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Luto en el Vaticano

Violencia en la elección del Papa de Roma: un caso de estudio histórico

En el año 366, una serie de luchas callejeras extremadamente sangrientas precedieron a la elección del Pontífice, lo que desencadenó la formación del Estado Vaticano

La Capilla Sixtina será el escenario, herméticamente cerrado, de las deliberaciones para elegir al nuevo Papa Efe

Son de sobra conocidas las imágenes que nos llegan a través de los medios de comunicación de todo el mundo al quedar vacante la cátedra episcopal de San Pedro: tras la muerte del Papa Francisco se ha de celebrar en Roma un cónclave para la elección de un nuevo Pontífice. Una impresionante fila de cardenales ataviados de rojo carmín, ordenados por parejas, entra en la Capilla Sixtina caminando con dignidad, a pasitos cortos, acompañados de la musicalidad de las oraciones. Tras ellos, las puertas del recinto se cierran herméticamente y quedan selladas. A partir de este momento son las papeletas las que tienen la palabra. El candidato más votado es proclamado nuevo obispo de Roma, al tiempo que la chimenea del palacio apostólico deja salir su característica fumata blanca al ritmo del poderoso repicar de las campanas.

Tras el anuncio del recuento, la ansiosa multitud que espera en las afueras de la basílica vaticana muestra su beneplácito, bien mediante una respetuosa ovación o bien expresando gran exaltación y alegría, dependiendo de la popularidad del candidato elegido. El ambiente que rodea la ceremonia del nombramiento del Papa, estipulada y formalizada hasta el último detalle, crea y transmite una impresión de la que rezuma orden y continuidad. Aunque la votación en sí transcurre a puerta cerrada, su extraordinaria atención mediática convierte el acto en un influyente acontecimiento público seguido con una mezcla de interés y curiosidad en todo el mundo. Dicho estado de ánimo proviene del resultado del escrutinio, ya que con frecuencia suelen producirse sorpresas.

Pulcritud y orden

Exceptuando una sola ocasión, el elegido mantiene su cargo hasta el final de sus días, por lo que debido a la avanzada edad de los candidatos y a la antigüedad de la tradición, el que suscribe ha sido testigo de la entronización de personajes tan dispares como Angelo Roncalli (Juan XXIII), Giovanni Montini (Pablo VI), Albino Luciani (Juan Pablo I), Karol Wojtyla (Juan Pablo II), Josef Ratzinger (Benedicto XVI) y José Bergoglio (Francisco I). El protocolo de la elección sigue una normativa y unos rituales fijos que pretenden transmitir una atmósfera de eficacia y profesionalidad dentro de un ambiente de supuesta armonía espiritual. Sin embargo, ¿son siempre estos cónclaves tan pulcros y ordenados como parecen? Naturalmente, existen diferentes agrupaciones antagónicas dentro del colegio cardenalicio, algunas de ellas enfrentadas entre sí.

Otra pregunta que surge es: ¿qué ocurre en el período previo a la elección? Teniendo en cuenta la estructura cerrada de la Curia romana, parece más que probable que puedan aflorar intrigas de todo tipo, que se estipulen acuerdos o que se contraigan compromisos con el fin de sumar votos ya que, a fin de cuentas, son solo hombres de carne y hueso quienes participan en la elección. Pero, a diferencia de lo que ocurría en épocas anteriores, hoy en día el «trabajo clandestino» se realiza de forma tan discreta y silenciosa que apenas se oye hablar de él. Si se filtran ciertos mensajes al exterior es solo porque alguien «se ha ido de la lengua» o porque ha difundido deliberadamente algún rumor.

Pero no siempre la proclamación de un nuevo Pontífice ha resultado una tarea tan sencilla como actualmente. Algunos cónclaves celebrados durante la Edad Media y principios de la Edad Moderna degeneraron en eternas sesiones que duraron meses o incluso años debido a la falta de acuerdo entre los cardenales o a la división entre los diferentes grupos enfrentados por el candidato adecuado, convirtiéndose así estas sesiones en verdaderas pruebas para la paciencia y la resistencia de quienes participaban en ellas. En el peor de los casos, la elección podía dar lugar a disputas irreconciliables que dañaban de por vida la reputación de los implicados. Manipulaciones, corrupción, amenazas, sobornos e intrigas estaban a la orden del día. El pueblo de Roma, los candidatos más prometedores, los intereses privados de los nobles e incluso los gobiernos de las potencias europeas tomaron regularmente partido en estas amargas batallas que no solo se libraban mediante palabras y enérgicas consignas políticas, sino también a través de la intimidación, la violencia, las armas y las revueltas populares. A menudo, varios papas ejercían el cargo al mismo tiempo. En la ya de por sí escandalosa historia milenaria del episcopado romano existieron numerosos pontificados –como el de Juan VIII, Juan XII, Clemente VII, Bonifacio IX, Alejandro VI, Julio II, Sixto V o Urbano VIII, por nombrar solo algunos– que fueron particularmente poco memorables.

En la Antigüedad, las elecciones de obispos no eran menos violentas. En una de las escasas alusiones a los acontecimientos religiosos de la época, el historiador pagano Amiano Marcelino comenta con aire irónico y ciertamente despectivo la tendencia de los miembros destacados de la Iglesia hacia el enfrentamiento. También en Roma se produjeron agrias disputas con motivo de la elección del Papa. Así ocurrió en el año 366, cuando estallaron unas luchas callejeras extremadamente sangrientas. Nos cuenta Amiano: «Dámaso y Ursino deseaban ardientemente hacerse con la dignidad de obispo de Roma y se enfrentaron entre sí con gran violencia, haciendo que también sus partidarios se enfrentaran y llegando a causar heridos y muertos. Pues bien, como Vivencio no pudo ni corregir ni suavizar esta situación, en medio de toda esta violencia, se vio forzado a retirarse igualmente a los alrededores de Roma. El vencedor de este enfrentamiento fue Dámaso gracias a la ayuda de sus partidarios». Es sintomático que, en el momento álgido de la crisis, el máximo representante civil, Vivencio, emprendiera la huida y abandonara a su suerte a los grupos enfrentados en una orgía de sangre, indicador claro de que la Iglesia estaba en trance de transformarse en un «Estado dentro del Estado». Dámaso, el vencedor de esta lucha por el poder, se convertiría así en uno de los representantes más importantes del papado romano del siglo IV.

La controversia arriana

El cultivado interlocutor epistolar del irreprochable Jerónimo no únicamente había encomendado la primera traducción latina de la Biblia, llamada «Vulgata», sino que también desempeñó un papel decisivo en la desactivación de la controversia arriana que amenazaba con dividir a las comunidades cristianas. ¿Quién podría sospechar que justo este Dámaso fuera quien hubiera ascendido a la cátedra episcopal romana de forma tan infame? Muchos de sus sucesores le superarían con creces a nivel de intimidación y violencia. Con la formación de los Estados Pontificios en la Edad Media en suelo itálico, el criterio de la polí-tica de poder se impondría definitivamente a los postulados de la teología. En la época pre-moderna, el papado representaba visiblemente un gobierno secular, comparable al de cualquier otro reino, por lo que valía la pena implicarse plenamente en las contiendas políticas dados los considerables recursos que estaban en juego.

Sin embargo, a raíz de la configuración del Estado italiano moderno en la segunda mitad del siglo XIX, los Estados Pontificios –antiguamente de gran relevancia geoestratégica para el control de Italia– sufrieron una notable reducción espacial, quedando confinados a la zona situada tras las murallas del Vaticano. A partir de ese momento, los obispos romanos quedarán excluidos del concierto de las potencias europeas, objetivo al que habían dedicado una gran parte de sus energías en los siglos anteriores. Algunos de ellos trataron de reaccionar esforzándose por sustituir el dominio territorial perdido por un nuevo concepto de supremacía espiritual sobre la masa de creyentes. Para reforzar estas pretensiones se aprobó en 1869 el dogma de la infalibilidad papal, proclamado en el Concilio Vaticano I por iniciativa del controvertido Pío IX.

Dicha estrategia ideada para compensar la pérdida de poder territorial arrojaba, no obstante, una sombra de duda sobre la autoridad del Papa desde entonces hasta nuestros días, pues parece que el efecto de la fallida proposición para conferir una superioridad teológica a la palabra del Papa ha generado justamente lo contrario. Conscientes de esta problemática, los sucesores de Pío IX en la cátedra de San Pedro en el transcurso de los últimos ciento cincuenta años han hecho una sola vez uso de dicha prerrogativa. En vista de la situación actual de la Iglesia, es de imaginar que el tema de la infalibilidad papal acabe siendo aletargado en el archivo del olvido. Toda esa larga historia, entre el liderazgo político y el espiritual, salta a la memoria pensando ahora en el cónclave actual.

*Pedro Barceló es catedrático emérito de Historia de la Universidad de Potsdam, miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia y autor de "Momentos singulares de la antigüedad" (Alianza)