
Ángulo de reposo
El poder sin relato
Sánchez, en cierto modo, ha convertido la política en una ciencia doméstica, casi un electrodoméstico

Pedro Sánchez fue al Senado con esa manera suya de estar sin estar, de aparecer sin decir. Llegó con su calma de quirófano, su sonrisa reglamentaria. Y se sentó, que es lo suyo.
Porque, visto con calma, Sánchez no gobierna, se sienta. Lo suyo no es la palabra ni el arrebato, es el gesto controlado, la respiración de manual, el arte zen del poder inmóvil.
En un país que mide el ruido como virtud, él ha hecho del silencio una estrategia. No vino a convencer a nadie, sino a recordarnos que sigue allí. Que sigue. Que el poder continúa porque él continúa, y punto.
Sánchez, en cierto modo, ha convertido la política en una ciencia doméstica, casi un electrodoméstico: se enchufa, funciona, y mientras no haga ruido, mejor. No gobierna hacia algo, sino contra algo: contra el desgaste, contra el cansancio, contra el abismo de quedarse sin poder.
Su mensaje, aunque nunca lo pronuncie, es un mantra de supervivencia: sigo aquí, sigo aquí, sigo aquí. Y eso, en esta España fatigada, vale más que cualquier programa electoral.
El país, acostumbrado al temblor, agradece que al menos
alguien no tiemble. Aunque no sepa muy bien
para qué.
Tiene un talento clínico para no moverse. Habla con ese tono bajo de los que no quieren despertar al enfermo, modula la mirada, calcula el silencio.
Nada sobra, nada vibra, nada sangra. Se diría que gobierna con un cronómetro y un termómetro. Y la política, en sus manos, se vuelve eso: una cuestión de temperatura. Ni muy caliente, para no incomodar, ni muy fría, para no parecer ausente.
Esa neutralidad, que en otros sería tedio, en él se ha convertido en marca de fábrica. El sanchismo es algo parecido a una teoría del equilibrio. Pero esa calma –ese control tan celebrado– no nace de la convicción, sino del vacío. No hay conflicto interior, porque no hay interior.
Nada lo sacude porque nada lo atraviesa. Lo suyo no es ideología, es técnica. No es pasión, es reflejo. En otros tiempos lo habrían llamado pragmatismo, hoy suena más a desconexión. Y sin embargo, ahí está su truco: en un tiempo sin certezas, el que menos cree en algo es el que más dura.
Donde los demás se desgastan en la coherencia, él sobrevive en la indefinición. Es de suponer que su frialdad, sobre todo tu frialdad, es una forma de poder.
España, tan suya, tan gustosa por el drama, lo mira y no sabe si admirarlo o bostezar. Sánchez es el único que baja el volumen. No emociona, pero tampoco se quema. No inspira, pero resiste.
Es el político de los tiempos cansados: el presidente que no promete nada y, por tanto, no decepciona a nadie. Ha entendido que el país quiere verbos, sino un parte meteorológico: «Mañana todo seguirá más o menos igual». Y él, obediente, se lo da.
Su estilo tiene algo hipnótico y algo de anestesia. Transmite control, sí, pero un control sin alma. Se diría que su mayor logro es haber vaciado la política de toda emoción, de toda épica. Gobernar se ha vuelto para él un trabajo técnico, un procedimiento. La palabra ha dejado de ser herramienta para convertirse en trámite.
En sus discursos hay PowerPoint. Cada frase parece salida de un comité. Cada gesto, revisado por un consultor. Y, aun así, el hombre aguanta. No se cae porque no se expone. No se mancha porque no toca nada.
Pero claro, ese modo de gobernar tiene un precio: el sentido. Cuando el poder evita el conflicto, se convierte en su propia sombra. Y Sánchez, con su pulso firme y su voz templada, encarna ese vacío con precisión quirúrgica.
Es un líder de laboratorio: resistente al fuego, al escándalo, a la moral. Lo atacan y sonríe; lo alaban y sonríe igual. Ni siquiera la derrota parece afectarle, porque para él perder y ganar son incidentes menores en su calendario de permanencia. Su gobierno no busca destino: busca duración. Su ideología es el calendario.
Mientras tanto, España sigue girando. Los problemas se repiten como canciones, los debates se fosilizan, las palabras se desgastan. La política ya no se discute ni se debate; sencillamente, se administra igual que las hornadas de planchas en las casas.
Y Sánchez, con su aire medio zen, medio aburrido, de no mover un dedo, es el reflejo perfecto de este tiempo sin nervio. Lo miras y entiendes que ya no se trata de creer, sino de resistir. Que la épica, en este país cansado, ha sido sustituida por el trámite.
Y él respira. Respira con una calma que inquieta. Respira mientras todo cambia alrededor, mientras la gente discute, se indigna, se aburre. Y en esa monotonía hay algo inquietante; el hombre que gobierna sin decir mucho, que manda sin moverse apenas, pero cambiándolo todo de sentido.
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