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Wu Tang Clan: una obra maestra del rap

Se cumplen 30 años de «Enter The Wu Tang (36 Chambers)» el disco que elevó el hip hop a película de Tarantino y demostró sus posibilidades creativas
Portada de "Enter The Wu Tang Clan (36 Chambers)"
Portada de "Enter The Wu Tang Clan (36 Chambers)"La Razón

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Todo había empezado dos décadas antes. Exactamente en 1973 se produjo la primera fiesta callejera en el Bronx donde, con dos tocadiscos y dos vinilos iguales de James Brown, el DJ Kool Herc puso a bailar a todo el barrio inventando quizá sin saberlo todavía un nuevo estilo, una nueva cultura. El hip hop nacía como un modo libre de expresión para un tiempo nuevo, como vehículo, primero, de diversión y después, de conciencia. Durante las dos décadas siguientes, su irrupción fue tal que se convirtió en la lengua franca de barrios y suburbios de las dos costas de Estados Unidos. Solistas y grupos fueron perfeccionando las rimas, los trucos vocales, la competición por ser más ingenioso y también por enfrentarse al poder. Sin embargo, aún faltaba por llegar el primer disco que elevase un estilo lenguaraz a la categoría de obra de arte. En 1993, ese disco llegó: fue el debut de un grupo de la muy periférica Staten Island que se hicieron llamar Wu Tang Clan. Un grupo de chicos obsesionados con las películas de kung fu y con más calle que las páginas amarillas que publicaron «Enter The Wu Tang (36 Chambers)», un viaje alucinante a través de la palabra y la imaginación.
Empecemos por aquella colina. Si esto fuera una película de artes marciales, en su cima vivirían unos campesinos que son permanentemente acosados por mercenarios o matones justo cuando el sol se esconde en el horizonte. Quizá fueran los esbirros de algún malvado gobernante. Sin embargo, estamos en Park Hill en «el distrito olvidado de Nueva York», donde las viviendas de protección oficial se levantan en inmensas colmenas. Un lugar que pasó a conocerse como Crack Hill (la colina del crack) o Killer Hill a causa de la marea de tiroteos asociados al narcomenudeo que le dieron fama. Los niveles de pobreza de su población avergüenzan o deberían hacerlo a Estados Unidos. Pisos de tres habitaciones para 15 personas y una lucha por el sustento diario que convierten a tráfico de drogas en la única escapatoria o al menos, en la más rápida. Allí es donde Robert Fitzgerald Diggs, RZA (pronunciado rezza), va a reunir a una pandilla de raperos criminales para convertirlos en uno de los mejores grupos de la historia. Lo de criminales no es un decir: RZA menudeó drogas durante su infancia (algo de lo que siempre se arrepintió) y salió airoso de un tiroteo y de un cargo de intento de asesinato. «Ganábamos dinero y nos manteníamos a nosotros mismos –relató RZA, su primo– pero fue la peor época de mi vida. Yo no quería ser camello, sabía que estaba matando a los míos. Pero entré en ese mundo para poder sobrevivir. Me traicioné a mí mismo». Siete de los futuros nueve miembros de Wu Tang Clan –dos de ellos, sus primos– habían estado en la cárcel antes de cumplir los 25 años. No eran ángeles de la caridad, pero tampoco es un récord escandaloso para afroamericanos de los suburbios en los años 80. La consigna policial en determinadas zonas era el acoso y derribo: perseguir a la delincuencia como eufemismo para oprimir a una raza. Ahí tenemos a los malos de esta película.
Con semejante panorama, la fascinación de RZA por las películas de kung fu era normal: un género escapista, una visión del mundo que no fuera la de los blancos occidentales, unas historias que hablan de un camino de perfeccionamiento, del entrenamiento para ofrecer una versión mejorada de uno mismo. Y, por supuesto, un espíritu justiciero de los humildes frente a los poderosos. Algunas de estas ideas estaban también en La Nación del 5 por ciento, una doctrina que consideraba al individuo negro como la reencarnación de Dios y que, en un giro fantasioso de la realidad renombraba a Brooklyn como Medina y a Harlem como La Meca. Si esos barrios podían ser Tierra Santa, también podían ser un templo de sabiduría budista. Podían ser lo que sus habitantes fueran capaces de imaginar. Para los miembros de Wu Tang Clan el rap era, en sí mismo, todas esas cosas: una vía de escape, un camino de perfección, una posibilidad de reencarnación en alguien mejor desde el mismo momento en que adoptaron sus apodos, una forma de ganar fama y poder y un lenguaje con el que poder hacer arte. Y, además, era la posibilidad de tener una familia, en algunos casos, por primera vez.
RZA fue reclutando a artistas en solitario, cada uno con sus superpoderes: Ol’ Dirty Bastard (el salvaje talento de la calle), Method Man (escribir para impresionar), Ghostface Killah (el malo del grupo), Raekwon (la elegancia), U-God (el que nunca sonríe), Inspectah Deck (el que lo ve todo), Masta Killa (el realismo) y Capadonna (el maestro de la lengua) para dar forma a un grupo de superhéores de barrio con algo en común: “Voy por la vida muy cabreado. Es lo que me han hecho estas urbanizaciones”, rima Inspectah Deck sobre su ecosistema en uno de los versos del disco de debut de Wu Tang Clan.
El logo de la banda lo decía claramente. Unas alas para poder escapar de la realidad, para poder volar más allá de esas colinas malditas, de trascender ese infierno cotidiano. De alguna manera, el disco de debut se convirtió en una especie de autodefensa. Pero, como dice Will Ashon en el libro «Música de cámara» (Libros del Kultrum) son una banda «más en la línea Tom Sawyer que Michael Corleone». De acuerdo: Coppola estableció en Staten Island el complejo de Corleone en «El Padrino», pero ese no era el propósito de nuestros raperos. Querían explorar y sobrevivir en un mundo salvaje, no convertirse en verdugos. A pesar de ello, Ol’ Dirty Bastard, sin duda la personalidad más errática y salvaje del grupo, fue perseguido y fichado por el mismísimo FBI antes de morir de sobredosis cuando tenía 36 años.
En los 12 cortes del disco encontramos interludios sonoros procedentes de hasta cuatro películas de kung fu. Diálogos sobre artes marciales y sabiduría que RZA adapta a las calles de Staten Island: la lengua es la espada, el rap es la esgrima, Wu Tan Clan son los maestros. En uno de sus cortes, «Protect ya neck», aconsejan al oyente que se proteja el cuello si no quiere perder la cabeza, ser decapitado metafóricamente. Gritan, chillan y hablan una jerga incomprensible. Hay fanfarronería, juegos de palabras infantiles, muerte en el asfalto y samples de Thelonious Monk en una narración tarantiniana antes que Tarantino. El disco rebosaba una autenticidad y una originalidad nunca vista. Vendió 30.000 copias la primera semana y medio millón al cabo de una año. Alcanzó el millón en 1995. Hicieron una obra maestra para volar sobre la realidad.
ROBAR LA ROPA A LOS RICOS
Para el cuarto sencillo del disco, Raekwon fue a comprarse ropa. Pensó en la clásica sudadera negra con capucha y un par de Jordan. Pero pasó por delante de un escaparate y se quedó embelesado. Era una chaqueta Snow Beach de Ralph Lauren, un anorak que decía por los cuatro costados «jóvenes arios con veleros», pijo blanco que bebe coñac en el club de esquiadores. Raekwon no lo pudo evitar y entró a comprarla, pero solo había talla XXL. Se la llevó puesta y con ella aparece en el videoclip de «Can It Be All So Simple». La jugada causó revuelo y fue un golpe maestro de la cultura afroamericana, tradicionalmente la expoliada culturalmente. De repente, los chicos negros se apropiaban de marcas que no eran para ellos y les daban un nuevo significado, una provocación: Polo, Timberland y North Face, por su parte, se preocuparon primero de asociarse a a los «b-boys» pero nunca se arrepintieron.

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