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Rubalcaba: "Pilar, estoy bajo de azúcar, tráeme dulces"

Su capilla ardiente en el Congreso da para un libro. Desde sus más leales como Lissavetzky o Elena Valenciano, hasta otros que le despedazaron sin piedad. Con su ácida ironía, desde el más allá, se habrá reído lo suyo. «No seas político, que se sufre bastante», decía.

Rubalcaba: "Pilar, estoy bajo de azúcar, tráeme dulces"
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Su capilla ardiente en el Congreso da para un libro. Desde sus más leales como Lissavetzky o Elena Valenciano, hasta otros que le despedazaron sin piedad. Con su ácida ironía, desde el más allá, se habrá reído lo suyo. «No seas político, que se sufre bastante», decía.

«Me consuela que no ha sufrido nada». Palabras de Pilar Goya en la capilla ardiente de su esposo en el Congreso, minutos antes de la llegada de los Reyes de España. Con una serenidad admirable, la eterna compañera de Alfredo Pérez Rubalcaba nos cuenta los últimos momentos del líder fallecido. Ese día, Alfredo comió solo en su casa de Majadahonda a la vuelta de sus clases en la Facultad de Químicas, dado que Pilar había quedado con unos compañeros del CSIC, dónde es profesora de investigación, y le comentó a su mujer que se sentía algo cansado. «Pilar, estoy bajo de azúcar, tráeme unos dulces», le dijo con total normalidad. Ella así lo hizo y le compró en una pastelería cercana unos «marrón glacés» que tanto le gustaban. Pero a la vuelta sucedió lo ya inevitable y Alfredo se sintió mal aunque, según su esposa, «ni tuvo dolores ni se enteró de nada». El hombre que acumuló un enorme poder político se fue como lo había ejercido: en silencio, con discreción y, en opinión de su íntimo amigo Jaime Lissaveztsky, «ligero de equipaje, con humildad franciscana».

Alfredo era un hombre de salud frágil, aunque en su juventud practicó mucho deporte y senderismo junto a sus compañeros del alma Josep Borrell, Javier Solana y el propio Lissavezstky, a quienes apodaban «Los camorritos», por sus largas excursiones a través del puerto del mismo nombre en la sierra madrileña. Pero una lesión de espalda le impidió seguir con la práctica andariega y, como él decía, «Ahora hago tenis de mesa». Hace años le diagnosticaron una dolencia cardiaca que se trataba en la Fundación Jiménez Díaz con su gran amigo el doctor Jerónimo Farré, también profesor de Cardiología en la Universidad Autónoma de Madrid. Cuando salía de la consulta nos veíamos en un restaurante cercano al hospital, el mismo dónde solía quedar con sus tres grandes amigos del PP: Alberto Ruiz-Gallardón, Mariano Rajoy y Eduardo Zaplana. Era, en efecto, un rival temible, pero un confidente leal, un político de altura y un buen servidor público.

Durante sus largos años en el Congreso hizo también amistad con diputados y periodistas. Mantenía una excelente relación con los catalanes de CIU, en especial con los veteranos Josep Antoni Duran Lleida y Josep Sánchez Llibre, con quienes pactó multitud de leyes y el Estatuto de Cataluña del año 2006. Desde posiciones distintas, respetaba al contrario y la libertad de ideas. «Siempre nos entendimos, aceptamos perder uno y otro para salir ganando todos», afirma Duran. En su etapa como ministro del Interior su papel decisivo para acabar con ETA supuso largas horas de conversaciones sigilosas con los grupos nacionalistas, algunas muy intensas con el entonces portavoz del PNV, Iñaki Anasagasti. «Sabía bien que para combatir a ETA no cabía distinguir entre partidos», comenta el político vasco.

Rubalcaba tuvo la habilidad de hacerlo, por encargo del ex presidente Zapatero, quien le recuerda emocionado: «Fue necesario una pista de aterrizaje para el mundo abertzale, en colaboración con los nacionalistas y el líder del PP, actuando por España».

Siempre se llevó de perlas con los medios informativos, en especial con un grupo de mujeres periodistas, a quienes nos llamaba con ironía «el gineceo». Era listo, rápido de reflejos, astuto y polemista. Algunos de sus compañeros en el grupo socialista detectaban su capacidad de intriga, lo que llevó a Alfonso Guerra a acuñar una famosa frase: «Rubalcaba, Rubalcaba, te das la vuelta y te la clava». Pero todos, incluso los adversarios del llamado «guerrismo», reconocían sus méritos y su sagaz olfato político. Ahora, aún retirado de la primera fila, seguía muy de cerca los acontecimientos. Hace unos meses compartimos mesa y mantel con otros políticos y cronistas parlamentarios de la transición. Nos expuso su gran preocupación por el pulso independentista y soltó un lamento crítico: «Cualquier tiempo pasado fue mejor». Como dice el refrán, cuando el presente decepciona, el pasado luce más.

Como secretario general del PSOE y líder de la oposición batutó con inteligencia, junto al entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, la sucesión de la Corona, algo que recuerda muy bien Rajoy: «Era un momento clave en la democracia, nos entendimos con discreción y lealtad, la abdicación fue ejemplar y el papel de Alfredo, esencial», dice el ex presidente. En aquellos días la salud le jugó otra mala pasada por una infección urinaria que le tuvo ingresado varias semanas en el Hospital Gregorio Marañón. Los médicos recuerdan su inquietud, su afán por trabajar desde la cama y su petición de que le permitieran el móvil durante la primera prohibición de recibir visitas. El relevo en la Monarquía era muy delicado, exigía el consenso de los dos grandes partidos, PP y PSOE, y el trance no podía fracasar. «Hemos garantizado el éxito del cambio sin desatar una tormenta», nos confesó después a un grupo de periodistas durante un almuerzo en el Congreso.

Con treinta años de matrimonio, Alfredo y Pilar no tuvieron hijos, pero sí muchos sobrinos, con quienes Alfredo disfrutaba, ahora que su vida estaba dedicada a la enseñanza, y le gustaba llevarlos al Bernabéu como forofo del Real Madrid. «No seas político, que se sufre bastante», le dijo a uno de ellos hace unos días en su fiesta de cumpleaños. Tal vez por eso rechazó la oferta de Pedro Sánchez para ser candidato a la Alcaldía de Madrid. No quería volver a la arena y, según su mujer, le apetecía jubilarse en unos años, pasar largas temporadas en su casa asturiana de Llanes. «En el fondo, siempre he sido un profesor», decía a sus amigos. No fue un padre de la Constitución, pero sí uno de sus mejores tutores legales.

Su hoja de servicios y su arsenal de secretos son elevados, pero siempre rechazó escribir sus memorias. Compartía con aquel otro gran servidor de España, Sabino Fernández Campo, la misma reflexión: «Lo que interesa no puedo contarlo, y lo que puedo contar no interesa».

Su capilla ardiente en el Congreso da para escribir un libro, desde sus amigos más leales, Solana, Almunia, Lissavezstky, Elena Valenciano o Antonio Hernando, hasta otros que le despedazaron sin piedad. A Felipe González y Zapatero, con quienes se veía a menudo, se lo había confesado: «A los vuestros ya los han enterrado, los míos van de camino». Genio y figura hasta el final. Viendo su última entrada al Palacio de las Cortes, y conociendo a Alfredo, tengo para mí que su gran satisfacción ha sido esas largas colas de gente para darle el adiós. Ese es su mejor homenaje y su feliz despedida. Con su ácida ironía, desde el más allá, se habrá reído lo suyo.