Rumanía

Épica, sangre y júbilo en la caída de Ceausescu

30 años de la ejecución del Conducator de Rumanía, el único país del Este que derribó el comunismo con una revolución violenta

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Hace ahora treinta años, Europa central y oriental decía adiós a aquel 1989 mágico en un estado de euforia y esperanza. Después de cuatro décadas de totalitarismo comunista, Gorbachov había renunciado al dominio soviético. La mayoría de países del lado malo del Telón de Acero se habían liberado de los regímenes que los oprimían en revoluciones generalmente pacíficas. Otros seguían un proceso de apertura más gradual para emprender el camino a la democracia.

Solo el más despótico de esos regímenes se aferraba al poder cerrado en banda a la menor reforma. Su líder era Nicolae Ceausescu, el dictador megalómano e implacable que había convertido Rumanía en una gran prisión sin calefacción o iluminación en las calles y con los alimentos y la gasolina racionados. Permanentemente vigilados por la Securitate, aquel ejército de espionaje interno que llegó a sumar medio millón de informadores, los rumanos se preparaban con resignación para otras Navidades con el dictador y su esposa Elena mientras seguían con callada esperanza por las radios extranjeras los acontecimientos que habían liberado a sus vecinos.

El principio del fin de Ceausescu empezó el 15 de diciembre de 1989 en la ciudad de Timisoara, donde fieles de la minoría húngara salieron a la calle para arropar a un pastor reformado represaliado por el régimen. Cientos de personas se sumaron enseguida a la protesta, que se convirtió así en una manifestación contra el régimen casi inédita. Tropas del Ejército y de la Securitate respondieron a la movilización matando a tiros a decenas de personas.

Focos de protesta empezaron a encenderse en otras ciudades hasta llegar a Bucarest el 21 de diciembre, cuando Ceausescu había convocado un gran acto popular de apoyo en el que acabó ocurriendo lo impensable. Los gritos y abucheos de la multitud le obligaron a interrumpir su discurso desde el balcón del edificio del Comité Central. «¡Silencio, silencio!», ordenó varias veces más aturdido que amenazante el dictador, que se tuvo que retirar con Elena tras verse incapaz de retomar el control de la plaza. El Ejército y la Securitate repitieron el patrón de Timisoara. Pero pese a los arrestos y las muertes de quienes caían abatidos sobre el asfalto, cada vez más gente se movilizaba en la capital.

El epicentro de la protesta estaba a los pies del hotel Intercontinental, donde llegó sobre las siete de la tarde el ingeniero geólogo Gelu Voican Voiculescu. Tenía entonces 48 años. «Allí murieron 49 personas a tiros», recuerda Voican a LA RAZÓN. Con todo tipo de mobiliario urbano, los manifestantes levantaron una barricada para protegerse de las fuerzas del régimen.

Al día siguiente, parte de los militares empezaron a confraternizar con los manifestantes. «Ceausescu estaba prácticamente abandonado», afirma Voican, que sería después viceprimer ministro. Acosado por la presión popular y traicionado por el Ejército, Ceausescu y su esposa huyeron el 22 de diciembre en helicóptero desde la azotea de la sede del Comité Central, y fueron detenidos poco después por militares junto a la ciudad de Targoviste.

Mientras la plaza del Comité Central se llenaba de revolucionarios jubilosos celebrando la caída del tirano, Voican y un grupo de manifestantes se dirigió a pie a los estudios de la televisión pública. «Por el camino la gente tiraba por las ventanas retratos y libros de Ceausescu. Era una especie de frenesí contra Ceausescu y contra su mujer, que era más detestada que él».

En los estudios de la tele los revolucionarios proclamaban su victoria con discursos desordenados hasta que apareció el veterano dirigente comunista Ion Iliescu. Crítico con Ceausescu y ampliamente respetado por su capacidad gestora y su carácter conciliador, Iliescu llamó a todos los implicados en la rebelión a reunirse esa misma tarde del 22 de diciembre en el Comité Central. Desde el mismo balcón del que se había tenido que ir Ceausescu, Iliescu anunció la formación de una plataforma política en la que se integraba también Voican, que tomaba las riendas del país hasta la celebración de elecciones democráticas.

Aunque los Ceausescu habían perdido el poder, fuerzas especiales leales al dictador depuesto seguían disparando y sembrando el pánico en las calles. Más de 800 personas murieron entre el 22 y el 25 de diciembre a manos de estos irreductibles conocidos en Rumanía como «terroristas».

La Fiscalía rumana acusa a Iliescu y a Voican de crímenes contra la humanidad por su supuesta responsabilidad en esas muertes, en el macroproceso sobre la revolución del 89 que comenzó este mes. La acusación sostiene que el Consejo del Frente de Salvación Nacional que tomó el mando del país creó, con mentiras propagadas difundidas en televisión y órdenes contradictorias que habrían provocado numerosas situaciones de fuego amigo, una «psicosis» en torno a los «terroristas» que le habría ayudado a consolidarse en el poder. Iliescu ha dicho de los cargos que se le imputan que son una acumulación «absurda» de hechos. Voican también rechaza toda culpabilidad en un juicio que muchos califican de político.

Juicio y ejecución exprés en Navidad

El acto culminante de la revolución rumana se dio el día de Navidad de 1989 en un humilde cuarto de la base militar en que estaban detenidos los Ceausescu. En un proceso militar exprés, el matrimonio fue condenado a muerte por crímenes contra la humanidad y fusilado contra un muro nada más leerse la sentencia. Su muerte puso fin a los asesinatos de los llamados «terroristas», que una vez ejecutado el jefe no tenían motivo para seguir aplicando su plan de lucha en caso de ataque al régimen. Y con la calma de vuelta a las calles, Rumanía comenzó entonces un camino largo y convulso hacia la normalidad que hoy disfruta como una democracia consolidada plenamente integrada como socio de la OTAN y la Unión Europea.