Editorial

La Diada alienta el cainismo separatista

Que el independentismo flaquee más por los enormes destrozos propios que por la acción del Estado resulta en todo caso desalentador

La celebración de la Diada del 11 de septiembre es uno de los termómetros principales para diagnosticar el estado del separatismo catalán. En los momentos algidos de la involución contra el Estado la cita se convirtió en un auténtico aquelarre popular y multitudinario de todos aquellos que compartían el credo de la ruptura o que depositaron su confianza en una casta política que se jugaba en cada envite su modo de vida extremadamente privilegiado y opulento. Las cadenas humanas han ido perdiendo eslabones de manera paulatina a lo largo de los últimos años, y, aunque el poder político se ha preservado, favorecido por el aliento de Pedro Sánchez y su mayoría Frankenstein y los sonoros errores constitucionalistas, además de por una regulación electoral que dopa su representatividad, ese mundo, que nunca fue una balsa de aceite, sino un engrudo de intereses, ha encallado en un fondo de envidias, ambiciones, traiciones, codicias y corruptelas varias. La Diada de hoy es la manifestación más irrefutable de esa deriva autodestructiva que ha dinamitado de facto la cohesión e incluso la apariencia de la misma en un orbe complejo de animadversión. Por primera vez en años, la parte nuclear del Gobierno de la Generalitat, con su presidente al frente, Pere Aragonés, con toda la estructura de ERC, se ha desmarcado del acto central de la jornada conmemorativa convocado por la Asamblea Nacional Catalana. El peso de Junts, el otro brazo del poder político e institucional secesionista, en la ANC ha inducido un discurso de la entidad independentista claramente hostil con las políticas de Esquerra patrocinadas por Aragonés y Junqueras, acomodados en la mesa de la negociación con el Gobierno de Pedro Sánchez en una suerte de real politik, sumamente productiva política y presupuestariamente, pero distante de la vía de la ruptura y la unilateralidad del grupo de Puigdemont, Borràs y Sánchez. El desencuentro manifestado en la Diada es un golpe serio para el movimiento independentista, que ha ido perdiendo fuelle en las calles como se constatan los estudios de opinión con el respaldo popular a la ruptura con España en mínimos históricos en una sociedad harta de una clase política desatenta y desaparecida de las necesidades y los problemas de la gente que no paran de crecer. Ojalá estemos asistiendo sin percibirlo aún a un camino sin retorno de esa pulsión excluyente y particularista que ha anidado en capas sustantivas de la sociedad del Principado durante demasiado tiempo. Que se retorne a una senda de respeto de los derechos y libertades de todos, de férrea vigencia de la Constitución y de la plena libertad y sometimiento a las leyes, con una administración que merezca tal nombre. Ese horizonte no está cercano, y será difícil con un Gobierno de la Nación comprometido con blindar al separatismo desleal casi a cualquier precio. Que el independentismo flaquee más por los enormes destrozos propios que por la acción del Estado resulta en todo caso desalentador.