Obituario

Benedicto, el Papa que interpela a la Iglesia

Un Pontífice que desde una fe profunda y una sólida conciencia del papel iluminador que debe jugar la Iglesia Católica no deja de interpelarnos ante las dejaciones de un deber que nos obliga a todos los que nos consideramos partícipes de la gran familia cristiana.

Enfrentado a un hecho prácticamente inédito en el Vaticano, el de dar sepultura a su predecesor en la silla pontificia, Francisco ha hecho todo lo posible para que las honras fúnebres de Benedicto XVI tuvieran la solemnidad y la trascendencia pública que merecía una de las grandes figuras que ha dado la Iglesia Católica al mundo. No podía ser un funeral de Estado, pero, salvo algunos detalles, como la ausencia del palio en el cuello del difunto, el acto siguió el ceremonial previsto en el caso de la muerte de un Papa reinante.

Cabría lamentar la ausencia de alta representación de algunas instituciones estrechamente imbricadas con las raíces de la cultura occidental, es decir, cristiana, como la Unión Europea, pero, aunque a título personal, estuvieron presentes varios jefes de Estado y de gobierno –en el caso de España, ejerció la delegación de la Jefatura del Estado Su Majestad Doña Sofía–, además de los representantes oficiales de Italia y Alemania y, sobre todo, los más de 50.000 fieles que quisieron despedir a Benedicto XVI, un Pontífice que desde una fe profunda y una sólida conciencia del papel iluminador que debe jugar la Iglesia Católica no deja de interpelarnos ante las dejaciones de un deber que nos obliga a todos los que nos consideramos partícipes de la gran familia cristiana.

En este sentido, es simple y, por lo tanto, errado, plantear la existencia de dos modelos de Iglesia, uno conservador y más tradicionalista – «retrógrado en el imaginario de las izquierdas más cerradas a los conceptos de la espiritualidad»– y otro progresista e innovador, más volcado en los problemas sociales del mundo, que suscitaría el rechazo de una parte de esa feligresía anclada en las viejas convicciones e incapaz de aceptar las exigencias de la nueva modernidad, porque no es así. Hay una sola Iglesia, que es la que encarnó Benedicto y la que hoy encarna Francisco, y es una tarea baldía buscar diferencias doctrinales entre los dos pontífices. Pero, por supuesto, siempre hay un estilo propio en el ejercicio del Magisterio e interpretaciones de gobierno que pueden afectar sensiblemente a diferentes sectores de los creyentes.

Ciertamente, se pueden llevar al extremo, de hecho así se hace, conflictos que, sin duda, tienen su importancia, por ejemplo, sobre la legitimidad de los ritos eclesiales, como el tridentino, que aprobó Benedicto XVI desde la convicción de que la fe católica opera en los fieles no importa el modo, o la uniformidad establecida por el Concilio Vaticano II, que es lo que, a la postre, ha impuesto Francisco. O, también, sobre el grado de autonomía y dependencia de la jerarquía vaticana de distintas organizaciones y órdenes religiosas –desde el Opus Dei a la Compañía de Jesús–, pero, en la práctica, despiertan mucho más interés en los teólogos de plantilla y en esos ateos militantes que, extrañamente, siempre están pendientes de cualquier cosa que ocurra en el seno de la Iglesia, que en el común de los fieles.

Por ello, no deberíamos perder la perspectiva de lo que realmente importa en las enseñanzas del Papa que ayer recibió sepultura. Porque más allá de los formidables problemas a los que Benedicto tuvo que hacer frente –desde los casos de pederastia hasta la corrupción, pasando por la deslealtad de algunos prelados, problemas que encaró con resolución, como asimismo está haciendo Francisco–, era su clarividente comprensión de que los males de la sociedad moderna, esa desorientación moral que tanto daña a las personas, se hallaban en la pérdida de las raíces cristianas de Occidente, en el olvido de que fue el Cristianismo, que sintetizó la filosofía griega con el derecho romano y con la certeza de la universalidad del hombre, lo que nos hizo libres e iguales. Y esa tarea ímproba, de exigencia a nuestras sociedades, que, al final, le hizo bajar los brazos, aún interpela a la Iglesia Católica.