Medio Ambiente

Localismo suicida con la política del agua

Asombra que dependa del cálculo político algo tan fundamental como es el agua, por más que el argumentario se trufe de supuestas servidumbres medioambientales, como ocurre con la pretensión del gobierno castellano-manchego de cerrar el trasvase del Tajo, no tiene justificación

No deja de ser un asombroso contrasentido que en medio del consenso científico general sobre la irreversibilidad del proceso de calentamiento de la atmósfera terrestre sean los localismos más pedestres los que condicionen la política hidráulica de una nación como España, cuya climatología se caracteriza por unos desequilibrios pluviométricos que se acentuarán en las próximas décadas.

No es cuestión de recordar el penoso espectáculo provinciano y profundamente insolidario que concluyó con la paralización del gran plan hidrológico nacional impulsado por el PP, que incluía el trasvase del Ebro hacia la cuenca del Tajo, pero sí conviene señalar que desde la premisa de los populismos actuales, hoy, España carecería de la red de embalses y canalizaciones que, más bien que mal, garantizan la disponibilidad de agua en los extensos periodos de sequía.

Unas infraestructuras, dicho sea de paso, levantadas a lo largo de los siglos e impulsadas por gobiernos tan dispares como los de la monarquía alfonsina, la dictadura primorriverista, la Segunda República, el franquismo y la recobrada democracia. Una red que no sólo ha permitido desarrollar la potencia agropecuaria española, sino afrontar el desplazamiento de la población hacia las costas, especialmente, las mediterráneas.

Así, tener que explicar ahora lo que supone para la prosperidad general la producción hortofrutícola del Levante o los desarrollos agrarios extremeños y salmantinos, por citar algunos ejemplos señeros de transformación agrícola, provoca melancolía y obliga a preguntarse cómo hemos llegado a una situación en la que la demagogia, el interés electoralista del corto plazo y la pugna partidista impide diseñar un Programa Nacional del Agua por encima de la turnicidad de los partidos y alejado de una visión tan tóxica de la vida pública que, en el imaginario popular, convierte los trasvases en «cosas de derechas» y las desaladoras en «cosas de izquierdas». Asombra que dependa del cálculo político algo tan fundamental como es el agua, por más que el argumentario se trufe de supuestas servidumbres medioambientales, como ocurre con la pretensión del gobierno castellano-manchego de cerrar el trasvase del Tajo, no tiene justificación. Entre otras razones, porque el agua no es un bien privativo de nadie, sino que pertenece a todos los españoles y como tal debería tratarse.

Y no es cuestión de solidaridad. Es un problema de mera supervivencia ante el panorama que describen los estudios científicos sobre la evolución del clima de la tierra. Con el agravante de que sabemos perfectamente lo que hay que hacer, desde la plena depuración de las aguas urbanas hasta el mejor mantenimiento de los cauces y canalizaciones, pasando por los planes cedentes de las cuencas fluviales. Pero, al parecer, lo que hace el Gobierno es contar votos en potencia.