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Irving Penn, la luz natural está de moda
La Fundación Marta Ortega Pérez reúne 160 imágenes en la mejor retrospectiva que le se ha dedicado en España a este mítico artista, que revolucionó las revistas de moda y que fotografiaba desde la misma perspectiva a una modelo que a un escritor, un carnicero o un cartero

La borrasca Caetano puso a La Coruña a veinticuatro horas de Madrid. Los plumillas vieron cómo su avión despegaba de la T2 de la capital, abortaba el aterrizaje en Galicia y, después de tres horas de un vuelo accidental, volvían a encontrarse en el aeropuerto de Adolfo Suárez-Barajas. Tras un fallido intento por encontrar billetes de tren en Chamartín para alcanzar su objetivo, los redactores, esa insignificante y sufriente criatura que aún deambula por las redacciones, se encontraron durmiendo en el lugar que menos esperaban esa noche: su propia casa. Solo alcanzaron su meta al día siguiente, a la hora del mediodía, con el reloj ya corriendo en contra de la hora de cierre.
Y toda esta odisea, ¿por qué? Pues por Irving Penn. Y, en concreto, por la exposición que la Fundación Marta Ortega Pérez dedica a este particular creador, de origen ruso, padre relojero y madre enfermera, que supo modelar la luz con la paciencia de un ceramista y que tuvo el impulso de retratar bajo la misma luz y en el mismo decorado a una celebridad que a un desconocido; a un afilador que a una modelo que acapara portadas de revistas. «Es un gesto democratizador. Para él, todas las personas desempeñaban un oficio. También las modelos. La moda es un trabajo. Solo que su ocupación es esa», comenta Jeff L. Rosenheim, el comisario de esta retrospectiva.
Para 2017, cuando se cumplía el centenario del nacimiento del fotógrafo, él se encargó de revisar los fondos que conservaba el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Un legado que la institución había recibido de la familia Penn. De ahí extrajo una selección de fotos que se convirtió en un recorrido expositivo que ha pasado por París, Berlín, Sao Paulo, Los Ángeles y que, ahora, llega a España, su último destino.
La muestra, el montaje más completo de este artista en España, recoge 160 imágenes del fotógrafo, muchas de ellas verdaderos iconos, pura cultura visual de nuestra época, que repasan las distintas etapas que afrontó en su carrera desde sus inicios, a finales de los años 30, hasta la primera década del siglo XXI, cuando falleció siendo ya su nombre un mito. Una auténtica leyenda de la moda. El autor de, nada menos, que de 165 portadas de «Vogue». «No tenía una relación amor y odio con la moda, pero sí es cierto que él no pertenecía a ese mundo. No salía por las noches, no acudía a fiestas ni a bailes... En realidad, llegó a él por matrimonio», comenta riéndose. Rosenheim se refiere a Lisa Fonssagrives, la primera top model de la historia y la mejor pagada de ese momento; la primera mujer que podía vivir de posar y cuyo rostro protagonizó la cubierta de numerosas publicaciones. Cuando conoció a Penn, ella estaba casada, pero terminaría convirtiéndose en su mujer y en su musa (se la puede reconocer en «Woman with Roses»).
Obsesiones de un artista
Según relató su hijo, el chispazo entre ellos saltó cuando él le sugirió que cambiara de pose y ella, soberbia, y también monumental, le mostró su mejor perfil. Irresistible. Los dos se casaron entre la foto que hizo a un pescador y la que tomó de T. S. Eliot. «Para él tenía la misma importancia una imagen de moda que otra cualquiera. Si cambiaras a una modelo y pusieras una servilleta o la ceniza de un cigarrillo, encontrarías sus mismas obsesiones: un fondo neutral y una luz cenital que cae desde un ángulo», prosigue Rosenheim.
Al contemplar las instantáneas de Irving Penn lo que no queda demasiado claro es si insuflaba vida a los bodegones (elegantes metáforas de las personas, igual que hizo Van Gogh con su autorretrato y su retrato de Gauguin) o si, por el contrario, lo que en realidad hacía era reducir la figura de las modelos a la vivacidad escultórica que puede desprenderse de una cariátide ateniense. Da igual porque el resultado artístico es igual de impresionante. Penn pertenecía a esa clase de privilegiados que están dotados de un enorme talento plástico y que disponen de suficientes recursos para multiplicar hasta el infinito la experiencia estética de objetos comunes, como un bolso, una botella o un pitillo, y, a la vez, descargan suficiente energía para renovar el escenario de la moda. «Su estudio no había apenas objetos. Una silla, una alfombra sucia. Era un retratista que no hablaba, que no ponía música, que impedía que hubiera cualquier elemento de distracción. Solo corregía un gesto, la pose», explica Rosenheim.
De esta manera inmortalizó a Audrey Hepburn, a Colette, Cecil Beaton, Yves Saint Lorent o Dora Maar, a la que roba su fotogénica fragilidad. Pero no sucede así, en cambio, con Picasso. El malagueño intentó evitarlo con toda su «terribilità», pero no lo consiguió. Intentó estropearle a Penn la sesión echándose encima una capa. Pero lo único que el pintor consiguió es que su retrato se convirtiera en una de sus instantáneas más reconocibles.
Entre Hitchcock y Truman Capote
Penn era un hombre que se apropió del «menos es más» y que con una reducida fórmula: una luz natural y un telón de fondo –que se exhibe en la exposición- consiguió aprehender la fuerza de los hombres y las mujeres, ya sea un pandillero de los ángeles del infierno, un nativo de Papúa Nueva Guinea, Marruecos o indios peruanos, uno de sus primeros trabajos peruanos.
El fotógrafo también recurrió a otra particular arquitectura para obtener penetrantes perfiles psicológicos. Empleó una esquina estrecha para arrebatar el secreto de su personalidad a tipos como Alfred Hitchcock, Truman Capote o el expansivo Salvador Dalí. Los situaba en ese ángulo, que formaba una especie de «tortura» psicológica, para que se revelaran cómo eran al interactuar con ese angosto entorno. «No necesita ver bailar a una bailarina ni leer la novela de un escritor para acercarse a alguien. Solo necesitaba observar, fijarse en cómo se movía, cómo vestía, qué llevaba encima. Hay que pensar que él no respetaba lo que eran, pero sí que tenía un enorme respeto por cómo eran».
Sus imágenes estaban pensadas en el estudio y trabajada en el laboratorio a conciencia, con una enorme minuciosidad, para obtener el color platino tan característico de sus imágenes. Su meticulosidad era enorme. También su celo hacia su obra. Hasta un punto obsesivo. Como la revista «Vogue» era, y es, propietaria de sus carretes en color, él se las apañó para sacar una copia de ese mismo negativo, pero en una versión en blanco y negro que se quedaba. «Él consiguió introducir en las revistas de moda temas que nadie pensaba que podrían leerse en esas páginas. Las vio como una oportunidad para publicar otras cosas. Así, mientras maquillaban o se cambiaba de vestido una modelo, él metía en su estudio a una persona de la calle y la colocaba delante de su tela».
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