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Documental

«Leiva transforma todas sus crisis en material artístico»

El músico madrileño se arranca la carne y las máscaras en «Hasta que me quede sin voz», cinta sobre su vida que se estrena hoy. Entrevistamos a sus directores

Leiva en un momento del documental «Hasta que me quede sin voz»
Leiva en un momento del documental «Hasta que me quede sin voz»Documental

Detrás de la película documental de José Miguel Conejo Torres, Leiva, uno de los músicos y compositores de mayor relevancia del rock español, están tres amigos suyos: Lucas, Mario y Sepia, quienes han rodado una pieza muy seria, con ritmo de buen rocanrol, emocionante por momentos, divertida otros, que se aleja conscientemente del tono periodístico y que en algunos tramos alcanza el milagro de la poesía. «Hasta que me quede sin voz» muestra las debilidades y las grandezas de un artista acostumbrado a aumentar varias tallas cuando lo visita la tormenta. Las dos más grandes que ha enfrentado son la pérdida de un ojo a los 13 años, por causa de un disparo con una pistola de perdigones, suceso que marca su adolescencia y, de algún modo, su vida, y una lesión en una cuerda vocal –el talón de Aquiles de un músico que canta– que le ha exigido someterse a diversas intervenciones quirúrgicas. Y a eso habría que sumarle el peso que ha tenido y tiene el ser un escaparate andante, ya que la fama es, siempre, una anomalía y no todo el que la experimenta la vive de igual manera, y también un espíritu perfeccionista en exceso que le impide saborear en su plenitud lo mucho que lleva conseguido. Les digo a los tres directores que en su trabajo he visto la anatomía de una crisis perpetua, esa que convive con los artistas de veras. Responde Mario, raudo, con un latigazo de amigo: «Pienso que no solo hay crisis y que lo que gobierna al personaje quizá sea lo afortunado que es, más que las crisis que tiene. Yo hablaría de una lucha o sacrificio permanente». Sin embargo, avanzada la conversación apunta: «Hemos querido reflejar que ante todas estas crisis hay una cuestión de suerte y hemos intentado cerrar el documental con eso, su buena suerte. Y está claro lo que dices, que un artista vive en crisis permanente y que se alimenta de sus problemas. Pero no queremos que esto quede como una historia de un tío que sufre. Recuerdo una llamada de Lucas en la que me dijo: “Tío, es que esto es un puto ciclo: problema tal; montaña, música. Problema cual; amigos, música”. Después de un problema, él volvía siempre a la música o a los amigos o a la montaña para refugiarse». Interviene Lucas y ahonda en esa buena estrella que acompaña al protagonista: «Partiendo un poco de la “anatomía de la crisis” que planteas, que puede ser porque, obviamente, él sufre, también está lo afortunado que es de tener la música, que es como un refugio al que siempre ha vuelto y siempre ha estado ahí, y que lo abraza y a lo que él se abraza totalmente para sobrellevar todas estas puñetas de la fama, del ojo, del problema de la cuerda vocal y demás. Porque esa crisis permanente, entre comillas, se reconvierte en su caso en un motor creativo, que es algo universal también en los artistas: el sufrimiento como parte del proceso de la creación y cómo Leiva transforma todas sus crisis en material artístico». Sepia aborda el tema de la fama: «Algunas consecuencias que acarrea la fama son molestas, claro. En los rodajes he sentido a Miguel muchísimo más cómodo en el anonimato de las calles de Las Vegas o de Buenos Aires o en lugares como una cancha de fútbol, donde estaba compartiendo con sus amigos de toda la vida y la fama no lo toca tanto y se le veía más relajado. Y también hemos recorrido un lugar más íntimo, en el campo y en la montaña, donde la gente no estaba, y esto ayudó a entrar un poquito más en la persona y a no estar tan pendientes del personaje».

Cabe destacar de este documental la importancia del silencio, que ofrece, a veces, más información que una ristra de declaraciones: «El silencio ha ido de menos a más hasta cobrar protagonismo en la película –afirma Mario y asienten sus compañeros–. Sentimos que lo íbamos necesitando más y así fue ganando importancia en la construcción de la historia. Y me parece cojonudo que hablemos de esto, tío, del silencio. No nos suelen preguntar estas cosas y es muy interesante. Porque hemos pasado por tanto debate de arquitectura de guion y de narrativa… Sí, el silencio es muy interesante porque fue ganando peso».

Los tres autores se juntaron con casi quinientas horas de grabación. Ahí, el trabajo de montaje, de edición, fue decisivo. ¿Ha sido quizá lo más difícil de esta empresa? «Ha sido una parte muy complicada –asiente Lucas–, pero muy apasionante también. Había semanas que empezábamos deprimidos: ostras, ¿por dónde tiramos? Y ha habido un punto experimental, de prueba y error. Pero, gracias a Dios, hemos tenido tiempo para montar sin presiones y la posibilidad de seguir rodando mientras montábamos».

Aventuras fuera de guion

Mario remarca lo espléndido que se ha mostrado Leiva al dejarles acceder a determinados rincones de su vida: «Hemos sido muy afortunados de poder entrar en muchos momentos íntimos, como toda la parte de la operación. Porque el problema de la voz es la línea narrativa y Miguel ha sido muy generoso con eso». Sepia lo secunda y amplía: «Nuestro conflicto principal ha sido el de la voz. Y eso con el vértigo de un personaje como Leiva, al que una llamada lo hace viajar a Las Vegas por un evento sumamente particular, casi bizarro. Nosotros nos hemos involucrado en aventuras fuera de cualquier guion. Porque suceden y es parte de la locura con la que él convive y en la que nos metimos. Hemos compartido manicomio con él por dos años. Estuvimos secuestrados –dice entre risas–, a la merced de su agenda loca». «Y ahora que todo ha acabado –concluye Lucas– tenemos depresión posparto», y brotan más risas.

Un hombre a un dolor pegado

Por Javier Menéndez Flores

Hubo un fulgor gigante y, de pronto, en la fracción de segundo que dura un parpadeo, los márgenes de la realidad menguaron. Por el pasillo terroríficamente blanco de un hospital, el rostro ensangrentado, un adolescente descuida unos instantes, por culpa de los Guns N’ Roses, una herida que pudo ser mortal. Y en ese momento, sin él imaginarlo, acaba de firmar un contrato leonino con el porvenir.

Si digo estrella de rock, con cada una de sus sílabas, es difícil concebir el tormento sin final de una cabeza que no para jamás, ni aun en las horas de sueño, de buscar todas las salidas de emergencia de cualquier asunto. Si digo estrella de rock, con cada una de sus letras, cuesta imaginar al hombre al que alumbra la oscuridad de la ciudad de los rascacielos mientras piensa «no voy a poder, no, de ninguna de las maneras». Pero pudo, Miguel siempre ha podido. A veces, incluso, cuando no había forma de hacerlo. Porque los dioses le ponían trampas –alfombras de cristales rotos o de piel de erizo, minas anticantante, fosos con caimanes–, pero lo compensaban iluminándole el camino con un foco que arroja más luz que dos soles.

Hay un cuerpo de insecto tendido en una camilla y unos párpados que ceden al poder de la química y un cerebro que cruza un túnel y desemboca en un escenario rojo y negro que quizá no exista, pero que él nunca va a olvidar. Luego, tras un siglo o un nanosegundo, quién sabe, el ojo despierta y todo es blanco otra vez, o sea, negro, porque no puedes decir esta boca es vuestra.

Sí, ahí está el dolor, todo ese dolor superlativo de quien hizo y hace de la necesidad una canción imborrable y de quien siempre trata de superar ese 10 de genio que algunas veces adorna su espalda. Pero está también el azul chillón de la existencia: las croquetas de atún de Merche, rebozadas con ese amor de madre inencontrable en los supermercados; la ironía de Pablo, que sí sabe quién es Miguel Hernández y al que no se te ocurra chorarle el alioli porque te lanzará un soneto afiladísimo; la mano segura de Juancho; el fútbol con los colegas del barrio y el posterior festín de bocatas y birras aliñado con cantecito «remember»; el reencuentro con Rubén, al que le unió un dios de Carabanchel y los separó la pereza y los volvió a unir, y ya para siempre, el peso de una amistad inmune al óxido de los reproches. Y están la sabiduría y la temperatura al rojo vivo de Joaquín («según el viento», ay) y la del rey de Extremadura, nuevemiles de esa cosa tan extraordinaria que es escribir canciones con buena letra. Y están el bálsamo de la montaña nevada y el de un público que se las sabe todas y que te paga las facturas y los caprichos más caros porque las emociones que le das no tienen precio.

Vikxie, hey, todo está okey, tranquilo, siempre estuvo bien, «ailoviu». Y que sepa esa cuerda tan flaca que se agazapa en tu garganta que no te tumbará y que vas a seguir metiéndole veneno en la yugular cuantas veces haga falta, aunque después tengas que explicarte con una pizarrita comprada en un chino.

Tus tres troncos te han hecho un retrato de artistas, no de fotomatón, con luz cálida, amarilla, el reverso exacto de aquella que padecen los probadores. Y tú les has jurado que seguirás haciendo música mientras el corazón pedalee, por más que te sitien tus demonios o la fiebre te coma. Con o sin voz.