a Siracusa o la expedición de los diez mil, terminaban en fiasco). De modo que la hazaña es a todas luces excepcional.
Por tanto, ¿cómo pudo convencer a sus hombres para que lo acompañaran en tan extravagante aventura? Sin duda, una razón importante fue que, tras cada victoria, Alejandro repartía el botín de guerra entre sus hombres, alimentando de este modo su ambición y deseo de nuevas conquistas. Además, también sabía «torear» las disputas internas con ellos. Así, por ejemplo, durante el regreso a través del Punjab, y ante la evidencia de que los generales Hefestión y Crátero no podían ni verse, encomendó a uno de ellos que avanzara por la orilla izquierda del Indo y al otro por la derecha, evitando de este modo cualquier roce.
También sufría las mismas penalidades que sus hombres. Así, en una ocasión, mientras atravesaban penosamente un terrible desierto en lo que hoy es Irán y sus tropas morían de sed, Alejandro insistió en avanzar a pie y no a caballo o en litera. Algunos de ellos hallaron una pequeña cantidad de agua y se la ofrecieron a Alejandro contenida en un casco, como si de un gran regalo se tratara. El rey agradeció el gesto para, acto seguido, verter el agua en la arena, dando a entender que estaba dispuesto a sufrir las mismas penalidades que sus hombres sin recibir privilegio alguno. El gesto fue interpretado positivamente (podría no haberlo sido), como señal de empatía del rey para con sus hombres, y estos recobraron los ánimos.
También supo emplear la guerra psicológica. Cuando se negaron a avanzar, amenazó con seguir él solo. Incluso llegó a verter lágrimas en público, como muestra de afecto por sus tropas, dándoles tratamiento de parientes y miembros de su familia, para de ese modo lisonjearlos y hacerles olvidar cualquier reproche. Pero quizá la principal virtud del tipo de liderazgo del macedonio fuera que en las batallas ejercía una suerte de «liderazgo presencial», encabezando a sus hombres y lanzándose con ellos al fragor del combate. Esto animaba a sus tropas a combatir con mayor ardor, al ver que su rey participaba del esfuerzo como uno más. La contrapartida era, obviamente, que Alejandro se exponía a grandes peligros y, en efecto, las crónicas enumeran las muchas heridas que sufrió en combate, algunas muy graves, y las numerosas ocasiones en las que estuvo al borde de la muerte. En una ocasión llegó hasta el punto de que, estando asediando su ejército una fortaleza enemiga en el valle del Indo, Alejandro se impacientó, escaló la muralla y se lanzó al interior de la población enemiga, seguido por tan solo dos de sus hombres. Allí, rodeados de enemigos, combatieron como gatos panza arriba hasta que una flecha perforó el pulmón de Alejandro. Sus compañeros lograron a duras penas proteger su cuerpo el tiempo suficiente para que el resto del ejército griego, aterrado ante la perspectiva de que su rey fuera capturado o muerto, tomó al asalto la plaza.
Cierto que, a pesar de todo su talento como líder, Alejandro tuvo que sufrir dos importantes amotinamientos de sus tropas, el del Hífasis ya mencionado y otro en Opis, años más tarde. Pero ninguno amenazó gravemente su autoridad ni liderazgo. Y, reconozcámoslo, dos motines menores a cambio de la conquista de medio mundo no es un precio demasiado alto a pagar.
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