El análisis

Vé hacia la luz

Empieza a ser fatigosa esa afición de nuestros dirigentes regionales a escapar corriendo cuando son segregacionistas

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, en el Parlament
El presidente de la Generalitat de Cataluña, Pere Aragonès, tras intervenir, durante el debate tras la Comisión General de las Comunidades Autónomas, en el Senado.Jesús HellínEuropa Press

Esta semana los catalanes vimos como el presidente de nuestro gobierno regional iba a Madrid para explicar sus posiciones políticas al Senado de toda España. Aragonès llegó allí, soltó un panfleto y luego salió huyendo. Empieza a ser fatigosa esa afición de nuestros dirigentes regionales a escapar corriendo cuando son segregacionistas. Puigdemont también declaró la independencia y acto seguido, sin transición, puso pies en polvorosa hacia Bélgica. Eso nos hace pensar si no están muy convencidos de lo que hacen o si andan algo mal de los nervios. En cualquier caso, creo que ha quedado claro el concepto de diálogo de ese espectro ideológico de mis paisanos.

Hace poco, Miriam Nogueras, la otra gran independentista de Junts, fue también a Madrid para afirmar que «no venían a escuchar». Tanto pedir diálogo y, cuando tienen una oportunidad de practicarlo, o se tapan las orejas o salen huyendo. La mecánica del pensamiento independentista tiene tanta relación con el pensamiento democrático como la que pueda tener un alemán con el mundo del flamenco.

Es por eso que, dada su innata facilidad para la contradicción y la perogrullada, la gran mayoría de los catalanes nos alegramos mucho de saber que el presidente de nuestra autonomía iba a proponer un «acuerdo de claridad». Nos garantizaba seguro grandes risas y momentos intelectualmente jocosos. Como era de esperar, la propuesta de claridad ha resultado, paradójicamente, de lo más confusa. Algo lógico en mentes que dan la sensación de pensar que prenderle fuego al arzobispo de Barcelona es la mejor manera de acabar con los ardores del fanatismo.

La ocurrencia pretende copiar el nombre de una iniciativa canadiense para intentar poner orden en las peleas que se daban allí entre francófonos y anglófonos en Quebec. Pero lo único similar del proyecto pasa por usar un nombre parecido y nada de las mismas intenciones en el interior. Es decir, pura carcasa.

La primera gran diferencia, es que allí asumieron que tenían un problema entre ellos mismos: entre anglófilos y francófilos. En nuestra región, en cambio, los indepes siguen empeñados en intentar hacer creer a todo el mundo (y a sí mismos) que la gran mayoría de los catalanes quieren segregarse, cuando lo cierto es que más de la mitad estamos en contra del asunto. Nos aburren con sus oraciones de banderas, supuestas represiones y vivas a la legión catalana, en lugar de pararse a escuchar cuando les decimos que no nos sentimos nada oprimidos por el gobierno central.

Otra gran diferencia es que en Canadá se respetó el uso público de ambos idiomas para garantizar la convivencia. Se reglamentó tanto, que hasta se llegó a puntos excesivamente absurdos, como legislar el tamaño de la letra en los carteles públicos en función del uso estadístico de los idiomas en cada zona. Incluso entendiendo que esa obsesión normativa es un poco de delirio, hay que reconocer que se originaba en un fondo innegable de buena fe: pretender que todo fuera lo más justo posible hasta el milímetro y aceptar soluciones empíricas cuando no ha habido otra manera de concitar un acuerdo. Esa buena fe es lo que se echa de menos ya hace tiempo en Cataluña, donde no puede decirse estrictamente que el castellano esté perseguido, pero sí discriminado y marginado por los gobernantes del catalanismo en el espacio público que nos pertenece a todos.

En un lugar donde se hablan predominantemente dos lenguas, ninguna debe quedarse fuera de los carteles y las documentaciones oficiales. En Cataluña, con una generosidad y paciencia democrática enorme, los castellanoparlantes han visto y soportado como su lengua era expulsada de la cartelería pública, de los documentos oficiales y de la enseñanza por una pandilla de fanáticos que no comprenden la realidad. Por eso proponer infinita variedad de referéndums mientras se siga ignorando esa cotidianidad no servirá de nada.

Un quebequés o un suizo lo primero que te diría es que, si tanto te gustan los referéndums en sus distintas variedades, ¿por qué no empiezas por uno que les pregunte a todos los españoles si quieren amnistía? Al fin y al cabo, como decía el doctor Eggelofher en la inolvidable comedia de Billy Wilder, antes de correr hay que aprender a andar.