Gente
Lydia Lozano: La paparazzi que se transformó en llorona oficial
Sus propios compañeros de ‘Sálvame’ y algunos que compartieron con ella “aventuras” periodísticas pasadas, cuestionan su profesionalidad
Fue una paparazzi de raza, la reina de las guardias, pero su paso a la televisión le transformó en la plañidera oficial del medio. La periodista reconvertida en show woman es cuestionada ahora por sus propios compañeros de ‘Sálvame’ y por algunos que compartieron con ella “aventuras” periodísticas pasadas. Es una campaña despiadada en pro del circo mediático, y uno no sabe ya si Lydia sufre en lo más profundo de su ser o se presta al folklore aún siendo la desgraciada protagonista de la historia.
Quizá le gusta demasiado ese rol, para bien o para mal, sin que su mente sopese la crueldad de las consecuencias. Su única arma es el llanto, ese afán por dar pena a la audiencia, la lágrima fácil cuando faltan los argumentos.
Por la moviola de su vida resurgen los reportajes de éxito, las noches en la redacción poniendo texto a las exclusivas que hacían otros, esos que ahora le niegan el pan y la sal, sin darse cuenta de que un buen texto enriquece los reportajes. Pero a ella le cuesta poner los pies en el suelo, porque el endiosamiento es fácil de digerir, pero difícil de olvidar. La conozco bien y a esta Lydia me la han cambiado. Esas son las desventajas de la popularidad, que una no recuerda los orígenes humildes y se empecina en estancarse en la comodidad de las bambalinas.
En sus inicios, todos la considerábamos una buena paparazzi, se metía donde otros no llegaban, conseguía declaraciones de personajes que parecían inalcanzables, nadie le niega esos logros, pero hoy nada vale, lo bueno se olvida y se rebusca en lo malo. Y Lydia, aunque mantiene el lloro, ve pasar el chaparrón con una cierta frialdad que no le beneficia en nada. Incluso, el llanto parece pactado, y los telespectadores reconocen en Lozano más al personaje que a la persona. No deja traslucir sus verdaderos sentimientos, su coraza es como una caja fuerte imposible de abrir.
No hace vida con otros compañeros de ‘Sálvame’, tiene su propia pandilla de amigos, organiza fiestas en su chalet a las que no acuden otros tertulianos, y trata por igual a los que la aman y a los que la odian. No sirve para ser un florero, se apoya en los gritos y en los bailes chumineros para hacerse notar en un plató que parece una trinchera bélica en la que no se respeta ni a los mejores amigos. Aunque, cuando se apagan las cámaras, se olvidan los ataques innecesarios.
Hay dos Lydias, un antes y un después en su existencia. ‘Tómbola’ lo cambió todo. El dinero fácil en televisión le hizo huir de las trifulcas diarias, de las noches siguiendo a los famosos y del ordenador. En el fondo lo echa de menos, porque en su interior sigue palpitando la paparazzi de antaño, la chica sencilla que se relacionaba y caía bien a todos sus compañeros. Los que ahora hablan pestes de ella son resentidos que, en algún caso, inventan argumentos inexistentes. Porque a esos les gustaría ocupar el papel que hoy tiene en el mundo televisivo la que ellos critican, y dejar las calles. Es penoso que se vendan por un minuto de gloria en la pequeña pantalla. Los escrúpulos los dejan en casa.
Ayer se escribió la última secuencia de este culebrón que no entendemos los veteranos. El primer jefe de la colaboradora, Miguel Palomino, ensalzaba a su discípula ante los aplausos de quienes antes la ninguneaban. Yo mismo le mandé mensajes caritativos a lo largo de estas dos últimas semanas tan duras, pero, repito, a Lydia le cuesta adentrarse en el terreno de los agradecimientos. Habla de otros, pero se cabrea cuando opinan de ella. Poco se conoce de su vida, y menos de su marido Charly, al que esconde en una urna de oro. En el fondo, no se da cuenta de que hasta los que se creen estrellas suelen terminar estrellados. La humildad se ha quedado perdida en el camino.
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