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¿Quién puede vivir sin Ibáñez Serrador?

Después de padecer una larga enfermedad, el director ha fallecido a los 83 años. Atrás ha dejado bastantes noches de risas y otras muchas de terror
Después de padecer una larga enfermedad, el director ha fallecido a los 83 años. Atrás ha dejado bastantes noches de risas y otras muchas de terrorlarazon

Se formó como director teatral, triunfó en el cine con películas tan transgresoras como «¿Quién puede matar a un niño?» y se convirtió en uno de los rostros más populares de la pequeña pantalla por su contribución a difundir clásicos de la fantasía y el terror. Se ha marchado un icono.

Es imposible, además de indeseable, separar el nombre y la figura inolvidables de Narciso Ibáñez Serrador de ese animal improbable que es el género de fantasía, horror y ciencia ficción en España. Por supuesto, tenía que ser alguien de fuera, aunque se nos metiera tan dentro, quien trajera a nuestro país de tazón, boina y cucharón la pasión por el fantaterror, pues Chicho se curtió junto a su egregio padre, el gran actor y director teatral español –este sí– Narciso Ibáñez Menta, y a su madre, la actriz argentina Pepita Serrador, por las tablas de toda Latinoamérica, para recalar finalmente en los dos medios que le darían justa fama: la radio y la televisión, pero llevando siempre en los genes el amor por escritores como Edgar Allan Poe, por el cine de terror y por figuras como Lon Chaney Sr., «El hombre de las mil caras», con quien compartiera camerino Ibáñez Menta.

Casi desde el primer instante, cuando entrara a trabajar en la televisión argentina junto a su padre, Narciso Ibáñez Serrador apostó por el suspense y el horror. Así crearía la serie «Obras maestras del terror», emitida entre 1959 y 1960, donde adaptaba historias originales de Poe o Stevenson, y que daría lugar a su primera incursión cinematográfica, no como director sino como guionista e intérprete, en la película del mismo título firmada en 1960 por Enrique Carreras. A esta serie le seguiría «Mañana puede ser verdad» (1962), desplazando su interés a la ciencia ficción, que le fascinaba por su cualidad intrínsecamente moderna y crítica. Un año después, estaba ya en España introduciendo en programas como «Estudio 3» su afición por los clásicos del género, lo que le llevaría a resucitar en 1964 para Televisión Española su serie «Mañana puede ser verdad», con notable éxito gracias a historias propias, firmadas con el seudónimo de Luis Peñafiel, como la terrorífica «Los bulbos», que tuvo en vilo a los entonces bisoños telespectadores, quienes descubrían asombrados el sentido de la maravilla catódico y nada apostólico de su creador. Este éxito, pero sobre todo su cualidad visionaria y apasionada, le llevarían finalmente hasta su marca personal definitiva y definitoria: «Historias para no dormir», que desde 1966 y a lo largo de tres temporadas distintas y de su accidentado acontecer, se convirtió en escuela de ficción para futuras generaciones, en ejemplo del éxito de un género tradicionalmente desamparado por nuestra cultura, y también en desengaño que acabaría conduciendo a su creador al mundo de los concursos –con su no menos genial «Un, dos, tres»– y a una cierta amargura de la que nunca pudo librarse: la televisión que había contribuido a convertir en medio de comunicación adulto le condenaba al ostracismo.

Pero antes de llegar a esa complicada y agridulce década de los 80 del siglo pasado, cuando Chicho se las viera y deseara para seguir sacando adelante proyectos fantásticos con cuentagotas y a contracorriente, su genial adaptación del modelo Hitchcock a la idiosincrasia hispana, su capacidad para convertirse en personaje a sí mismo, en «Mago del Suspense» nacional, le permitió realizar dos espléndidas incursiones en el cine de terror: «La residencia» (1969) y «¿Quién puede matar a un niño?» (1976), la primera escrita en colaboración con Juan Tébar y la segunda basada en la novela «El juego de los niños», de su amigo y colaborador, el llorado Juan José Plans. Dos títulos anómalos en el panorama del fantaterror hispano, más cerca de modelos italianos y anglosajones, que sitúan a su director en un nivel muy distinto al de los honestos artesanos de la época, tanto por sus mayores pretensiones como por sus también mayores logros.

Aquella generación fantástica

Desde la televisión, la radio y el cine, pero también desde el papel impreso –su revista «Historias para no dormir»–, Narciso Ibáñez Serrador nos familiarizó con autores como Ray Bradbury, Frederic Brown, W. W. Jacobs, Robert Bloch, Fritz Leiber y muchos otros, apoyó el terror y la ciencia ficción con acento español de Juan Tébar, Carlos Buiza o J. J. Plans, y logró combinar humor, terror, humanismo – «El asfalto», «El trasplante», «El televisor»...–, suspense y fantasía, hasta que en cierto momento se encontró prácticamente abandonado, salvo por un puñado de niños y adolescentes que habían crecido con sus «Historias para no dormir» y hoy tratan de seguir su ejemplo como pueden y les dejan. Una vez tuve la oportunidad de preguntar a Chicho –hombre amable, erudito y sutil como pocos– qué había pasado con aquella generación fantástica de la España de los años 60 y 70 abruptamente desaparecida o reconvertida, y él, mirándome con sonrisa encantadora y un brillo maligno en sus ojos, me contestó: «Pregúntales a los demás... Yo sé lo que pasó, pero no te lo puedo decir». Ahora, se ha llevado su secreto a la tumba, y nos ha dejado con una historia para no dormir más... pero esta vez sin final ni solución.