Nuevo pontífice

Feria de Abril
La de Juan Pedro Domecq ponía punto final a la hegemonía de Sevilla. A partir de hoy el mundo se nos parte en dos y no habrá alma tranquila en Madrid sin saber qué ha hecho Morante en Sevilla ni tampoco con lo que pase con Ortega en Madrid. Injusticia máxima. No estamos para elegir. Mientras disfrutamos, o lo intentamos, de Diego Urdiales en Sevilla antes de hacerlo en Madrid. El toro iba y venía sin más, sin acabar de tener continuidad ni ímpetu en el viaje. Dejó el poso de querer hacer las cosas bien y remató de una estocada corta de rápido efecto.
Castella se lo pasó muy cerca en el quite, difícil de clasificar porque cada lance fue de un tipo, pero todos ajustados. El toro fue bravo en la dos varas que recibió a las que acudió con alegría. Pura torería el quite por chicuelinas de Pablo Aguado, suavidad extrema y cadencia (anunciador de lo que vendría después, oxígeno para el alma, agua para el sediento). Los pitones en la cara, con milimétrica exactitud, le puso a Viotti el toro cuando le prendió el tercer par. Buen toro fue en la muleta. Comprometido Castella en el prólogo donde el de Juampedro acudía como un tren. No se cansó en la muleta del francés, tan ligada y firme como rutinaria y monótona. Prendió estocada a la primera. Y premio. Qué gran toro.
Aguado vino después, la vida vino después, los pellizcos del alma de los que hablaremos mañana, y pasado, los que cuentan como altos en el camino. Este camino compartido con amigos, con gente de aquí de allá. Venidos desde las Azores, Arlindo y compañía, que copaban unos cuantos asientes del tendido 9, sí han leído bien, las Islas Azores, la locura esta del toreo se te mete en las venas y no hace distinción. Y ocurre por faenas como la de Aguado, que transitan emociones apagadas en el día a día y despiertan al unísono en un momento exacto sin explicación. Sin preámbulos comenzó faena Aguado con una tanda diestra que eran medios muletazos, pero de felicidad. En el tercio hizo todo en una labor muy condensada en una apología de menos es más donde todo fue un canto a la torería, la cadencia, la suavidad, sin el menor atisbo de tormento. A Pablo le brotaba el toreo con esa facilidad tan inverosímil y fascinante. Fue un manjar de alta cocina: poco y exquisito. La espada no entró. Una pena. Había sido tan bonito.
No se tenía en pie el cuarto, pero Diego Urdiales hizo el milagro del pan y los peces. Con poco Juampedro (sin fuerza ni poder, pero con calidad) hizo mucho toreo. Y bien. Despacio, largo, a la cadera... En los detalles de su tauromaquia vive su grandeza. Y los naturales fueron de oro, molido, diluido para disfrutarlo de a pocos y para siempre. El toreo despacio es otra galaxia. Es verdad que se puede hacer todo rápido y se cortan orejas. También es verdad que hay jamón serrano y de bellota. Cada cual decide. La estocada fue fulminante y bellísima. La oreja, el premio a una faena sin música, que fue la verdadera música callada del toreo. Una joya de torero.
Chacón y Zayas se desmonteraron con el quinto, que fue otro gran toro, con el que Castella hizo una demostración de cómo también es una pena desperdiciar un gran toro. Estocada. Petición y vuelta. Y la gente loca. Aguado poco pudo hacer con el descastado sexto. Ya lo habíamos gozado.
Sevilla. Décimo tercera de feria. Se lidiaron toros de la ganadería de Juan Pedro Domecq, El 1º, va y viene; 2º, buen toro; 3º, movilidad, repetición y franco; 4º, sin fuerza pero de calidad; 5º, extraordinario; 6º, descastado. Lleno en los tendidos.
Diego Urdiales, de tabaco y oro, casi entera (saludos); estocada fulminante (oreja).
Sebastián Castella, de rosa claro, estocada (oreja); estocada (vuelta tras petición).
Pablo Aguado, de buganvilla y oro, pinchazo, media (vuelta al ruedo); estocada (silencio).
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