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Cine

Robert Redford: el golpe más duro

Con la muerte del veterano intérprete el séptimo arte se despide de la última estrella del Hollywood liberal que logró cambiar los códigos del cine moderno para siempre

Un impecable Redford en la escena final de «El golpe»
Un impecable Redford en la escena final de «El golpe»Imdb

No por anunciada o esperada deja la muerte de Robert Redford de ser otro rotundo recordatorio de la progresiva desaparición de un Hollywood que hace tiempo dejó de existir, pero que seguirá siempre presente gracias a las muchas grandes y pequeñas películas que marcaron el cambio de paradigma de una industria cinematográfica casi exclusivamente entregada al glamour, el espectáculo y el entretenimiento, por otra donde todo ello estaba también al servicio de un cine adulto, crítico, comprometido social, política y artísticamente. El cine de ese Nuevo Hollywood de los años sesenta y setenta, cuyas huellas perduran todavía hoy, pero que tampoco volverá ya a brillar con la intensidad a la que figuras como Redford fueron capaces de elevarlo.

Porque Charles Robert Redford Jr., nacido el 18 de agosto de 1936 en la californiana Santa Mónica, muy cerca de la meca del cine misma, mal estudiante pero estrella en ascenso gracias a la televisión y a Broadway en los primeros años sesenta, pasó rápidamente de ser poco más que una cara bonita y resultona en comedias románticas como “Descalzos por el parque” (1967) a identificarse muy pronto con los nuevos aires creativos e ideológicos que soplaban en Hollywood. Un vendaval que se iba a barrer con las grandes superproducciones removiendo hasta las entrañas los géneros clásicos del cine americano, renovándolos, dándoles la vuelta e insuflándoles energía e ideología a partes desiguales.

Redford pronto se convirtió en uno de los más guapos rostros representativos del western revisionista y desmitificador, formando pareja tragicómica de bandidos ingeniosos si no generosos con Paul Newman en “Dos hombres y un destino” (1969); interpretando a un sheriff renuente obligado a perseguir contra sus principios a un nativo americano empujado a la violencia en el poswestern anti-racista “El valle del fugitivo” (1969); o al anithéroe silencioso y melancólico, expresión por excelencia de la ética individualista del mountain man de la frontera americana, de la magnífica “Las aventuras de Jeremiah Johnson” (1972).

Ya desde el comienzo de su estrellato, Redford supo combinar su imagen de guapo rey de la pantalla, ídolo de jovencitas y no tan jovencitas, con la de un actor serio, entregado e identificado cabría decir moralmente con el mensaje político, social e ideológico de la mayoría de los filmes de ese Nuevo Hollywood concienciado, al que daría algunos de sus mejores papeles: el ingenuo e injustamente perseguido Bubber Reeves, víctima del clasismo sureño en “La jauría humana” (1966), según la novela de Horton Foote; el cínico político en ascenso de la sátira “El candidato” (1972); el perseguido Turner del thriller de ficción conspiranoica liberal “Los tres días del cóndor” (1975); el Bob Woodard del thriller de no-ficción conspiranoica liberal “Todos los hombres del presidente” (1976), o el Henry Brubaker de, claro, “Brubaker” (1980), funcionario de prisiones decidido a cambiar el régimen brutal carcelario literalmente desde dentro, aún poniendo en peligro su vida.

Personajes todos con un mismo carisma marcado por la honestidad, el liberalismo de sesgo humanista y un afán de denuncia social que nunca empaña la maestría tanto del actor como de sus directores (muchos de ellos afines ideológicamente y hasta hacía poco tiempo antes incluidos en la infame lista negra del macartysmo) para que esta se desprenda de forma orgánica e inteligente de narrativas de puro género, desplegadas siempre con intensidad, espectacularidad y eficacia, siguiendo las reglas del mejor cine del Nuevo Hollywood.

Al mismo tiempo, no renunció a explotar su físico, rostro y carisma encantadores en ingeniosas comedias como “Un diamante al rojo vivo” (1972), dando vida al descarado Dortmunder, ladrón profesional creado por el novelista Donald Westlake; la mítica comedia de timos y estafas “El golpe” (1973), de nuevo junto a Paul Newman; o en dramas de época como “El gran Gatsby” (1974), adaptación de Scott Fitzgerald que fuera un fracaso sonado en su día y hoy recuperada; “El carnaval de las águilas” (1975), como el acrobático aviador y especialista Waldo Pepper; “El mejor” (1984), melancólica, nostálgica y bella adaptación de la novela de béisbol artúrica de Bernard Malamud; o, por supuesto, “Memorias de África” (1985), uno de los grandes hits de los ochenta, romántica y emotiva versión de la obra autobiográfica de Isak Dinesen “Lejos de África”, donde su muy mejorado Denys Finch-Hatton le convirtió en ídolo de toda una nueva generación de espectadores y, sobre todo, espectadoras, permitiéndole superar de largo la barrera de la edad, entrando ya a tope en la última gran década cinematográfica de Hollywood.

Desde entonces, Redford, como los Rolling Stones pero mejor conservado gracias a la magia del cine (y a la cirugía plástica, que últimamente marcaba en exceso su ajado rostro), se las apañó para seguir apareciendo en títulos que mantenían, contra los nuevos vientos y mareas, su esencia liberal y su mensaje humanista y progresista, siempre profundamente americano al tiempo, tanto desde el drama familiar, como en “El río de la vida” (1992), que dirigió él mismo siguiendo la novela de Norman Maclean; como en el romántico, con “Una proposición indecente” (1993) y “El hombre que susurraba a los caballos”, nueva adaptación literaria dirigida también por Redford. O bien con comprometidos thrillers políticos y de espionaje internacional como “Spy Game” (2001) o “Leones por corderos” (2007) y “Pacto de silencio” (2012), estos dos últimos firmados de nuevo por Redford al otro lado de la cámara.

Redford, una cara bonita que se curtió demostrando que era también un gran actor y un gran tipo en una década dominada por “feos” como Dustin Hoffman o Al Pacino, jugó siempre con ventaja, pero repartió sus dones tan democrática y liberalmente como era de esperar y de desear en su caso. Dirigió filmes, aparte de los ya citados, como “Gente corriente” (1980), que le valdría el Oscar; “Un lugar llamado Milagro”, curiosa mezcla de poswestern y realismo mágico latinoamericano adaptada de la novela de John Nichols; “Quiz Show” (1994) o “La conspiración” (2010), cuestionando sacrosantas instituciones culturales estadounidenses como los concursos televisivos o el asesinato de Lincoln.

Produjo a colegas y amigos, unidos en el mismo afán por un buen cine cargado de intenciones y mirada crítica como Errol Morris y su “Tempestad en la llanura” (1991), neonoir nativo americano según novela de Tony Hillerman (a cuyo personaje ha permanecido unido a lo largo de varias series televisivas); a Walter Salles y su dramática road movie brasileña “Estación Central de Brasil” (1998); a Michael Kalesniko y su sarcástica y ácida comedia “Cómo matar al perro de tu vecino” (2000)... por citar solo algunos ejemplos. Convirtió el nombre de uno de sus personajes más populares, Sundance, en sinónimo del festival más prestigioso y conocido mundialmente de cine independiente, bajo cuyo amparo han prosperado también escuelas de cine, salas de exhibición y canales televisivos con el mismo espíritu de apoyo a una forma de entender el arte cinematográfico que sea eminentemente autoral, comprometida social y artísticamente… Al tiempo y a la par que accesible a todo tipo de público e incluso, ¿por qué no?, comercial.

Por supuesto, su activismo no fue solo artístico y cinematográfico. A lo largo del tiempo Redford contribuyó personal y económicamente apoyando la causa LGTBI+, los derechos de los pueblos nativos americanos, y todas las luchas ecologistas y ambientales posibles e imposibles. Aunque durante años se situó, por paradójico que nos parezca (esto es Hollywood, amigos), en las filas republicanas, apoyó la reelección de Barack Obama en 2012, así como a Joe Biden en 2020, tras decepcionarse profundamente ante el giro dado por los republicanos bajo el mandato de Donald Trump. Merece quizá la pena concluir recordando no solo al Redford actor, director, productor y, sobre todo, estrella por excelencia del Hollywood liberal y comprometido, sino también al ocasional comentarista político que, pocos años antes de dejarnos, en 2019, calificó la administración Trump como “una monarquía disfrazada”. No le faltaba razón al Gran Redford.