Rafael de Paula

Adiós a un mito

No fue Paula un héroe perfecto. Fue un torero verdadero

El singular Rafael de Paula dibuja un profundo natural en la catedral del toreo, Las Ventas
El singular Rafael de Paula dibuja un profundo natural en la catedral del toreo, Las VentaslarazonArchivo

Jerez de la Frontera está de luto y con ella toda la cultura del toreo. Con su muerte se cierra una página mayor. Se marcha el gitano del barrio de Santiago, icono de una era en la que los toreros tenían sello y la personalidad pesaba tanto como la faena. Rafael de Paula fue torero de pies a cabeza. Se vestía como torero, pensaba como torero y se enojaba como torero. A veces el personaje se volvió caricatura por sus salidas de tono y por un trato áspero. Queda, por encima de todo, un aroma antiguo que no se borra.

Su capote fue seda con memoria. La Verónica en sus manos parecía ingrávida. Había compás, hondura y un temblor que detenía el aire. Muchos lo vieron a Rafael de Paula como uno de los grandes capoteros de su tiempo. No buscaba el aplauso fácil. Buscaba la verdad. Por eso su toreo tenía luz y sombra, hondura y silencio, riesgo y belleza. Cuando aparecía la media soñada, la plaza entendía que el arte también es una forma de fe.

Tuvo mística propia. Podía negarse a matar a un toro que le había mirado torcido. Podía convertir un quite en leyenda y una tarde en liturgia. Su carrera fue un viaje por los extremos. Días de claridad y rachas de sombra. Dolencias que frenaban y un orgullo que empujaba. Siempre fiel a un credo sencillo: artista primero, contable nunca. Por eso se habló de él más allá de los números y de los carteles.

El personaje alimentó la mitología. Silencios largos. Tartamudeo tímido. Tiempo dilatado en cada gesto. Convicción de artista en cualquier conversación. Se diría que toreaba incluso cuando callaba. También sorprendió lejos del ruedo, como apoderado rocambolesco de Morante, reflejo de una complicidad estética. Deshojó leyenda tarde tras tarde y dejó una estela que hoy sigue dando luz.

No fue Paula un héroe perfecto. Fue un torero verdadero. Capaz de bajar del cielo a los corrales en el mismo paseíllo. Capaz de incendiar una plaza con tres lances limpios. Capaz también de perder dinero por mantener una idea. Esa mezcla de grandeza y fragilidad explica su peso en la memoria. El toreo se hace más solo sin él, pero su nombre queda entero.

Queda el sello. Queda la estampa. Queda el duende. La historia lo recibe como a los elegidos. A nosotros nos toca custodiar su estilo. Rafael de Paula. Nada más. Nada menos.