Jorge Vilches
Sánchez sin juguete
Los demócratas, cuando quedan contrariados, interponen demandas. Los autoritarios prefieren levantar el teléfono y señalar al poni que han de decapitar.
Va a ser un shock salir del sanchismo. No será fácil convencer a tanto autoritario que el Congreso no es un dictador colectivo al servicio de un hombre. Llegará el día en que los jueces y magistrados a las órdenes del Caudillo mirarán a los lados como Travolta en Pulp Fiction, desconcertados porque los mandatos del jefe no se pueden cumplir. Vendrá esa mañana en la que los periodistas del movimiento se queden sin palabras para defender que en el imperio sanchista no se pone el sol.
Resulta que el plan de la amnistía le ha salido mal al Puto Amo porque el Tribunal Supremo ha cumplido su trabajo. Llarena leyó la ley y confirmó que era una birria, que Boye y los que tocan la bandurria en Bruselas no son tan listos como creían. Los del TS vieron el defecto con la malversación, callaron, oyeron a los voceros del Gran Timonel del Progreso y esperaron, como buenos juristas, a que llegara su turno. Y cuando el sanchismo pensaba que venía la amnistía, lo que vino fue el verano.
La reacción ha sido un Gobierno saliendo en tromba, como hooligans en un graderío, para amenazar al TS. No es casual. Los demócratas, cuando quedan contrariados, interponen demandas y articulan propuestas, elaboran informes y elevan consultas. Los autoritarios prefieren levantar el teléfono y señalar al poni que han de decapitar. Al tiempo, cómo no, articulan un argumento que puede abochornar a cualquier opositor a la judicatura.
Es digno de estudio. La voluntad del legislador, como ha dicho alegremente Alegría, no se convierte en un dictado que anula las facultades de los tribunales aunque así lo vote una mayoría parlamentaria. La facundia de la portavoz enseña y entretiene. Pensábamos que España era una democracia, y que las leyes deben ser ajustadas al Estado de derecho, pero parece que no.
Este fenómeno de un Gobierno expansionista, con mentalidad de Lebensraum, de necesidad de un espacio vital para mandar, cada vez recuerda más al franquismo. Esa voracidad política no cae siquiera en el disimulo, en la inteligencia discursiva y estratégica, en el pensar antes de obrar. Harían bien en leer a María Blanco y Mazarino en «La política del disimulo. Cómo descubrir las artimañas del poder con Mazarino» (Rosamerón, 2024). No, que va. Todo es atropellado y zafio, tan descarnado que dan ganas de pixelar sus partes pudendas.
El juguete de Sánchez se ha roto, y ha lanzado a su Tribunal Constitucional a luchar contra los elementos. Mientras, van preparando el ambiente indultando a los suyos, a los socialistas condenados por los ERE, a esos santos oprimidos por doce hombres sin piedad, porque Piedad bajó a por café en ese momento.
En medio del desconcierto se escuchó la voz de Alegría, ese sentimiento grato y vivo que transmite los insultos a la oposición que el Gobierno piensa. Dirigiose la portavoz al orbe expectante y advirtió a Feijóo que a la política no se viene a desconfiar de Sánchez. El jefe de la oposición, exhaló con júbilo Alegría, debe aprender que si lo dice el Patriarca del Progreso, así será, y que si lo confirman las instituciones cuyos miembros ha designado el Presidente en su infinita gracia, por algo es. No obstante, la desconfianza es la primera regla de toda democracia que se precie.
Así lo establecieron los Padres Fundadores de Estados Unidos, y de ahí en adelante. Frenos, contrapesos, oposición, opinión pública, urnas, tribunales y Parlamento conforman un conjunto imprescindible diseñado por un arquitecto llamado desconfianza. Miremos la historia de los últimos 200 años. No hay mayor peligro para una sociedad de hombres libres que un Gobierno sin freno, voraz y engreído, justo igual que el que soportamos en España.
A Sánchez se le ha roto el juguete de la amnistía, que había fabricado por encargo de Puigdemont. El mundo queda en vilo en espera a la nueva ocurrencia gubernativa tras el pasaporte del porno.
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