Jubilación

El futuro de las pensiones, una simple cuestión de edad

Un reciente informe publicado por Fedea insta a corregir ya el déficit de la Seguridad Social con un sistema mixto basado en la mayor esperanza de vida

La tercera edad ya no está en los 65 años
La tercera edad ya no está en los 65 añosCristina BejaranoLa Razón

Negar la evidencia pocas veces lleva a nada bueno. La procrastinación, ese término tan socorrido para los anglosajones (procrastination) y que se practica tanto –en todos los sentidos y ámbitos– en España, tampoco soluciona mucho, y menos cuando se trata de problemas económicos. Sobre todo si hablamos del futuro de las pensiones, un debate que dura años sin que nadie se ponga de acuerdo.

Desde hace décadas asistimos a un notorio aumento de la esperanza de vida, sustentada en una mejor y más amplia cobertura médica y en la extensión del estado del bienestar. En paralelo, asistimos a un incremento asfixiante de la «nómina» –más de 10.000 millones mensuales-, el déficit de la Seguridad Social –casi 30.000 millones el año pasado– y la deuda –más de 100.000 millones– de la Seguridad Social. Y ésta, como la Industria de las Pensiones, reclaman una solución «urgente» que sin embargo no llega nunca.

Ambas «se enfrentan a problemas que, teniendo soluciones básicas al alcance de la mano, carecen de viabilidad debido a una resistencia al cambio mezcla de lentitud institucional y apego cultural a los moldes cuyas junturas estallan bajo la presión del alargamiento de la vida», proclama José A. Arce, autor del informe «Asegurar la Gran Edad», publicado por Fedea.

A la espera de las reformas que plantee –y pueda materializar– el Gobierno y el ministro José Luis Escrivá, en el fuego cruzado de los agentes sociales y Bruselas, Arce propone un diseño de las pensiones «susceptible de facilitar el cambio necesario para que el avance de la esperanza de vida sea compatible con pensiones suficientes y sostenibles». Y la clave para ello, según el autor, es empezar aceptando que los 65 años ya no representan lo que hace más de un siglo hubiéramos denominado «la gran edad» que la Seguridad Social debería asegurar.

La mayor esperanza de vida y las mejores condiciones de salud «hacen cada vez más difícil asociar a las personas de entre 60 y 65 años la condición de mayores», según Arce, que tras estudiar las tablas de mortalidad históricas, colige que «la edad equivalente a los 65 años de 1900 se sitúa entre los 81 y 91» en la actualidad según la (bio)métrica adoptada.

Los 65 años de 2017
Los 65 años de 2017Miguel Roselló

Para esquivar el corsé de términos como «edad biométrica» o «edad social», aquella que establece cuál es la «adecuada» para desempeñar uno u otro rol e impone, por ejemplo, que por encima de los 65 años no se puede establecer la edad de jubilación, Arce propone el concepto «gran edad», que no es rígido y se adapta a la evolución de nuestras sociedades.

Así, dice, «si un individuo representativo de hoy, con 9,1 años de vida restante esperada (Esperanza de Vida) a una edad de 81 años, o que pertenece al 26,18 de supervivientes de una cohorte que nació alrededor de 1927, con una edad hoy de 91 años, exhibe una biometría de longevidad similar a una persona de 65 años en 1900, entonces, hoy, la “gran edad” debería estar situada entre los 81 y los 91 años. Unos 21 (cálculo ilustrativo) años por encima de la edad en la que se situaba aquella divisoria hace 120 años, o un avance del 32,3% en el periodo. Según esta estimación y a este ritmo, en 2050 la gran edad habrá pasado a ser de 92,2 años».

Retraso de las grandes decisiones vitales

Esto no quiere decir, claro, que haya que establecer entre los 81 y los 91 años la edad de jubilación, pero «muestra que hemos acumulado un considerable retraso en responder a una tendencia incesante al aumento de la esperanza de vida en el plano de la adaptación de nuestros sistemas de pensiones, aun cuando hemos respondido puntualmente a otras implicaciones de este aumento de la esperanza de vida»: escolarización más larga o aplazamiento de decisiones importantes como el acceso al primer empleo, la emancipación de los jóvenes y la formación del primer hogar. Incluso la llegada del primer hijo. La incapacidad permanente, la viudedad o la aparición generalizada de problemas de salud o discapacidad llegan a edades cada vez más tardías... Con todo ello, se abre «una brecha creciente entre la edad de jubilación y la esperanza de vida a esa misma edad, desde los 9,1 años en 1900 a los más de 20 en la actualidad».

Los 65 años ya no marcan la divisoria en el tránsito desde la plena actividad productiva de los individuos hasta el cese de esta. Debe ser esa «gran edad» que propone Arce, cambiante y flexible, al contrario que la anterior. «La principal “reinvención” que la Seguridad Social necesita consiste, lisa y llanamente, aparte de miles otros ajustes secundarios, en la indiciación de la edad de jubilación con la esperanza de vida. De forma que la Seguridad Social pueda seguir cumpliendo la función para la que nació: asegurar la gran edad», dice. Factores como la natalidad y la inmigración no tienen «ni de lejos» el potencial de distorsionar el balance social y vital de las pensiones como la longevidad, añade.

Tras analizar varios factores, constata que «la longevidad es un riesgo asegurable, pero a un coste elevado y creciente si la esperanza de vida aumenta y con ella el periodo de supervivencia a la jubilación a cubrir, ya que, si bien la mutualización del riesgo individual de fallecimiento es factible en todo momento, el avance de la edad media a la que este se produce para cada cohorte sucesiva introduce incertidumbre adicional al cálculo actuarial».

Sistema mixto

Las claves de un sistema de pensiones sostenibles y suficientes serían la disponibilidad de ahorros previsionales y/o derechos provisionados y, especialmente algún tipo de adaptación de la edad. Un «sistema mixto de pensiones en dos etapas» en el que los esquemas de reparto (la Seguridad Social) y capitalización (Pensiones Ocupacionales) no se superponen, sino que se suceden en el tiempo. En él, el trabajador aporta tanto a la Seguridad Social como a un esquema de empleo obligatorio durante su vida laboral. También decide cuándo abandona (total o parcialmente) la actividad laboral y comienza a percibir una renta temporal del sistema de empleo. Posteriormente, a una determinada «gran edad», se inicia el pago de una renta vitalicia de la Seguridad Social y finaliza el pago de la renta temporal. Aparte, se dejaría margen al trabajador para trabajar más años o contratar otras rentas complementarias.

Así se aseguraría la suficiencia de las pensiones ya que el periodo en el que se pagan se acortaría. Además, las pensiones ocupacionales, al ser rentas temporales, son más baratas y se desvincularían del «problema» de la longevidad extrema, que es «lo que verdaderamente encarece las rentas vitalicias», recuerda Arce.

Un pozo sin fondo

El año pasado, la Seguridad Social necesitó una inyección del Estado de 22.000 millones de euros para mantenerse a flote. Según los datos de Hacienda, los gastos asociados a la covid que financió la Seguridad Social alcanzaron el año pasado los 29.311 millones de euros. Sin estos fondos, el agujero del instituto público hubiera llegado a casi el 5% del PIB, más de 51.000 millones de euros. Este año 2021 está previsto un déficit superior a 14.000 millones, y eso que el Estado tiene previsto transferirle otros 14.000 millones en busca de un equilibrio financiero que hace más de diez años que no consigue.