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Sofia Coppola hace llorar a Priscilla Presley

La directora de «Las vírgenes suicidas» propone en esta nueva jornada del Festival de Venecia un biopic muy personal sobre la mujer de Elvis
Priscilla Presley acompañó a Sofia Coppola durante la presentación del filme «Priscilla», sobre su relación con Elvis
Priscilla Presley acompañó a Sofia Coppola durante la presentación del filme «Priscilla», sobre su relación con Elvis ETTORE FERRARIEFE/EPA/
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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«Es muy difícil sentarse y ver una película basada en ti, en tu vida, en el que fue tu amor», dijo, al borde de las lágrimas, Priscilla Presley. La ex mujer de Elvis decidió no participar oficialmente en la rueda de Prensa de «Priscilla», que ayer se presentó en la Mostra veneciana, pero se camufló acomodándose en las primeras filas de la sala y reclamó el micro cuando una periodista italiana le preguntó qué le había conmovido más de la película.
«Sofia Coppola ha hecho un trabajo fantástico», afirmó, para acto seguido reivindicar la figura de Elvis Presley, que empezó a salir con ella cuando solo tenía catorce años: «La gente creía que todo era sexo. Y en absoluto lo fue. Era muy amable, muy tierno, muy cariñoso, pero siempre respetó que yo fuera una menor. Para mis padres fue difícil entender por qué Elvis estaba interesado en mí. Yo le escuchaba. Él me abría su corazón: sobre sus miedos, sus esperanzas, y sobre la pérdida de su madre, de la que nunca se recuperó». No nos engañemos: «Priscilla» no descubre nada nuevo sobre la figura de Elvis, pero es una buena excusa para que Coppola, que se ha inspirado en «Elvis and Me», el libro autobiográfico que Priscilla Presley publicó en el año 1985, haga uno de sus acostumbrados giros flaubertianos y diga: «Priscilla, c’est moi».
No es difícil entender por qué Coppola se sintió interesada por el proyecto. Su historia es la de una chica que creció en una familia del mundo del espectáculo, liderada por una poderosa figura masculina, que tuvo que buscar su propia voz para demostrar que no era la «nepobaby» que parecía ser. En películas como «Lost in Traslation», «Somewhere» o «Maria Antonieta», la soledad y la alienación de las chicas privilegiadas, abrumadas por maridos o padres ausentes, parecen definir un arquetipo narrativo en el que Coppola se refleja sin pudor. Priscilla Presley se añade a esa galería de mujeres melancólicas que quieren abrir las jaulas de oro que otros han construido para ellas y que sueñan con encontrar un amor que las acompañe, que las escuche y que las respete. No puede decirse, pues, que «Priscilla», otro más de los biopics que han asaltado esta Mostra («Ferrari», «Maestro», «El Conde»...), no sea una película personal. «Es una historia humana», afirmó ayer Coppola. «Ilumina los altibajos de una relación».
Del retrato de esa relación, por supuesto, la que sale mejor parada es Priscilla (Presley es productora ejecutiva del filme). Y aunque Coppola no hace leña del árbol caído, aquí se trata de entender por qué Elvis, con todas sus virtudes, era un hombre difícil: su adicción a las drogas, su apatía sexual, sus obsesiones místicas, sus arranques misóginos. Coppola es aún más pulida y caligráfica que el Bradley Cooper de «Maestro»: la diferencia de su «biopic» reside en ofrecer un cambio de punto de vista, en relegar a un segundo plano al ídolo de masas. «Priscilla» es la némesis del «Elvis» de Baz Luhrmann, también, claro, en un plano formal: Coppola se permite sus anacronismos en la banda sonora –asesorada por su marido, Thomas Mars, líder de Phoenix: los albaceas de los derechos musicales del legado de Elvis no han querido participar en el proyecto–, abunda en su fetichismo decorativo, retrata Graceland como un reino hundido en las tinieblas y poco más.
Y luego estaba Ryusuke Hamaguchi con la gloriosa «Evil Does Not Exist». Tras el éxito internacional de «Drive My Car», el japonés podría haberse dormido en los laureles, pero su cinta, desconcertante y misteriosa, le confirma como uno de los cineastas más interesantes actuales. «Evil Does Not Exist» nació como un corto de 30 minutos acompañado por la música en directo de Eiko Ishibashi. Cuando Hamaguchi vio que el material rodado daba para un largo lo convirtió en un díptico formado por la película que se estrenó ayer en la Mostra y otro filme, «Gift», que se presentará en octubre en el festival de Gante respetando la idea original del proyecto.
No es extraño, pues, que la secuencia de créditos –un majestuoso travelling en contrapicado que muestra un mar de árboles desnudos– parezca una apertura sinfónica. Ese plano, que encontrará su rima en el de clausura, marca el tono grandioso e inquietante de una película en la que, durante 45 minutos, apenas pasa nada. La vida cotidiana de una comunidad rural se despliega ante nuestros ojos poniendo especial énfasis en las idas y venidas de Takumi, un padre soltero que siempre se olvida de recoger del colegio a su hija de ocho años. Es admirable cómo Hamaguchi hace estallar esa cotidianeidad en una escena de lucha colectiva, la de una asamblea que cuestiona a los portavoces de un proyecto turístico que causará graves daños en el equilibrio ecológico del pueblo. La película se desvía, cambia de perspectiva, la palabra reclama su poder y, como consecuencia, el espectador es incapaz de anticipar qué rumbo tomará la trama. Y toma el más imprevisible: de la posible denuncia social viajamos a un drama existencial que nos deja clavados en la butaca. Si la inspiración chejoviana de «Drive My Car» cristalizaba en uno de los finales más conmovedores del cine reciente, el de «Evil Does Not Exist» podría haberlo escrito Raymond Carver.