Tom Waits, la increíble historia del músico "beat"
Se cumplen 50 años de «Closing Time», el debut de uno de los grandes genios de la música americana
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Fue un 6 de marzo de 1973 cuando a los escaparates de todo el mundo se asomó un álbum singular de un personaje todavía más singular. Se llamaba «Closing Time» y en su icónica portada aparecía un tipo desaseado frente a un piano desvencijado, una botella de cerveza grasienta, una montaña de colillas y Dios sabe qué más. Era Tom Waits, era su álbum de debut y era el comienzo de una admirable carrera de 50 años de uno de los músicos más auténticos, originales e indómitos de nuestra era. Es cierto que no fue el álbum que quería Waits, ni siquiera el disco que mejor definiría el originalísimo sonido por el que hoy es reconocido, pero sí ayudaría a sentar algunas de las bases que se reafirmarían en años sucesivos hasta alcanzar la posición casi mitológica que hoy poseen tanto su música como el personaje que cuidadosamente fue fabricando desde joven. Mezclen a Jack Kerouac, Bob Dylan, Louis Armstrong, Charles Bukowski, Lenny Bruce y Howlin’ Wolf y quizá se aproximen a la corteza de este inclasificable músico.
Pero hablemos de «Closing Time» y su agónica gestación. En realidad, el comienzo de este disco se explica unos cinco años antes, cuando Tom Waits abandona la escuela secundaria para trabajar en un mugriento lugar llamado Napoleone’s Pizza House en National City, un pequeño y decadente pueblo de San Diego. Durante sus turnos en la pizzería, preferiblemente nocturnos, Tom Waits escuchaba a los clientes y, a menudo, garabateaba frases y diálogos interesantes que luego usaba en sus canciones. Cuando no trabajaba, se dejaba caer por escenarios de diferentes garitos del circuito folk de San Diego. Pero no era uno más de esos melifluos cantantes agarrados a la vieja tradición de un estilo que entonces ya sonaba muy pasado de moda. Esa voz, esas historias, esas melodías y esa forma de presentarse en escena no pertenecían a nadie más que a él mismo, más allá de deudas y homenajes reconocibles.
Su debut se forjó con las frases que escuchaba trabajando de pizzero
En 1971 decidió ir a por todas en su carrera y acudió al lugar donde estaba ocurriendo todo en aquellos momentos: Los Ángeles. Y más concretamente al legendario club Troubadour, donde se dejaban caer no solo los aspirantes a músicos, sino también los managers y los representantes de compañías, ávidos por capturar a la próxima estrella de la canción. Y fue en el verano de 1971 cuando el representante Herb Cohen vio y escuchó por primera vez a Tom Waits en el Troubadour. Precedido de una fama de matón –se decía que guardaba una caja de granadas en el maletero de su coche–, Cohen supo ver que ahí había talento. Pero al principio no promocionó a Waits como intérprete, sino como creador. Pensó que su habilidad para hacer canciones únicas le reportaría buenos beneficios editoriales. Waits dejó hacer y no vio mal que le pagaran por escribir temas.
Sin embargo, el músico se vería beneficiado por la ola del negocio discográfico. David Geffen acababa de fundar el sello Asylum y reclutaba a todo aquel que se presentara con una guitarra acústica y acreditara tener cierto talento. A principios de 1972, Tom Waits se había mudado a un apartamento en Sliver Springs, un área de clase trabajadora que albergaba a la comunidad hispana y a varios bohemios de Los Ángeles que le proporcionarían una gran cantidad de material para sus siguientes canciones. A pesar de que supuestamente debía centrarse en su carrera como compositor, Waits continuaría tocando en vivo y en el propio Troubadour conocería a Geffen. Cuando este escuchó a Tom Waits cantar «Grapefruit Moon», quedó tan impresionado que esa misma noche le ofreció al cantautor un contrato de grabación.
Asylum quería a gente como Jackson Browne, Graham Nash, Joni Mitchell, James Taylor… La canción de autor que se llevaba por entonces, y que tantos discos comenzaba a vender. Y deseaba fomentar ese sentimiento de «comunidad» para que se retroalimentaran los talentos y no pararan de producir discos, como así sucedería. Pero Waits no era uno de ellos. Ni siquiera simpatizaba con este grupo de músicos. Ni en lo personal ni en lo musical. Él vivía por libre, a su aire, y sus referencias –quitando a Dylan– eran muy diferentes. Él se consideraba un miembro perdido y anacrónico de la generación beat. Estaba fascinado por la libertad de Kerouac, el romanticismo de Corso, el desafío a los límites de Burroughs, la transgresión de Gingsberg… También apareció por su vida Bukowski y su realismo sucio, con el que conectaría de inmediato. Y, por supuesto, estaban todas esas viejas historias del blues y el country rural cargadas de bandidos, licor, desesperación, amor culpable y asesinatos… Su relato, su personaje y su música no pertenecían a un bonito sol de primavera, sino a despertar entrado el día y ver desconcertado el hueco vacío que dejó en la cama aquella chica que se fue y de la que ni siquiera recuerdas su nombre.
Precedido de una fama de matón, se negó a ser un melifluo cantautor folk
Para cuando Waits entró en el estudio de grabación para registrar su álbum de debut, ya tenía decenas de canciones compuestas. Jerry Yester, antiguo componente de Lovin’ Spoonful, sería el productor asignado. La cuestión fue que no hubo consenso entre lo que quería el artista y lo que deseaba la compañía. Al final todo quedó en una especie de pacto asumible para ambas partes: el disco sería mitad folk, mitad Waits. Al primer grupo, el de la pura canción de autor, pertenecerían composiciones como «Ol’ 55», «I Hope That I Don’t Fall in Love with You», «Old Shoes» o «Martha», espléndidas canciones llenas de romanticismo que, sin embargo, nunca serían representativas realmente del sonido auténtico de Waits, quien en cambio sí se sentía más orgulloso de temas como «Virginia Avenue», «Ice Cream Man» o especialmente «Grapefuit Moon», sin duda la canción más auténtica de ese álbum de debut. «Aquello fue un continuo tira y afloja. Si se hubiera hecho como querían, habría salido un álbum más folk, mientras que lo que yo quería era que sonara a contrabajo y trompeta con sordina», diría años después.
Lo tremendo es saber que desde se grabó «Closing Time» hasta que salió publicado transcurriría casi un año. Geffen tenía otras prioridades y un severo calendario de publicaciones diseñado en función de la supuesta comercialidad de cada trabajo. Para cuando se lanzó su disco de debut, Waits era ya otro músico porque también era otro tipo de persona, bastante más radical a todos los niveles. Ese álbum sería generalmente bien recibido por la crítica, pero apenas tendría repercusión en las ventas. Temas como «Ol’ 55» –que después grabarían los Eagles, para profundo disgusto de Waits–, «Martha» u «Old shoes» gozarían del beneplácito general, algo que en cambio no sucedería con las piezas que sí eran más del gusto de su compositor. Su autenticidad le llevaría a seguir su instinto, que quedaría confirmado en su posterior trabajo, el impresionante «The Heart of Saturday Night» (1974), al que seguirían más obras maestras y trabajos del calibre de «Small Change» (1976) o «Blue Valentine» (1978). Y en 1983 llegaría la gran ruptura, «Swordfishtrombones», con un sonido radicalmente diferente que ya marcaría el resto de su carrera. Pero eso ya es otra historia…
A sus 73 años, e instalado en una plácida vida familiar desde 1980, cuando se casó con Kathleen Brennan, Tom Waits parece ya distante de su carrera como músico después de haber brindado discos colosales y haberse consagrado como uno de los mejores artistas en directo de la historia, gracias a unas giras tan extravagantes como cautivadoras en todos los sentidos: visual, estético y sonoro. Su último disco fue el notable «Bad as me», de 2011, y desde entonces parece estar más centrado en su faceta como actor, la que más ha explotado durante la última década. ¿No habrá ya más discos de Tom Waits?