José Antonio Marina: «Se habla de polaridad en política porque hay una crispación identitaria»
En «El deseo interminable» elabora una nueva forma de analizar al ser humano: a través de la psicohistoria
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El ser humano no soporta la incertidumbre, pues necesita aferrarse a una motivación. De nuestros impulsos nacen las consecuencias, de nuestros anhelos surgen nuestras acciones, y de ellas aprendemos si el objetivo reside en el avance. Para José Antonio Marina, el ser humano es un deseo interminable que solo la felicidad plena podría saciar. Y a esta conclusión ha llegado a partir de un análisis que une psicología, filosofía, antropología e historia: la psicohistoria. En «El deseo interminable. Las claves emocionales de la historia» (Ariel), el filósofo y ensayista acoge unas páginas que surgen de la convicción de que la historia humana puede comprenderse si descubrimos los deseos, las esperanzas y los miedos que la impulsaron. Para saber quiénes somos y cómo nos desarrollamos, necesitamos comprender las emociones, aunque estas no siempre sean positivas.
¿Qué importancia tiene esa psicohistoria que plantea?
La historia es la experiencia de la humanidad, y necesitamos comprenderla para poder aprender de ella, porque es la única fuente de información que tenemos. Y, para entenderla, necesitamos comprender las motivaciones, los deseos, las emociones que nos llevan a actuar. Eso nos lo dice la psicología. En el siglo pasado se intentó, pero no teníamos las herramientas psicológicas suficientes y no cuajó, aunque ahora sí tenemos la posibilidad, y lo necesitamos para poder tomar buenas decisiones.
Menciona en el libro que incluso las decisiones más terribles derivan de una búsqueda de la felicidad, ¿hasta las guerras?
Empecé queriendo hacer una historia pasional de la humanidad, ver los deseos y miedos que había por debajo. Entonces me di cuenta de que cada vez que los deseos nos impulsan a hacer cosas para satisfacerlos, y cada vez que hemos satisfecho uno, ese deseo desaparece, pero aparece otro, de manera que hay un deseo interminable. Le hemos puesto el nombre de felicidad como lo que satisface todo, y es lo que motiva a todas las acciones humanas, al progreso y también a las equivocaciones. De manera que el satisfacer ese deseo interminable a veces lleva a la catástrofe. Hay personas que ponen su felicidad en tener un poder lo más absoluto posible, y eso puede llevar a tomar decisiones muy dañinas. Pasa igual en el deseo de la propiedad, de buscar fama, de conseguir la gloria, de cumplir una misión nacional... Se puede llegar a guerras, torturas, equivocaciones, y por eso necesitamos saber cuáles son los buenos mecanismos.
Si hubo un momento en la Historia en el que la razón se impuso, ¿qué ocurre si ahora son las emociones las que eclipsan esa racionalidad?
A lo largo de la Historia hemos aprendido muchas cosas. Hemos pensado que la ciencia es mejor solución que la magia, que distribuir el poder es mejor que uno absoluto, que separar lo legal de la religión tiene muchas ventajas. Han ido surgiendo movimientos de liberación, y en el siglo XVIII eso se configura con la Ilustración. Ahí empieza la época de la rebeldía después de haber vivido durante siglos en la época de la obediencia. Lo que ocurre es que las esperanzas que se pusieron en la Ilustración y su política no acaban de cuajar, porque culminó en una época de guillotinas y terror. Luego, el siglo XX ha sido técnico y científico, pero también tuvo colapsos terribles: dos guerras mundiales, genocidios desde Armenia hasta Yugoslavia, regímenes asesinos como el nazi, el soviético o el chino de Mao... Entonces nos damos cuenta de que la razón no vale la pena, y que la emoción es más importante, pero también de que confunde mucho. Las democracias fomentan dos emociones que no son aconsejables: la envidia y el resentimiento, y eso acaba en la agresividad. Dicen los neurólogos que la capa más superficial del cerebro es moderna y aprende con rapidez, y en el centro están los núcleos emocionales, que cambian con mucha dificultad. Entonces tenemos un cerebro muy moderno en lo que aprende y muy antiguo en lo que siente. Cuando el mundo emocional emerge y se hace con todo nos convertimos en seres dañinos.
Eso debe multiplicarse si crecen los estímulos, y parece que la felicidad comienza a depender de «likes» y redes sociales.
Ahí se complica todo. Este libro me ha permitido un descubrimiento que me ha sorprendido. Las culturas tienen los mismos problemas y han dado distintas soluciones, por lo que me interesaba poder comparar resoluciones y ver cuáles eran mejores. Por ejemplo, la manera de considerar la situación de la mujer en la cultura occidental es mejor que en la musulmana. Vi que lo que nos ha producido más felicidad es la formación de los sistemas jurídicos, considerar que los seres humanos estamos protegidos por derechos. Una cosa que parece tan aburrida como el derecho es la gran creación de la humanidad, y eso me dejó boquiabierto. La felicidad propia puede entrar en conflicto, y necesitamos vernos amparados por un espacio que nos proteja. Entonces se produce una unión de la felicidad privada con la política a través de la idea de la justicia. En la convivencia es mejor tener normas morales y jurídicas, porque la otra solución es que nos matemos.
¿Qué ocurre cuando una ley educativa relega la memoria?
Si no conoces el pasado no vas a comprender el presente. Al igual que los musulmanes, nosotros tuvimos un momento en que la religión se imponía sobre el derecho, y vimos que llevaba a situaciones muy injustas. Nuestro sistema es mejor porque ya hemos probado el otro. Tenemos que aprender de la experiencia, y eso conlleva tener memoria de la experiencia pasada. En la educación deberíamos tener esta forma de estudiar la Historia, porque a partir de la comprensión se tomarán mejores decisiones.
¿Es arriesgado que esa búsqueda de soluciones desde lo educativo afecte al esfuerzo?
Evidentemente. El éxito de los populismos, de derechas o de izquierdas, reside en dar soluciones por la vía rápida. Los problemas complejos no tienen soluciones simples, y eso es lo que hay que llevar a la escuela. A mis alumnos adolescentes les digo que es fantástico estar enamorado y casarse por amor, ¿pero eso asegura la convivencia? Son cosas distintas. Los problemas necesitan resolverse con un aprendizaje y con un esfuerzo, y eso forma parte de la educación emocional, ética y jurídica.
¿Vivimos en una época emocionalmente buena, de bienestar?
No, y por eso hay agresividad y tantas derivaciones hacia mecanismos psicotrópicos, como medicinas o estimulantes. Hay mucho miedo, y eso produce inquietud. Las generaciones actuales han visto un mundo inseguro y precario. Pueden amontonar másteres y títulos y no saber si terminarán trabajando de camareros. Y eso produce resignación: como no voy a conseguir nada, me busco un nicho de comodidad, una situación de inseguridad y precariedad confortables. Es una situación triste y una vuelta a la época de la obediencia. Antes teníamos seguridad, confianza de que los problemas se podían resolver. Ahora se ha perdido.
Eso puede producir una crisis identitaria, una búsqueda de la identidad menos intelectual y más cercana a otros aspectos como el sexo o el género.
Ahora hay identidades más fragmentadas. El grupo identitario puede ser mi nación, mi identidad, mi orientación sexual... Y hay tendencia a estar a la defensiva, que para fomentar mi identidad tengo que buscar un enemigo. Eso es una vida áspera. Cuando se habla de polaridad en política y se escuchan tales burradas en el Parlamento es porque la gente está crispada a nivel identitario. Ya no buscan comprender, sino reafirmarse. Estamos en un momento emocional crispado. ¿Por qué no resultan las campañas contra la violencia machista? Algo debemos estar haciendo mal. Algo hemos explicado mal.
¿Cómo se ofrece una educación emocional evitando intereses?
Sabemos que hay dos emociones que nos hace falta desarrollar. Una, aunque esté mal vista, es la compasión. Si unos chicos de instituto graban unos actos ofensivos contra un compañero, es que han perdido la compasión por completo. Lo que quieren es hacer sufrir a la otra persona. Sin embargo, hemos confundido las cosas pensando que la compasión es un sentimiento que humilla al compadecido. No, la compasión abre el camino a la justicia. Y la otra emoción es la valentía, la gran virtud que parecía que no se podía educar, y sí se puede. Porque podemos intentar tener los menos miedos posibles. El miedo es una emoción muy extendida, se nos puede ir de control y que se convierta en un peligro, por eso debemos tener la capacidad de resistir a él.