Hallazgos arqueológicos

La piel que habitaban los escitas

Este mítico pueblo nómada, que habitaba las estepas del sur de Rusia y Ucrania, acostumbraba a cortar las cabezas de sus enemigos, a desollarlos y a usar sus pieles como símbolo de valía

Representaciones en cuero de escitas, donde se ha identificado piel humana y animal
Representaciones en cuero de escitas, donde se ha identificado piel humana y animalmuseo de tesoros históricos de ucrania

Aunque resulte una obviedad, el conocimiento del pasado está íntimamente ligado a la existencia humana. Toda sociedad aparecida desde el origen de nuestra especie tiene consciencia de su pasado y un relato que se transmite que, si no se fija por escrito, acaba por convertirse en leyenda o mito, perdiéndose su factualidad. Si ya hablamos de historia tal y como la concebimos, como un relato sistematizado de los hechos conducente al análisis del pasado, Herodoto fue su pionero. Así, Cicerón no dudó en calificarle en su «Sobre las leyes» de «pater historiae», «padre de la historia», si bien resaltó que fuera el autor de «innumerables fábulas», mientras Tucídides, sin citarle, le consideró básicamente un cuentacuentos. Así, aunque Herodoto es una delicia de leer, sus fuentes no son siempre fiables, no somete a crítica sistemática todo lo que relata y, a menudo, adorna sus relatos con detalles propios de la ficción, en contraste con esa fuerza de la naturaleza que es Tucídides en su gloriosa «Historia de la Guerra del Peloponeso».

Pese a que muchos de sus relatos incluyan informaciones erróneas, a veces se confirman como reales. Es lo que ha ocurrido en un fascinante artículo colectivo titulado «Human and animal skin identified by palaeoproteomics in Scythian leather objects from Ukraine» y encabezado por Luise Ørsted Brandt, de la Universidad de Copenhague, en la revista «PLOS One». Los escitas son un mítico pueblo nómada de habla irania que habitó las estepas del sur de Rusia y Ucrania, y del cual disponemos de majestuosas tumbas, los llamados «kurganes», y una inigualable orfebrería en oro, al que Herodoto dedicó muchas páginas. Así, relató cómo los guerreros escitas acostumbraban a beber la sangre de su primera víctima, cortar las cabezas de sus enemigos para entregarlas a su rey, mostrando de este modo su valía y su derecho al disfrute del botín capturado. Afirmó que los escitas desollaban esas cabezas mediante «una incisión circular de oreja a oreja», sacudiéndolas hasta su desprendimiento con la ayuda de una costilla de toro empleada para rasparlas. Luego ablandaban esa piel y la transformaban en pañuelos que ataban a sus caballos «pues el que tiene más pañuelos hechos de piel humana es el hombre más válido», confeccionando a menudo «prendas de vestir» con tales retales. Aunque hubiera escitas que desollaran cuerpos enteros, otros, según Herodoto, se conformaban con desollar la mano derecha de sus víctimas para, junto a las uñas, crear fundas para sus aljabas o carcajes, pues no olvidemos eran maestros en la arquería. A sus peores enemigos les reservaban otro destino: convertían sus cráneos en copas que, tras serrarlas y cubrirlas con piel u oro, usaban para beber.

Restos mortales de enemigos caídos

Este relato ha sido confirmado en este estudio que analiza cuarenta y cinco muestras de piel y pelaje procedentes de dieciocho enterramientos de los siglos V-IV a.C. localizados en el sur de Ucrania mediante la técnica de la huella peptídica, consistente en el análisis de proteínas: queratina para el pelaje y colágeno para el cuero. Aunque la mitad de las muestras proceden de animales domesticados, como ovejas, cabras, vacas y caballos, también aparecen ejemplos de animales salvajes, desde ardillas a zorros pasando por otros predadores, sobresaliendo la presencia de esa piel humana en unos carcajes que confirma, por lo demás, el hasta ahora único hallazgo similar en el kurgan ruso de Yakovlevskiy.

Así pues, estos yacimientos, contemporáneos a Herodoto, verifican lo dicho por el padre de la historia pero no reflejan, ni de lejos, una costumbre privativa escita. Disponemos de numerosos ejemplos en la historia acerca del trato vejatorio dado a los restos mortales de los enemigos caídos. Sin acudir a prácticas reconocibles contemporáneas extintas, como las tzanzas o cabezas reducidas propias de los shuar amazónicos o al canibalismo ritual de los korowai de Papua Nueva Guinea, la antigüedad abunda en ejemplos. El paralelo más obvio es el del emperador romano Valeriano que, capturado por el persa Sapor, acabó por perder literalmente un pellejo que, según Lactancio, fue convertido en una bolsa que adornó un templo persa. Por su parte, los hicsos que dominaron el Bajo Egipto durante el Segundo Período Intermedio seccionaban las manos de los enemigos, almacenándolas como trofeos o los íberos que, como lo demuestran los hallazgos de Puig Castellar y Ullastret, decapitaban a sus enemigos, atravesaban sus cabezas con unos clavos de hierro de más de veinte centímetros que luego decoraban las fachadas de sus edificios. En definitiva, una cuestión interesantísima, en definitiva, y sobre la cual bien vale la pena perder la cabeza, metafóricamente, a través de la lectura del magnífico «Cabezas Cortadas y cadáveres ultrajados» del prehistoriador Francisco Gracia Alonso (Desperta Ferro, 2019).