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El reverso de las imágenes del Prado

En un cuadro, lo visible es solo la mitad de la obra mientras que la otra mitad nos ha sido arrebatada desde la génesis misma de ese trabajo

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El reverso de una pintura siempre se ha considerado como un espacio muerto, fuera de los límites de ese plano visible en el que el artista ofrece su visión del mundo. Por una simple cuestión fenomenológica –ahí están los escritos de Merleau-Ponty para confirmarlo–, cuando un cuerpo se sitúa delante de otro solo obtiene una visión frontal de él; aquella parte de la realidad que ese cuerpo oculta queda, por pura física, fuera del alcance de nuestra mirada. Por esta misma razón, toda imagen desvela y oculta al mismo tiempo. En un cuadro, lo visible es solo la mitad de la obra –la otra mitad nos ha sido arrebatada desde la génesis misma de ese trabajo–. Y es precisamente esta carencia de origen que atañe a la esencia de la pintura lo que el brasileño Vik Muniz ha querido subsanar al mostrar, en el Museo del Prado, un facsímil del reverso de la obra maestra de Velázquez, «Las Meninas».
La idea de base puede sorprender: reproducir minuciosamente cada hilo del lienzo, así como los remaches, manchas y vetas de la madera. Pero, cuando se examina con detenimiento la estrategia discursiva desplegada, nos encontramos con dos aspectos a resaltar: en primer lugar, Muniz ha realizado un simple acto de apropiación de un objeto preexistente, al cual –y solo aparentemente– no se le ha añadido ningún elemento subjetivo. Pero, superpuesta a esta primera maniobra, el pintor ha llevado al campo de la representación aquello que usualmente resulta irrepresentable. La parte trasera de un cuadro no produce imagen alguna. Aunque ¿qué es lo que sucede cuando lo simplemente funcional y oculto es trasladado al plano visible de la representación? Que termina por convertirse en una imagen en sí misma –y no en una imagen cualquiera, sino en aquella que, por inversión, esconde la gran maquinaria visual ingeniada por Velázquez–.
Exposicion en el Museo del Prado, Reversos. David Jar
Exposicion en el Museo del Prado, Reversos. David JarDavid JarPHOTOGRAPHERS
El juego conceptual -como se aprecia- es de un brillante refinamiento. Y esto nos lleva a preguntarnos: ¿no ha habido autores que, en este último siglo de incendiarias revoluciones artísticas, no hayan jugado con el reverso de las imágenes? Por supuesto que los ha habido. Tómese, por ejemplo, el caso de Marcel Duchamp –el artista más influyente del arte moderno y contemporáneo–. Su «Gran Vidrio» es la primera obra de la historia del arte que expuso abiertamente su «cara muerta». Pese a que se trate de una pieza para ser vista frontalmente, es inevitable que, por su condición exenta, el espectador la rodee y advierta la parte trasera: esa en la que el barniz, los alambres, las láminas de plomo y el polvo se observan en su dimensión no estética. El mismo Duchamp ya había trabajado en la resignificación del reverso de los cuadros durante su periodo simbolista al utilizar las dos caras de la obra para pintar motivos diferentes.
Esta estrategia ha sido continuada durante la posmodernidad cuando, a raíz de la liberación del yugo del modernismo, diversos autores han pintado no solo sobre el anverso, sino también sobre el reverso de los cuadros, generando así una representación continuada por las dos caras. Un formidable ejemplo de esta estrategia la facilita Andrej Wróblewski –de quien, hace algunos años, se pudo ver una interesante muestra organizada por el Reina Sofía en Palacio Velázquez bajo el título de «Verso/Reverso»–. Además, desde el Informalismo hasta la actualidad, el recurso de los pintores a romper la superficie pictórica –Manolo Millares– o el bastidor –Ángela de la Cruz– ha terminado por traer al plano de la representación esa parte oculta de la pintura en la que se esconde la galería de sombras de la historia del arte.