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Los jóvenes, los toros y el Ministerio de Censura

Festejo en Las Ventas, Madrid
Festejo en Las Ventas, MadridRodrigo JiménezEFE

Ahora que han prohibido que los jóvenes gasten el bono cultural en tauromaquia, recuerdo que de todos los estereotipos que se han volcado sobre el aficionado a los toros, el más extendido, que es un viejo y que, cuando desaparezca por efecto de las inexorables leyes del tiempo, la fiesta de los toros desaparecerá con él. Aunque hay aficionados que nacen por generación espontánea en los entornos más lejanos e incluso más opuestos al toro, la afición es felizmente heredada de generación en generación. Al aficionado mayor, ese que lo ha visto todo en el ruedo, se le tiene en cuenta más que en otros ámbitos de la sociedad. En las tertulias, cuando el viejo habla, el joven escucha. Otra cosa es que los aficionados sean mayores.

Según los datos del Ministerio de Cultura, la franja de edad con mayor porcentaje de ciudadanos que han acudido a los toros en el último año es la que va de los 15 a los 19, con unas cifras un 21% superiores a la media de todos los españoles. En este grupo están contenidos justamente los de 18 que van a recibir los 400 euros del bono cultural y que no van a poderlo gastar en las taquillas de las plazas. Según los estudios elaborados a partir de esta encuesta oficial, en una escala del cero al diez, el 23,5% de los jóvenes tienen un interés por la tauromaquia mayor que cinco, con lo que los toros interesan de manera intensa a más de 110.000. Un cuarto de ellos no puede asistir a los festejos por motivos económicos según un estudio del catedrático de Economía de la Universidad de Barcelona, Vicente Royuela. Esos son los miles de ciudadanos cuyas aspiraciones culturales acaban de ser censuradas, aunque el daño es mucho mayor. La única razón que existe para que el espectáculo taurino no se ofrezca junto a los otros espectáculos en el catálogo del bono cultural es que es un catálogo político e ideológico. En contra de lo que indican los tribunales, aquí se viene de nuevo a censurar una parte de la cultura a la que se trata desfavorablemente de manera reiterada como han venido recalcando en diversas sentencias los tribunales de todo rango que la defienden en otras ocasiones y que terminarán por defenderla en esta.

En realidad, lo que se rompe con esta medida es algo mucho más profundo, pues decepciona a los que creíamos que vivíamos en un país plural con una profunda tradición democrática y en el que las libertades (también culturales) de los ciudadanos estaban a salvo de la costumbre de los gobernantes por imponer su gusto mediante las herramientas que les concede el juego democrático. Que los poderosos no iban a decidir de nuevo lo que podíamos ver, lo que podíamos leer y lo que podíamos sentir. Al fin y al cabo, creíamos que el tiempo de los rombos había pasado, que teníamos un Ministerio de Cultura y no uno de censura como este.