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Gastronomía

Ronda de bares: Estoril: catedral del vermú

"El Estoril se ofrece como salón con traza de taberna viva. Sus luces no ciegan: invitan"

Vermú de Estoril Instagram

Bilbao tiene clase hasta para el aperitivo. Aquí el vermú no se bebe: se venera. Y en esa liturgia, el Estoril es templo mayor. La historia cuenta que un camarero navarro, dolido por los amores imposibles de la hija del dueño, se encomendaba a un brebaje inventado: medio vaso de vermú, un chorrito de vino rancio y otro de ginebra. Los paisanos, con guasa de barra, lo bautizaron «marianito», en recuerdo del pretendiente despechado. Lo que fue chanza terminó convertido en dogma, y a orillas de la ría el marianito es ya sacramento con copa pequeña.

El Estoril se ofrece como salón con traza de taberna viva. Sus luces no ciegan: invitan. En la vitrina asoman bocadillitos de tortilla que parecen joyas de escaparate, champiñones picantes que reclaman su sitio, gildas que no perdonan al vinagre, y un repertorio de clásicos que hablan el idioma universal del aperitivo. Cruzar el dintel es aceptar la misa de las doce, donde el marianito oficia con solemnidad breve y chispa bilbaína.

La parroquia es un retablo de personajes. El Ingeniero de Hierro, que anota fórmulas en la libreta mientras da sorbos mínimos. La Dama del Ensanche, mirada de soslayo y elegancia de azulejo. El Chopo, defensa jubilado de barrio, que sostiene que ningún vermú del planeta le gana al del Estoril. Y el Vinagre, eterno opinador, que asegura que la tortilla de aquí vale más que tres masters. Se cruzan noticias, confidencias y alguna risa desmedida mientras la ría parece marcar el compás desde fuera.

Bilbao nunca fue ciudad de prisa, sino de pausa con fundamento. Aquí el vermú no se engulle: se saborea. Es un compás lento que mide la mañana, un modo de estar en el mundo sin imposturas. En el Café Estoril, cuando el marianito se posa en la barra con su hielo como gema, el tiempo se detiene: la copa es brújula y confesionario.