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Manuel Vicent: "Descubrí el Mediterráneo cuando lo perdí"

El novelista compila en "Una historia particular" la melancolía generacional condensada de toda una vida repleta de luz y gozo
Manuel Vicent, escritor.© Jesús G. Feria.
Manuel Vicent, escritor.© Jesús G. Feria.Jesús G. FeriaPHOTOGRAPHERS
  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

Madrid Creada:

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Acunado por un calambre evocado del olor a brea de su Vilavella natal y la forma extraña de un sueño recurrente en el que siempre llega tarde a su propio pelotón de fusilamiento, Manuel Vicent nos recibe con ojos mansos como de gato entrenado y la vitalidad marinera de quien todavía encuentra la fe en el gin-tonic que saborea a media tarde o en la caída dilatada y literaria de un sol que se esconde de un tiempo que ya se consumió. Lleva cartografiada en la piel la certeza de que la vida le gusta, que la comida es sagrada, que el verano le pertenece, que escucha jazz por la tarde cuando agotado del mundanal ruido se da cuenta de que las noticias ya no tienen nada que ofrecerle porque todo sigue estando en las canciones.
"Me enamoré por primera vez de Encarnita, una niña pelirroja que me encantaba, con ‘‘Mira que eres linda’’, de Machín", confiesa lúdico este hombre con perfil judío y machadiano de 88 años al que le sigue gustando más el sonido de los mirlos que el emitido por los ruiseñores ya que según defiende "cantan mejor". Ahora ha escrito "Una historia particular" (Alfaguara), un libro, otro más, cargado de belleza generacional y memoria en el que condensa todos sus recuerdos, todas las tertulias, los cafés, las manifestaciones de los setenta, todos los amores, los besos en el pan y los miedos heredados para desplegarlos con esa acostumbrada narrativa gozosa y sensorial que parece nacida de la intimidad de una caja de zapatos, que opera como el preludio de un baño salado y se instala en el subconsciente con la estructura de una crónica de placeres.
¿A qué huele la infancia de alguien que tiene la memoria ordenada?
La infancia yo me imagino que huele a lo que uno come. A unas harinas, a unas papillas, a potito bledine. Pero puestos a hacer literatura, la mía huele a azahar. Nací en un pueblo que estaba rodeado de naranjos y de noche, con el sueño, todo olía a azahar. A eso huele mi infancia. Y a los primeros amores. Para los que hemos nacido en el campo también huele a animales, a frutas distintas, huele a pan (en aquel momento pan negro). Y también como yo con pocos meses estaba en el mar pues supongo que mis cincos sentidos están penetrados con olor a alga, a brea de las barcas varadas en la arena, a salitre, a reflejos de sol, a una arena requemada y caliente que te quema la piel.
¿Ha inventado Vicent el concepto de lo mediterráneo?
(Risas). Lo mediterráneo para mí siempre ha sido un territorio literario. El Mediterráneo tiene una cosa curiosa y es que mientras estás allí, no es el Mediterráneo. Es un mar que tiene olas, en el que te bañas, si eres valiente navegas, una prolongación del paisaje de tu vida, de tu niñez y adolescencia. Eso es un mar y todos los mares son el mismo al final. Ahora, lo mediterráneo ya es una categoría y esa categoría solo la descubres cuando la pierdes. Yo descubrí el Mediterráneo cuando lo perdí, cuando me vine a Madrid. Un día, sin saber por qué, piensas en aquel mar que fue parte de tus sensaciones y a eso le llamas Mediterráneo, a eso le llamas una época de tu vida juvenil, llamas a eso felicidad, llamas a eso placeres de comida, de amigos, de sobremesa, de canciones. Solo lo recuperas a través de un sueño.
Un sueño que imagino que tiene mucho que ver con la reconstrucción obligada de recuerdos que supone como en este caso, escribir un libro autobiográfico. ¿Este ejercicio de arqueología emocional te ha procurado más felicidad por lo rememorado que nostalgia por lo no vivido?
Sí, nostalgia, pero te diría que la nostalgia no es muy literaria, ¿sabes? O te conviertes en el viejo que cuentas batallitas, que es un poco deleznable eso o piensas que ahora estás mal y por tanto entonces estabas muy bien y lo miras con tristeza, cosa que es falsa. Sobre todo en mi caso, después de vivir una dictadura y rodeado (aunque no fue mi caso) de hambre, miseria o injusticia a tu alrededor… si ahora volvieras a aquello por una cuestión de nostalgia no lo podrías soportar. La nostalgia embellece, romantiza, falsifica. Por eso yo prefiero la melancolía, que es una nostalgia hacia delante. Es decir, el tiempo pasa, queda poco, hay una necesidad de aprovecharlo, una utilidad marginal que tienes como si fuera un bien que se acaba y, por lo tanto, proyectas mucha pasión sobre ese tiempo que te queda. Eso sí que es literario.
"La nostalgia embellece, romantiza, falsifica. Por eso yo prefiero la melancolía, que es una nostalgia hacia delante"Manuel Vicent
Mencionabas antes el hambre hablando de la dictadura y en el libro rememoras precisamente esa cuerda de mendigos que llamaban en fila a la puerta de tu casa pidiendo limosna o un trozo de pan que poder llevarse a la boca. No llegaste a pasar hambre, pero sí viste a gente que la sufrió.
Sí, sí, sin duda los vi. Esa cuerda de mendigos venía a partir de las 11, por la mañana, no por la tarde. Entre ellos se lo decían, se corría la voz y por la fachada o por la puerta, presentían que ahí iban a encontrar limosna. Yo era muy niño entonces. Algunos llamaban con voz dolorida, otros con voz alegre, otros cantaban, otros lloraban, otros tenían una dignidad increíble. Me fijaba mucho en esas caras, en la gran dignidad de esas caras. Entonces mi madre siempre me decía «venga Manuel, sal a hacer caridad o a darle alguna moneda o un trozo de pan». Muchos años después, hablando con un amigo ya mayor me decía: «tú no sabes lo que era llegar a la noche, abrir la alacena y que no hubiera nada para cenar, nada para desayunar, nada». Si te digo que yo me daba cuenta de hasta dónde llegaba esa miseria de la posguerra mentiría, pero percibía que la gente lo estaba pasando muy mal.
Manuel Vicent, escritor.
© Jesús G. Feria.
Manuel Vicent, escritor. © Jesús G. Feria. Jesús G. FeriaPHOTOGRAPHERS
¿A la gente se le olvida que en este país se pasó hambre?
Claro que se le olvida. El cerebro está modelado para escupir lo que te molesta y tiendes a rechazar lo malo, lo peor, lo que has sufrido. Y la gente olvida enseguida, olvida muy pronto. Yo no conocí la guerra, yo conocí las consecuencias de la guerra. Crecí jugando en unos balnearios derruidos, jugando en las trincheras mientras buscaba balas de cobre. Pero a lo largo de la dictadura, lo único bueno que percibías era que tenías la sensación de estar yendo hacia la luz: estabas mal, pero cada año estabas un poco mejor. Poco a poco se abría un compás, se iba hacia un horizonte y no digamos ya al final de los años 60 que se veía que la dictadura estaba rota. La clase media, los electrodomésticos, los 600, los viajes, la vida irrumpiendo fue lo que rompió el franquismo. Cada acto era una conquista hacia la libertad. La democracia y después una Transición que más o menos salió bastante bien. Pero es que ahora yo creo que es al revés, ahora el horizonte se está cerrando.
Una especie de involución…
Sí, ves con resignación que a lo mejor cada día tus hijos o tus nietos estarán peor. Tengo la sensación de que antes había una euforia optimista dentro de la miseria que era aquello y del terror que suponía, pero parecía que ibas hacia un horizonte azul, mientras que ahora parece que todo se concita para que veas el futuro más bien oscuro.
En el inicio de todas tus transiciones, de casi todas tus etapas vitales, siempre hay canciones y siempre hay libros. ¿Qué canción sonaba cuando te enamoraste por primera vez?
Bueno me he enamorado muchas primeras veces -ríe con sonrisa esquinada de niño-, pero recuerdo que de pequeño tuve un amor preadolescente de esos en los que no sabes que estás enamorado, pero sabes que la otra persona te gusta. No sé por qué ancestro tan malevo o por la cultura violenta de los hombres, la niña que te gustaba era a la que le rompías el lazo por detrás o le tirabas un poco del pelo. Le hacías saber que te gustaba molestándola. Gamberraditas inocentes y absurdas. En ese momento de mi vida recuerdo una canción de Machín que se llamaba “Mira que eres linda”. Yo siempre pensaba eso cuando miraba a Encarnita, a aquella pelirroja que después se metió a monja, pero de esas que se entregan mucho a los demás y hacen el bien. Después ya de joven sonaría una canción italiana durante una noche de San Juan, cerca había una verbena, el cielo estaba estrellado y alguien cantaba “Arrivederci Roma”. Más tarde me volví a enamorar con los Beach Boys, que eran chicos de la playa, alegres, con camisa a rayas y también con las canciones de Sinatra cuando cantaba aquella de “Something stupid” con su hija o “Strangers in the night”, aunque esta última me recuerda directamente al Oliver, al Café Gijón, a cuando estaba por aquí Ava Gardner, que yo la vi. Al final desemboqué en el jazz y en el blues y desde entonces ya no consumo otra cosa, me alimento de esa música.
"Si te digo que yo me daba cuenta de hasta dónde llegaba esa miseria de la posguerra mentiría, pero percibía que la gente lo estaba pasando muy mal"Manuel Vicent
Algo en lo que tiene mucho que ver aquel beatnik que se cruzó momentáneamente en tu camino, ¿no?
Sí, una vez pasó por nuestra pandilla de amigos un beatnik de origen sueco, previo a los Beatles, que se iba a Marrakech y me dejó una serie de discos de jazz para que se los guardara a su regreso. Pero nunca volvió y ahí en esa colección estaban todos. Todos los grandes porque este chico tenía un gusto increíble. Esos discos acabaron rallados de tanto y tanto escucharlos. Ahora la música que me pongo en casa es clásica. Por las mañanas primero oigo las noticias, voy pasando de dial en dial y enseguida me pongo radio clásica y después por la tarde jazz y ya está. No necesito más.
¿Con qué libro perdiste la inocencia o te diste cuenta de que el mundo era un lugar extremadamente…
Inhabitable -admite resignado-.
Eso es, inhabitable.
Cuando leí “Crimen y castigo” o “Los hermanos Karamazov” y descubrí esa olla podrida que es toda la literatura rusa, que son los libros de Dostoyevski. Pero después descubrí la pulsión de lo que es el Mediterráneo en Albert Camus, en “El extranjero” o en “Nupcias en Tipasa”, que es un pequeño ensayo, un artículo casi, con el que yo me reencontré e identifiqué mis sensaciones adolescentes con esa pulsión de que el Mediterráneo no es ni Valencia, ni Italia, ni Grecia, sino algo más profundo. Algo que tiene que ver con esta expresión que decimos en Valencia de pegarse un baño, no bañarse. Pegarse. Desde que descubrí todo aquello en los libros todo ha ido hacia abajo (admite riéndose).
¿Cuánto tiempo tardaste en deshacerte de la culpa, de la simbología católica del pecado, de la represión moral con la que te criaste?
Cuando murió mi padre. Estaba en Denia cuando me llamaron porque estaba agonizando y por una serie de circunstancias la familia, los hermanos, habían salido a tomar algo después de estar toda la noche velando el cuerpo y en ese momento entré yo. Me quedé delante, mirando, en la misma habitación donde había nacido, con los mismos muebles, con el mismo escenario en el que nada había cambiado. Cuando expiró sentí cómo se me deshacía un nudo de la nuca, como sintiendo "ya no tengo que responder ante nada". Mi padre era muy autoritario y aunque lo traté poco, porque desde muy jovencito ya me fui de casa a estudiar, nunca dejé de sentir ese peso. Aunque yo hacía mi vida y de ahí viene a veces la culpa porque haces lo que te da la gana, eres libre, te enfrentas, pero noté que algo de todo eso se me había quitado cuando murió. La culpa está aquí -subraya indicándose la nuca-. La culpa de ese niño que estaba aplastado por la autoridad del padre se deshace cuando muere.
Manuel Vicent, escritor.
© Jesús G. Feria.
Manuel Vicent, escritor. © Jesús G. Feria. Jesús G. FeriaPHOTOGRAPHERS
La fe en cambio la perdiste más pronto.
La fe la perdí a los 13 o 14 años. Además también muy literariamente te diría. Era una noche de verano, yo estaba en la playa tumbado boca arriba, el cielo estaba absolutamente estrellado, como un brasero de verano. Y como me habían dicho que Dios había creado todo aquello empecé a pensar "y por qué no ha salvado a un amiguito mío que se estaba muriendo de tuberculosis". ¿Qué ocurre? ¿Por qué permite que niños que sufren se mueran? Y ahí entro en una contradicción y digo "esto no puede ser". Intentas averiguar cómo se ha creado el universo, por qué y para qué. Eso no tiene respuesta, nuestro cerebro no está preparado para responder eso. Si acaso te puedes imaginar para qué tanto… como decía Josep Pla, ¿y esta fiesta quién cojones la paga? Eso solamente está en manos de los poetas, los científicos ahí tienen poco que añadir. A partir de ahí pues sustituyes a Dios ¿no? Imaginarme que hay un hombre barbudo, sentado, encima de mí que me va a condenar me sigue dando risa evidentemente. Pero empiezas a preguntarte si aquí estamos para algo, qué pasará cuando esto se acabe, si la energía va a desaparecer y demás. Entonces empiezas a llamar Dios a otras cosas. ¿Por qué no puedo llamar Dios a un gin tonic media tarde? Dios está en el gin-tonic. O Dios está en un amanecer maravilloso. O en una lluvia de estas de verano y el olor a tierra segada. Un momento de placer con un enamorado pues es Dios también. ¿Y el Demonio qué es? Pues lo contrario: una fabada que te siente mal, un malaje de persona, una sensación desagradable. Es así de simple. Así vamos tirando.
Mirada con perspectiva, ¿te hubiera gustado que tu sintonía antifranquista se hubiese traducido en una militancia más explícita en tu juventud, en una implicación política mayor en los movimientos de izquierdas?
Bueno, yo no he sido valiente. De niño no era arrojado, no era de los que se pegaba. Era el que daba consejos y órdenes, es decir, yo era el asesor, el que decía por dónde había que atacar la pedrada, pero nunca el que tiraba la piedra. No sé si eso está en mi ADN. Mi familia siempre fue de derechas, aunque nunca se metieron en política. Mi padre era amigo de Luis Lucia (que había fundado la CEDA), hombre de derechas, con unas propiedades y muy religioso. Entonces yo llegué al franquismo por antiestética, porque me parecía que aquel señor que aparecía en el NODO era un tipo impresentable. Estaba dentro del movimiento de la Universidad de Acción Católica, pero de un catolicismo de Jacques Maritain y toda esta gente francesa del humanismo cristiano. Poco a poco ya fui derivando en un antifranquismo total cuando entré a trabajar en el diario Madrid, en Triunfo o en Hermano Lobo. Después ya terminé enrolado en una panda de progres: unos eran comunistas, otros socialistas, pero todos antifranquistas y yo estaba allí de compañero de viaje y de tonto útil.
"Me deshice de la culpa cuando murió mi padre"Manuel Vicent
¿De tonto útil?
Yo pude haber estado en la cárcel por guardar cosas en casa. Por guardar una máquina de hacer panfletos te podían meter doce años, cuidado. Pero yo lo hacía por la frivolidad y por estar donde había que estar. En Hermano Lobo fui llevado al Tribunal del Orden Público muchas veces. Yo, Umbral, Summers (Manuel) y Chumy Chúmez y muchos otros. Me procesaron por desacato, concretamente un juez que se llamaba Chaparro. Escribí un artículo que se llamaba “Paracuellos mon amour” en el que me metía con un juez que había hecho una gestión pésima de uno de los asesinos de Montejurra. Lo que dicen ahora de los jueces es un chiste en comparación con lo que vivíamos entonces. Por una cosita breve, me procesan por desacato y no me aplican la amnistía política, que coincidió aquel año. Entré en un proceso muy largo y desagradable que al final sobreseyeron. Si me dices, ¿te hubiera gustado en la última fase de la dictadura estar un mes en Carabanchel para que Marcelino Camacho te pusieran el sello? Pues me daba igual. Escribía como te decía antes tanto en Hermano Lobo, como en Madrid y en Triunfo, en el borde mismo donde se podía escribir. Pisabas la raya o no la pisabas. Y yo creía que ahí era donde había que luchar.
Y si había que ir a una manifestación contra el Proceso de Burgos, se iba.
Claro, porque eras un progre. Pero donde yo creía que se habría realmente brecha era en esa frontera donde no ibas a la cárcel porque eras lo suficientemente listo como para no ir a la cárcel. Porque terminar allí era muy fácil. ¿Sabes? Me he dado cuenta con el paso de los años de que no he cambiado. Sigo siendo un progre socialdemócrata, ya está. No he cambiado de bando porque nunca lo he tenido. ¿Por qué uno cuando se hace viejo, se cabrea y se va a la derecha? Muchos amigos míos, infinitos, casi todos. Pues yo creo que es una cuestión de capilares, de chips, que están tan llenos de información que ya no quiere nada y entonces se hace conservador. No sé, no lo tengo claro. Creo que con ser decente y demócrata es más que suficiente. Lo de ser fanático a mí no me va, pero sí que tiendo a ver la vida como un progresista y lo que me gustaría por ejemplo es que la derecha fuera solvente, inteligente, pactista no una derecha hueca y frentista como la que hay ahora y la izquierda es directamente una jaula de grillos que poco me interesa.
Como aquello que le dices a ese joven marxista radical con el que compartiste muchas sobremesas después de cuarenta años cuando te lo encuentras en la cola de un establecimiento de loterías: “Se ha acabado la ideología, queda la lotería”.
Claro, esa acomodación de sus sueños a la realidad cuya historia puede ser la de gran parte de una generación. Veo lo que está pasando con la política y no me gusta nada. Veo que los políticos son unos maleducados. Asaltar el Congreso de los Diputados es algo que se puede hacer sin el caballo de Pavía, ni la metralleta de Tejero, basta con degradarlo. Y eso es lo que están haciendo. Una extrema derecha que lo quiere dinamitar a base de humillarlo, hasta que llega un momento en el que la gente deja de interesarse por ello. Se está jugando con algo que ha costado muchísimo conseguir que no es otra cosa que el respeto, la tolerancia hacia el adversario-amigo. No pienso como tú, pero te respeto. Siento que la agresividad que hay en el ambiente político está a punto de bajar a la calle si es que no lo está haciendo ya. Lo importante de todo esto es que los cirujanos que se encargan de operar la democracia no se estén llamando hijos de puta mientras la tienen ahí tumbada abierta en canal, ¿no?
Manuel Vicent, escritor.
© Jesús G. Feria.
Manuel Vicent, escritor. © Jesús G. Feria. Jesús G. FeriaPHOTOGRAPHERS
¿La Transición fue un espejismo?
Mira, un joven tiene todo el derecho a crear el mundo a su imagen y semejanza. Sin saber de dónde vienes ni a dónde vas y en este sentido las generaciones de ahora pueden pensar que sí que lo fue. Es verdad que la Transición tuvo una aureola de entusiasmo colectivo. Fue tanta la sorpresa producida de que no nos volviéramos a matar… Como decía Carrillo “todo menos volverse a matar”. Murió mucha gente, cuidado. Y hubo encarcelamientos y tiros en la nuca. Pero fue una sorpresa que esto saliera hacia delante. Sorpresa de que los franquistas asumieran la realidad de que el mundo había cambiado y sorpresa de que los que venían del exilio y la clandestinidad empujaran en la misma dirección que la gente de derechas. Hubo una especie de euforia por sacar la carreta. ¿Quién cedió más? ¿Quién bajó el nivel de sus exigencias para que todo saliera hacia delante? Pues yo no lo tengo claro. Creo que fue un equilibrio de miedo. Felipe González agarró el socialismo y lo hizo virar hacia la derecha y todo lo que propició en aquel momento fue quitar obstáculos para que la vida fluyera. Luego la primera legislatura de Aznar fue estupenda, pactó con unos y con otros, pero en la segunda, ese hombre a mi juicio se volvió loco estableciendo esta cosa del “a por ellos” constante. Bueno y esa boda del Escorial, ese esperpento, ya fue el remate. Luego Zapatero viró el socialismo más a la izquierda y a partir de ahí... pues un Cafarnaúm.
"Sigo siendo un progre socialdemócrata. No he cambiado de bando porque nunca lo he tenido"Manuel Vicent
Salgamos ligeramente de este Cafarnaúm político y trasladémonos a ese capítulo vital en el que sales por primera vez en televisión y dejas a un lado aquella idea de que la fama se podía soportar desde el anonimato. ¿Qué diferencia notaste?
Yo no hacía nada, solo escribía. En ese momento tenía la sensación de que ya había llegado a donde quería estar. Me acomodé. Salir en televisión entonces era la bomba, ahora es una humillación. El que sale en la televisión ahora es un desgraciado porque hasta la gente más subalterna y más miserable se permite el lujo de despreciarlo. Cuando yo salí en televisión por primera vez en el 77 el portero de mi edificio me abrazó nada más verme -comenta socarrón-. Era un suceso que te imprimía carácter. Después de un éxito explosivo suele venir una bajada melancólica y yo en mi caso pude haberme quedado ahí, pero continué escribiendo sin creerme nunca que esto es un oficio sagrado. Ahora y si…
¿Te ha atormentado mucho esa posibilidad de vidas no realizadas?
Esta cosa que tanto nos preguntamos en los insomnios ¿no? Sí que lo he pensado mucho. Creo que he tenido suerte, que me he equivocado en muchas cosas que ahora no las haría por nada del mundo, pero a lo mejor si no las hubiera hecho en su momento el río se habría ido por otra parte. Es que claro, un río nace en Cuenca y basta una ligera colina mínima para que en vez de desembocar en el Mediterráneo lo haga en el Atlántico. Si todas aquellas equivocaciones que atesoré a lo largo de mi vida no las hubiera llevado a cabo a lo mejor ahora mismo sería un agente de seguros retirado a punto de entregar la cuchara. Está bien así. Al fin y al cabo, como dice Borges, el malvado Borges, todos caminamos hacia el anonimato, solo que los mediocres llegan un poco antes. Todo se lo lleva la riada.
¿En qué medida se modificó el concepto que tenías del amor cuando nació tu hijo?
Un día estás completamente enrollado en la vida y de repente te das cuenta de que la naturaleza es tan sabia y tiene sus propios senderos y te engaña y te retuerce hasta que de repente te ves con un hijo. Cuando tuve a mi hijo pensé que mi libertad se había acabado. Antes de tenerlo era un gato montés y ahora tenía que ser responsable, aprendí a serlo. Después vino su muerte. Una muerte estúpida e imprevista que me ha convertido en alguien muy vulnerable. Pensaba que a mí eso no me iba a pasar nunca. Que estaba protegido. Si uno pierde a un hijo muy joven queda al menos la sensación de que el tiempo puede diluir ese dolor, pero ya a mi edad es imposible. Por otra parte veo que mi hijo vivió lo que tenía que vivir, murió rápido después de un concierto. Lo pasó muy bien, hizo lo que tenía que hacer, no le dio tiempo a envejecer y bueno, la suya fue al final una vida muy intensa y vivida.
"La muerte de mi hijo me ha convertido en alguien muy vulnerable"Manuel Vicent
¿Hay algo que en este momento te produzca más vértigo que la muerte?
Morir mal, largo y con dolor y molestando a la gente que está a mi alrededor. Pero la muerte no me asusta, al contrario, la veo como una bahía azul maravillosa donde todo se perderá en la nada. Los preámbulos, la parafernalia que rodea a la muerte, eso es lo que me da miedo. Morir durmiendo lo interpreto como un regalo de los dioses.
¿Ha cambiado la forma de tus sueños? ¿Alguno se parece a los que te invadían de niño?
Tengo sueños terribles a veces. Un sueño recurrente mío es que llego tarde al pelotón de fusilamiento y digo se va a cabrear el sargento y ya verás la que se va a armar. Imagínate tú hasta dónde llego. Después también sueño mucho que hay un alien amorfo que me ataca, no tiene cara, pero va a por mí y entonces yo me defiendo, grito, empiezo a tirar la mesilla de noche, la lámpara, mis nietos se asustan.
Es la hora de comer y toca despedirse entre la risa estruendosa provocada por sus divertidísimas chaladuras oníricas y la sensación repentina de estar saliendo del mar para secarnos mientras nos retiramos el salitre de las pestañas. Porque una conversación sin la dictadura del reloj con Vicent es lo más parecido a pegarse un baño. Y de los buenos.