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Centenario
B. B. King: cien años del hombre que fue el blues
Nació hace ahora exactamente cien años en Berclair, el corazón del Delta del Mississipi, como mandan los cánones

La vida de Riley B. King es el arquetipo de la historia del blues. Nació hace ahora exactamente cien años en Berclair, el corazón del Delta del Mississipi, como mandan los cánones. Creció en la más absoluta pobreza hijo de un aparcero del algodón que abandonó a su familia y quedó huérfano con apenas 10 años, como exige el modelo del blues. Su única salida fue la de trabajar en los campos de algodón y sobrevivir agachando la cabeza ante los abusos cotidianos del sur, regido por las leyes Jim Crow. Presenció turbas racistas, ejecuciones sumarias, linchamientos por cualquier motivo. El joven Riley solo tenía una vía de escape: la guitarra, y a ella se dedicaba todos los días. El blues fluía por sus venas como el flamenco en Jerez de la Frontera. Era tartamudo, pero, al contrario que otros instrumentistas de blues que hacían maullar o gruñir a las seis cuerdas, él conseguía hacerlas hablar y cantar sentimientos desconocidos: así lo cuenta Daniel de Visé en «B. B. King. Rey del Blues» (Libros del Kultrum), volumen que aparece reeditado ahora.
Probó suerte en Chicago, más civilizada y amistosa con los afroamericanos, donde, además, emergía una industria discográfica que celebraba la música negra. Pero no era su lugar, así que regresó a Memphis, donde trabajaba en explotaciones agrícolas y por la noche actuaba en los clubes de la mítica Beale Street. A toda vida del blues le hace falta un ingrediente mágico y la de B. B. King (en Memphis es apodado «blues boy» y así es como adquiere su nombre) también lo tenía. De niño sufrió un golpe accidental en un testículo que le dejó prácticamente estéril. Cuando contrae matrimonio con su esposa Martha, son incapaces de concebir un hijo. Aunque B. B. King se mantuvo alejado de las drogas, el alcohol y el juego, nunca rechazó la compañía femenina y, a lo largo de su vida, terminó reconociendo hasta 15 hijos fuera de su matrimonio. Nunca pidió una sola prueba de paternidad genética y, a su muerte, dejó expresamente prohibido que nadie las hiciera.
Durante los años 40, B. B. King actuaba en los circuitos reducidos para afroamericanos, en los que apenas se podía malvivir, como le sucedía a Muddy Waters, Howlin’ Wolf y Sonny Boy Williamson. Todos se convertirán en héroes de la manera más inesperada, pero deberían transcurrir casi dos décadas de penurias. De la calidad de B. B. King como instrumentista y cantante sí dio cuenta Sam Phillips, legendario jefe de Sun Records, quien, sin embargo, obtuvo fortuna con las carreras de los blancos, como Elvis, Johnny Cash y Jerry Lee Lewis. El rock & roll de los años 50 eclipsaba por completo la tradición del blues con su sacudida eléctrica y la rabia adolescente recién inventada. Y así pasaban lentamente los primeros años sesenta mientras B. B. King seguía sumando hijos ilegítimos y callos en los dedos. Pero algo extraño sucedía en la lejanísima Gran Bretaña. Una generación de jóvenes se fascinaba con aquellas letras y voces profundas, insondables. Jóvenes llamados Paul McCartney, Keith Richards, Eric Clapton o Jimmy Page idolatraban una música que no pasaba de marginal en su propio país.
En 1967, B. B. King fue contratado para actuar en el Fillmore de San Francisco y lo tomó como un golpe de suerte. Cuando salió al escenario, no entendía nada: ¿por qué toda la audiencia era blanca? ¿Qué hacían allí todos esos chicos jóvenes con barba y melena, esas chicas con flores en el pelo? En la década de los setenta, B. B. King ascendió al Olimpo de la música y se convirtió en una inmensa leyenda para la posteridad. Aunque fuera porque la audiencia blanca y masculina así lo había decidido. Cuando falleció en 2015 había dado 15.000 conciertos. Dejó 15 hijos.
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