Caracoles arrebatados por Luisa Ortega en López de Hoyos
La cantante de copla, hija de la leyenda del flamenco Manolo Caracol y aquejada de Alzheimer, recibió anoche en Madrid un emocionante homenaje benéfico promovido por sus hijas
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Lo habían anunciado como «una noche íntima y en familia» y, si entendemos esa frase como una noche para cómplices en la emoción, se cumplió con una exactitud sin fisuras. Las hermanas Salomé y Jordana Pavón Ortega, cantaora y bailaora, descendientes de la alianza de dos dinastías que han agigantado el arte flamenco, fueron las ideólogas del homenaje benéfico que anoche, en Madrid, un comando de artistas le rindió a su madre, la cantante de copla Luisa Ortega, hija de aquel coloso de nombre Manolo Caracol. Fue en la sala Snobissimo, en la calle de López de Hoyos, zona noble, en el mismo local en el que años ha estuvo El Portón de Mario Conde. Y si este se hubiera dejado caer por allí no habría desentonado en absoluto. Porque, por momentos, el interior de esa discoteca recordó al Madrid pijo de los ochenta que el exbanquero frecuentó: mucho bronceado, mucha melena rubia, mucho vestido con estampados de flores, mucha americana de lino. Gente guapa y con pedigrí; un cruce nítido de aristocracia y bohemia.
Pero en cuanto arrancó el espectáculo, el arte con mayúscula lo inundó todo y disipó cualquier asomo de duda respecto a lo que allí iba a acontecer. Y durante algo más de dos horas de altísima intensidad, sucedieron muchas cosas. Ya el cartel prometía todo el rocanrol que despide el mejor flamenco: los bailaores Antonio Canales y Juan Andrés Maya; la bailarina Yolanda Gaviño; los cantaores Saray Muñoz, Laura Abadía, Amador Losada; el flautista Juan Parrilla; los guitarristas Jerónimo Maya, Juan y David Jiménez…
Y hubo momentos de esos en los que parece que el mundo frena en seco y en la retina se graban las imágenes con un hierro incandescente: mientras Saray, la hija de Tina de Las Grecas, sacaba de su cuerpo «La bien pagá» como si fuera un demonio de felicidad, con una voz venida de otro tiempo y planeta, Antonio Canales, el cráneo rapado y botines del color de la sangre, se movió en el escueto escenario como la pantera que aún habita en su interior.
Y cuando Laura Abadía cantó el «Me quedo contigo» de Los Chunguitos, la carne morena de todos los asistentes se encrespó igual que si hubiera recibido una caricia o un latigazo o ambas cosas. Y bailó José «Rapico» Carmona y fue como si Sandokán hubiese regresado del pasado con el don de la magia del arte total en cada gramo de su esqueleto. Y Yolanda Gaviño, la elegancia en movimiento, hizo llorar a sus castañuelas como si en vez de dedos tuviese puñales. Y sólo alguien que hubiera tenido los ojos y los oídos cerrados se habría mostrado inmune a los puñetazos de emoción que propinó Juan Andrés Maya durante todo el tiempo que estuvo en el escenario, ya fuera bailando como una bestia parda o recitando a otra bestia, Rafael de León («… que yo de tanto quererte / no sé si estoy viva o muerta»). Y las organizadoras, Salomé (verde y oro) y Jordana (blanca saeta), artistas desde las suelas de las sandalias hasta las frondosas coronillas, cantaron y bailaron en honor a su madre y a su abuelo, es decir, en honor a la sangre que no deja de quemar ahí dentro.
Y mientras todo eso ocurría, mientras el arte se derramaba como la sangre del toro ya vencido, no dejaron de correr ni un segundo el whisky y el ron y la ginebra y la cerveza. Y tras el loco fin de fiesta, la juerga se mantuvo en pie, casi con idéntico brío, pero ya sin los artistas en el centro de la sala llenándolo todo, corazones incluidos.
Hay veces, escasísimas pero mágicas, en que una mariposa aterriza en el fusil de un francotirador y quien lo ve tiene la sensación de que el bien le ha ganado la partida al mal para siempre. No sé si las hermanas Pavón Ortega son conscientes de ello, pero anoche, en Almendralejo, Badajoz, una anciana a la que conocen casi tanto como a sí mismas volvió a tener treinta años y notó cómo entraba en ella un relámpago y en su cabeza se encendían de nuevo todas las bombillas. Y esa mujer reconoció sin margen de error las voces y los rostros amados y las canciones de su vida, y vio al pequeño e inmenso Frank Sinatra y sonrió. Y a su lado, igual de sonriente, un tal Manolo Caracol no dejaba de apretarle la mano.